En la entrega anterior de la serie sobre los Premios Nobel hablamos acerca del Premio Nobel de Química de 1902, concedido al inigualable Hermann Emil Fischer por su trabajo sobre los azúcares y las purinas. Como solemos hacer en esta relativamente joven serie, hoy dedicaremos una segunda entrega al premio en cuestión, hablando algo más acerca de la ciencia relacionada con él, no tanto ya desde una perspectiva histórica sino desde nuestros días. Como siempre en esta serie, trataré de no alargarme demasiado sino de dar pinceladas que te permitan hacerte una idea de por dónde van los tiros. De modo que nos dedicaremos a bucear a pulmón en el mundo de las purinas, los péptidos, los azúcares y demás obsesiones del buen Fischer.
Nota: Ya lo avisé en la primera parte del artículo, pero creo que es conveniente repetirlo hoy: yo soy físico, no químico ni biólogo, de modo que si los más sabios tenéis que corregirme, no tengáis reparo en hacerlo. Eso sí, ya sé que esto es un esqueleto de explicación, pero ése es precisamente su objetivo.
Como comprenderás, hablar en general de todos los compuestos orgánicos que estudió Fischer en un breve artículo requiere no detenernos demasiado en ninguno de ellos, pero sí quiero que –especialmente si no los has estudiado en algún momento– te hagas una idea de su composición química, su estructura y su relación con la biología y nosotros mismos, además de la relación de unos con otros y con la difuminación de la frontera natural-artificial del último siglo. Aunque tanto los péptidos como las purinas son una parte esencial de nuestra vida, los nombres técnicos más comúnmente escuchados de todos son los de algunos azúcares, de modo que empecemos por ellos.
Cristales de sacarosa (Johan Stigwall).
Los legos utilizamos la palabra azúcar para denominar varias cosas diferentes, usualmente hidratos de carbono más o menos simples; lo más normal en la vida cotidiana es emplearla para referirnos al azúcar de mesa, el de toda la vida, el que nos echamos en el café por las mañanas – la sacarosa. Curiosamente, Fischer no consiguió nunca sintetizar este azúcar artificialmente, y tuvimos que esperar para eso hasta 1953, cuando lo logró el canadiense Raymond Urgel Lemieux. Como estoy seguro de que sabes, la sacarosa es una sustancia cristalina, de color blanco, que se disuelve muy bien en agua y tiene un sabor dulce y que casi todos encontramos agradable.
Molécula de sacarosa.
Pero, para entender qué es realmente la sacarosa, tenemos que ir algo más allá, porque la sacarosa –por común que sea en nuestra vida– está compuesta de cosas más simples que ella: la molécula de sacarosa es la unión de dos “eslabones” sencillos, dos monosacáridos, con lo que ella misma es un disacárido. Los monosacáridos son los que forman, en último término, todos los demás hidratos de carbono, como eslabones de cadenas más o menos largas. En la imagen de arriba puedes ver los dos monosacáridos a izquierda y derecha, unidos por un enlace denominado enlace glucosídico.
Existen muchos monosacáridos, pero vamos a hablar aquí de tres, los dos que forman la sacarosa, y que seguro que también conoces por sus nombres técnicos, y otro más que también ingieres todos los días casi seguro aunque tal vez no lo conozcas. La sacarosa consta, como he dicho antes, de dos “eslabones”; uno de ellos es glucosa, y el otro fructosa. Como espero que recuerdes, estos dos azúcares simples sí fueron sintetizados por Fischer, y eran conocidos por entonces sólo como azúcar de mosto y azúcar de uva respectivamente.
Proyección de Fischer de la molécula de glucosa.
El primero de ellos, la glucosa, es lo que solemos llamar “azúcar en sangre”, y lo obtenemos fundamentalmente de la sacarosa. La glucosa presenta, como tantos otros compuestos orgánicos, una propiedad interesante que fue puesta de manifiesto por el mismo Fischer: dependiendo de cómo se colocan los átomos que la forman en el espacio, aunque sean los mismos átomos (C6H12O6) puede tener propiedades muy distintas. De hecho, existen múltiples isómeros de la glucosa, pero no todos ellos pueden ser usados como fuentes de energía por los seres vivos. Además, por cierto, esta molécula puede estar “abierta” en forma de cadena larga, como ves arriba, o “cerrada” en forma de anillo, como aparece más arriba aún como parte de la sacarosa.
Normalmente, cuando hablamos de glucosa lo estamos haciendo de algo más específico, la D-glucosa, dextroglucosa o dextrosa, que por la posición de los átomos en su estructura cambia el plano de polarización de la luz “a derechas”. La L-glucosa, por ejemplo, aunque es dulce (no tan dulce como la dextrosa, pero bueno), no puede utilizarse como fuente de energía en nuestro organismo.
De hecho, el segundo de los monosacáridos que vamos a saborear hoy, la fructosa, es un isómero de la glucosa, porque tiene exactamente la misma fórmula cuantitativa, C6H12O6, aunque sus átomos forman grupos diferentes y están colocados, por supuesto, de otra manera. La fructosa, el azúcar de fruta de tiempos de Fischer, se llama así precisamente por eso: es lo que da el dulzor a frutas y verduras. Nosotros la consumimos, desde luego, todo el tiempo, tanto al tomar vegetales como al tomar sacarosa, ya que lo primero que hacemos con ella es “romperla” en sus eslabones, glucosa y fructosa.
Isómeros de la galactosa: D-galactosa y L-galactosa.
Pero la glucosa, además, puede unirse a un monosacárido diferente para formar otro azúcar de nuestra vida cotidiana… ese otro monosacárido es la galactosa, que ¡sorpresa! es también un isómero de la glucosa y la fructosa con una estructura diferente. Cuando la galactosa se une mediante un enlace glucosídico a la glucosa, forma algo que seguro que conoces – la lactosa de la leche, otro disacárido que tomamos todo el tiempo, ya que entre un 2% y un 8% de la leche que bebemos es lactosa. Para “romper” la lactosa en glucosa y galactosa utilizamos un enzima, la lactasa… pero no todos la tenemos de adultos, lo cual es un problema. Ya se venden muchas leches sin lactosa para que las personas que dejan de producir lactasa cuando crecen puedan beber leche, y este asunto podría dar para un breve artículo por sí mismo, porque es bastante interesante desde el punto de vista evolutivo.
El caso es que, además de hidratos de carbono de un eslabón y de dos, los hay de muchos más. Igual que dos monosacáridos pueden unirse para formar una mini-cadena de dos eslabones, pueden hacerlo tres, cuatro… o varios miles. El caso más evidente es el del compuesto orgánico más abundante de la Tierra con mucha diferencia: la celulosa, que no tiene una función energética sino estructural. Lo mismo sucede con otro polisacárido estructural, pero no del mundo vegetal sino del animal, la quitina que forma tantos exoesqueletos de invertebrados. Y, para completar el trío, el almidón es el hidrato de carbono más común en nuestra dieta, el que tomamos al comer patatas, pasta, arroz, trigo…
Celulosa.
En la imagen de arriba puedes ver la estructura de una cadena de celulosa: cada hexágono, cada eslabón, es una molécula de glucosa. Se muestran en negro los átomos de carbono, en rojo los de oxígeno y en blanco los de hidrógeno. Como ves, entre cada glucosa y la siguiente hay un enlace entre dos carbonos mediante un oxígeno “intermedio” entre los dos eslabones. ¡Una estructura simple, pero resistente!
El segundo grupo de compuestos orgánicos sobre el que puso su punto de mira Hermann Emil Fischer, el de las purinas, parece no tener tanta relación con nuestra vida al principio… ¡nada más lejos de la realidad! Recuerda el diagrama del artículo anterior de algunas purinas:
Estoy seguro de que, al menos, conoces la cafeína y el ácido úrico –que no son las más interesantes de todas, pero a eso llegaremos en un momento–. La cafeína (C8H10N4O2) es una purina psicoactiva cuyo nombre le fue dado por el alemán Friedrich Ferdinand Runge, su descubridor en 1819, ya que la encontró en los frutos del café. Sin embargo, la cafeína existe también en muchas otras plantas, como en las hojas de té, las nueces de kola, el guaraná o la yerba mate. Las plantas la utilizan como “control de plagas”, ya que paraliza o mata a algunos insectos que, de otro modo, se alimentarían de ellas… y los seres humanos consumimos este insecticida natural para estimular nuestro sistema nervioso.
Coffea arabica. ¿Pesticida o delicioso estimulante? (Wikipedia/CC Attribution-Sharealike).
El segundo, el ácido úrico (C5H4N4O3) es el que seguro que conoces porque… bueno, porque lo eliminas todos los días en la orina. Los seres humanos y algunos otros primates lo producimos como eslabón final de una serie de transformaciones de unas purinas en otras (existe un metabolismo de las purinas que merecería su propio artículo, aunque no podría ser yo quien lo escribiese). Salvo que tu dieta sea bastante rara, no consumes ácido úrico en cantidades apreciables, sino que su fuente última suele ser la purina, que existe en casi cualquier producto animal, especialmente el hígado, mariscos y pescados, e incluso algunas verduras como la coliflor y los espárragos.
No es buena una concentración demasiado alta de ácido úrico en el plasma sanguíneo. Entre otras cosas, el ácido úrico puede formar cristales en algunas articulaciones… puedes imaginar el dolor que puede producir eso. En eso consiste precisamente la gota, que provoca dolores intensísimos, no sólo por los cristales en sí, sino por la inflamación de los músculos que rodean la articulación. Y por eso la gota se ha llamado a menudo “la enfermedad de reyes” o “la enfermedad del rico”, porque tradicionalmente ¿quién tenía acceso a grandes cantidades de mariscos, carnes rojas, pescados, etc? Pues eso. Por cierto, no he querido poner imágenes de articulaciones afectadas por gota, porque son bastante desagradables. Baste con la apariencia de aguja de los cristales para imaginar el dolor que pueden causar:
Cristales de ácido úrico en el líquido sinovial (Wikipedia/CC Attribution-Sharealike 3.0)
Sin embargo, tampoco es bueno tener un defecto de ácido úrico en sangre (algo que, sospecho, no debe de ser muy común en nuestra sociedad industrializada, pero bueno). Entre otras cosas, parece haber una correlación estadística entre la incidencia de esclerosis múltiple y los bajos niveles de ácido úrico en sangre, aunque no he conseguido encontrar las posibles razones de que esto sea así (si alguien tiene información, ya sabéis).
Estructura de la adenina (carbono en negro, hidrógeno en blanco y nitrógeno en azul).
Pero, aunque las purinas que más llamen la atención al principio sean la cafeína y el ácido úrico, si has estudiado biología estoy convencido de que otras dos habrán hecho que arquees la ceja: la adenina y la guanina. Estas dos purinas son una de las razones por las que hablé varias veces en la entrega anterior acerca del “efecto Frankenstein”. Al sintetizarlas, Fischer había conseguido producir artificialmente dos de los nucleótidos que forman el ADN y el ARN; los otros tres –citosina, timina y uracilo– no son purinas, sino que pertenecen a otro grupo orgánico, las pirimidinas.
Sí, ya sé que Fischer no tenía idea de que la adenina y la guanina que estaba produciendo en laboratorio eran constituyentes últimos del ADN que, entre otras causas, había determinado que se dedicase a sintetizar adenina y guanina, pero no me negarás que no produce una sensación extraña. Es como un robot que se replica a sí mismo… o, al menos, que empieza a hacerlo. Y no hemos parado desde entonces.
En el ácido ribonucleico (ARN), la adenina y la guanina tienen como compañeras a la citosina y el uracilo. En el ácido desoxirribonucleico (ADN), en vez de uracilo hay timina. Como probablemente sepas, el ARN tiene una sola cadena, mientras que el ADN tiene dos, que forman esa bellísima espiral con una serie de “travesaños” horizontales que unen ambas cadenas:
Cada uno de esos travesaños es un par de bases unidas por enlaces de hidrógeno; una purina se une con una pirimidina, ¡y no de cualquier manera! La adenina se une con la timina formando un par AT, y la guanina con la citosina formando un par GC. Y, aunque una vez más esto diese para un artículo –o más bien una serie entera– que yo no puedo escribir, estos enlaces de hidrógeno pueden romperse con relativa facilidad, separando ambas mitades de la “escalera” como si se abriese una cremallera, y volviendo a unirlas cuando haga falta. Con tan sólo este número tan pequeño de bases, simplemente a partir del orden en el que están colocadas, es posible obtener una cantidad ingente de combinaciones posibles.
La guanina merece un puesto ya, simplemente por esto, en la lista de moléculas orgánicas esenciales, ¡porque sin ella no serías quien eres! Pero la adenina tiene, aparte de eso, credenciales aún mayores. Además de su importancia por su presencia en el ARN y el ADN, la adenina forma parte de otro nucleótido fundamental, el adenosín trifosfato o trifosfato de adenosina, ATP, que desempeña un papel fundamental en las transacciones energéticas de nuestro organismo – energía que obtenemos muy a menudo de los hidratos de carbono de los que hemos hablado antes. Como siempre decimos aquí, en último término todo está relacionado con todo, como verás en la última parte del artículo.
El caso de los péptidos es parecido al de los glúcidos: “eslabones” más o menos simples (en este caso, aminoácidos en vez de monosacáridos), que se unen para formar cadenas que pueden ser largas y complejas. Igual que antes los eslabones se formaban mediante un enlace glucosídico, ahora se consigue mediante un enlace peptídico entre dos aminoácidos. Así se obtienen dipéptidos, tripéptidos, etc. Ya dijimos en la entrega anterior que Fischer había conseguido sintetizar cadenas de hasta ochenta aminoácidos, aunque nunca logró sintetizar proteínas artificialmente – tampoco sabíamos demasiado sobre la estructura química de las proteínas por entonces.
Glucagón, un polipéptido de 29 aminoácidos.
De hecho, hemos avanzado tanto desde Fischer que hasta los nombres han ido cambiando y dejando de tener el sentido que tenían. Durante mucho tiempo, la diferencia entre un péptido y una proteína (ambos constituidos, en último término, por cadenas de aminoácidos) era que un péptido era suficientemente corto y simple para ser sintetizado artificialmente a partir de sus aminoácidos constituyentes, y una proteína no… pero según fue avanzando la ciencia, pudimos llegar a sintetizar incluso proteínas en laboratorio, con lo que esa definición no tiene ya tanto sentido.
También se ha sugerido emplear una medida objetiva, como el número de aminoácidos mínimo de la cadena para ser una proteína “de verdad”, pero algunas son bastante cortas. La insulina, por ejemplo, tiene sólo 51 aminoácidos, menos de los del péptido sintetizado por Fischer. Como ves, una vez más, es en la época de Fischer cuando empiezan a desdibujarse las líneas claras y meridianas entre artificial y natural. Según fuimos conociendo más sobre las entrañas químicas de nuestro propio cuerpo, más se fue haciendo borrosa esa distinción.
Un buen ejemplo es la relación que existe entre dos de los campos de estudio de Fischer: como hemos visto, el orden de las bases nitrogenadas en nuestro ADN determina cómo se “fabrican” las proteínas en nuestro cuerpo. Dependiendo del orden en el que estén los aminoácidos en la cadena de ADN, el péptido o la proteína tendrá unas propiedades u otras y será una u otra cosa.
El proceso de síntesis de las proteínas es complejo, e involucra al ARN en un paso intermedio, pero se parece bastante a una cadena de montaje. Como hay muchos más aminoácidos (20) que bases en el ADN/ARN (4), la relación no es de uno a uno: cada trío de bases en la cadena de ADN, llamado codón, se codifica como un aminoácido en la proteína final. Pero claro, como las combinaciones posibles de adenina, guanina, citosina y timina (uracilo en el caso del ARN) tomadas de tres en tres son 64, más del triple de los aminoácidos que hace falta codificar, algunos codones diferentes producen al final el mismo aminoácido. Aquí tienes un diagrama básico de la “cadena de montaje”, en la que se está produciendo parte de la hemoglobina:
Imagen modificada a partir de ésta (CC 2.0 Attribution-Sharealike).
Una vez más, la difuminación entre artificial y natural: nuestras células utilizan el código programado en la cadena de purinas y pirimidinas del ADN para ensamblar los aminoácidos en las proteínas que fabrican, exactamente igual que haríamos en un laboratorio, si tuviéramos uno lo suficientemente pequeño.
Esto se complica, además, por el hecho de que no sólo el orden de los aminoácidos determina cómo se comportará la cadena. De hecho, en el caso de las proteínas, el orden de los aminoácidos se llama estructura primaria de la proteína, porque hay más. Se trata de cadenas que pueden ser tan largas que se unen en algunos puntos a sí mismas, creando hélices y bucles que pueden llegar a ser complicados – estas uniones consigo mismas determinan la estructura secundaria de la proteína. Pero claro, al ser cadenas largas y “dobladas” pueden tomar diferentes formas tridimensionales en el espacio: la estructura terciaria. Y, por si esto no fuera bastante, pueden unirse unas con otras para formar complejos – la estructura cuaternaria de las proteínas.
Toda esta complejidad permite que las proteínas hagan… bueno, básicamente de todo, porque dependiendo del orden de los aminoácidos y la estructura espacial de la proteína puede tener efectos de tantos tipos como pudiéramos imaginar sobre otros compuestos. Ya hemos mencionado la insulina, pero también son proteínas las inmunoglobulinas, la hemoglobina, el colágeno, prácticamente todos los enzimas, la queratina… Las utilizamos prácticamente para todo, tras evolucionar para codificar moléculas tan increíblemente complejas, que tengan usos tan increíblemente específicos. La verdad es que impresiona… y, para muestra, un botón: la hexoquinasa.
La hexoquinasa tiene una estructura apabullantemente compleja, que tiene un objetivo muy específico: coge un monosacárido (generalmente, glucosa) y sustituye un átomo de hidrógeno por un grupo fosfato (PO4), es decir, fosforila la glucosa. Su forma y estructura son precisamente las justas para enlazarse con la glucosa y hacer exactamente eso; ni más, ni menos. ¿Qué hace falta para realizar esa función? Esto:
Hexoquinasa.
Y como ésta, otra miríada de moléculas complejísimas, el orden de cuyos aminoácidos viene codificado por el orden de las bases nitrogenadas del ADN en el núcleo de nuestras células… ¡ay, si Fischer levantara la cabeza!
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Física de 1903.
Para saber más: