Continuamos hoy aprendiendo física según lo hicieron nuestros tatarabuelos a finales del siglo XIX y principios del XX, en la serie de los Premios Nobel. Como sabes, si llevas siguiendo la serie desde el principio, vamos recorriendo los Nobel de Física y de Química desde su primera entrega –en 1901–, hablando en un primer artículo para cada Premio del contexto histórico y la relevancia del descubrimiento en cuestión, y en una segunda parte de aspectos más generales (y desde una perspectiva más moderna) relacionados con la Física o la Química del asunto.
Tras hablar sobre los premios de 1901 (el de Física, de Wilhelm Konrad Röntgen, y el de Química, de Jacobus Henricus van ‘t Hoff) y los de 1902 (el de Física, de Hendrik Antoon Lorentz y Pieter Zeeman, y el de Química, de Hermann Emil Fischer), hoy empezaremos a dedicarnos a los de 1903 y, en particular, al Premio Nobel de Física de ese año, otorgado a tres científicos, Antoine Henri Becquerel, Maria Skłodowska-Curie y Pierre Curie. En este caso, la Real Academia Sueca de las Ciencias describió la razón del Premio separadamente para Becquerel y para los Curie. Becquerel recibió el Nobel
En reconocimiento a los servicios extraordinarios que ha proporcionado su descubrimiento de la radioactividad espontánea.
Y, en el caso de los Curie,
En reconocimiento a los servicios extraordinarios que han proporcionado mediante su investigación conjunta sobre los fenómenos descubiertos por el Profesor Henri Becquerel.
Se trataba de un premio íntimamente ligado al de tan sólo dos años antes, el otorgado a Röntgen por su descubrimiento de los rayos X: como creo que hemos mencionado en algún artículo anterior, a finales del XIX nos encontramos de lleno en la “era de las radiaciones”, y los nombres “radiación”, “radioactividad” y “rayos” se lanzan a diestro y siniestro para designar multitud de fenómenos recién descubiertos y sin una explicación clara. Fenómenos, algunos de ellos, que harían derrumbarse en unos años los cimientos de la Física clásica y erigirían otra nueva Física en su lugar… pero tiempo al tiempo.
Como vimos al hablar del descubrimiento de Röntgen, en 1895 el genial alemán publicó su “Über eine neue Art von Strahlen”, donde describía la extraordinaria y extrañísima forma de radiación que denominó rayos X. Por supuesto, aunque muchos al principio pensaron que Röntgen había perdido el juicio (como él bien predijo antes de publicar sus datos), muchos otros científicos de todo el mundo se apresuraron a comprobar las observaciones de Röntgen –que eran realmente sencillas de replicar, si se disponía de los materiales adecuados– y a tratar de explicar la naturaleza de esos misteriosos rayos, ya que planteaban muchas preguntas sin contestar.
Uno de esos científicos fue el francés Antoine Henri Becquerel, siete años más joven que Röntgen. El galo provenía de un largo linaje de físicos y, cuando Röntgen publicó sus datos, era el tercer Becquerel que ocupaba la Cátedra de Física del Muséum National d’Histoire Naturelle de París. En cuanto leyó sobre el trabajo de Röntgen, Becquerel se puso manos a la obra para desentrañar los misterios de la radiación X.
Como recordarás, Röntgen había producido sus rayos X utilizando tubos de rayos catódicos, y los rayos producían fenómenos de fotoluminiscencia sobre una pantalla pintada con determinada sustancia (de hecho, que la pantalla brillase cuando el tubo estaba tapado fue la pista que llevó al alemán a descubrir la nueva radiación). Becquerel se preguntó entonces lo siguiente: si ese brillo fosforescente estaba asociado a los rayos X, ¿quería eso decir que todo brillo luminiscente estaba asociado a radiación X?
No era difícil responder a esa pregunta, porque se conocían, por ejemplo, diversas sales con propiedades fosforescentes, y detectar la radiación X no era difícil. ¿La respuesta a la pregunta de Becquerel? No siempre pasaba eso. Muchos fenómenos fotoluminiscentes no tenían nada que ver con los rayos X de Röntgen. Esto hubiera podido resultar decepcionante, si no llega a ser por el hecho de que, por pura casualidad (como tantas veces en ciencia), Becquerel observó otro fenómeno diferente, nuevo y fascinante, al realizar los experimentos con sales fosforescentes.
Becquerel expuso sales de uranio a la luz solar durante un tiempo, y luego hizo algo parecido a los experimentos de Röntgen: envolvió la sal de uranio en papel (e incluso láminas de metal, en algunos casos) y puso placas fotográficas cerca, para detectar radiaciones penetrantes emitidas por la sal. Efectivamente, tras unas horas de exposición al Sol, las placas fotográficas quedaban veladas por alguna radiación. Becquerel se preguntó entonces si la sal estaba, de igual manera que tantas sustancias fotoluminiscentes, absorbiendo de alguna manera la radiación Solar y luego emitiendo de nuevo la energía que había absorbido.
De modo que, en otro experimento, Becquerel tomó la sal de uranio y realizó directamente la segunda parte del experimento, sin exponerla antes a ninguna radiación, ni solar ni de ningún otro tipo. Y las placas fotográficas se velaron.
Para comprobar el grado de penetración de la radiación emitida por la sal de uranio, Becquerel colocó diversas sustancias entre ella y la placa fotográfica. Una de ellas fue una lámina de cobre en forma de cruz, y ésto fue lo que vio el francés:
No cabía la menor duda: la sal de uranio estaba emitiendo, de forma espontánea, algún tipo de rayos que atravesaban distintas sustancias y eran capaces de velar la película fotográfica. Lo cual llevaba a múltiples preguntas nuevas: ¿se trataba de rayos X, o de algo diferente? ¿qué propiedades tenía esta radiación, si no se trataba de rayos X? Y una pregunta por encima de todas las demás, la que saltó inmediatamente a la cabeza de Becquerel: si la sal hubiera absorbido la luz solar y luego hubiera reemitido la energía absorbida, no habría problema, pero si se trataba de algo espontáneo, ¿de dónde diablos estaba sacando la sal la energía para emitir esa radiación?
Porque el francés, naturalmente, siguió realizando experimentos, y una cosa estaba clara: la sal emitía esa extraña radiación todo el tiempo. El ritmo al que la emitía no variaba un ápice, ya esperases una hora, ya esperases una semana o un mes. ¡Estaba saliendo, aparentemente, energía de la nada, porque su fuente no mostraba el más mínimo signo de agotarse con el tiempo! Hoy en día sabemos, claro está, que no está saliendo energía de la nada, y que el ritmo de emisión sí disminuye con el tiempo, pero es algo tan lento y sutil que Becquerel, con sus aparatos, no podía notarlo. Su elegancia científica se revela cuando él mismo dice,
Todos los experimentos posteriores han mostrado que la actividad del uranio no disminuye apreciablemente con el tiempo.
Como verás, en esa frase Becquerel se refiere ya al uranio, no a la sal de uranio, como fuente de la radiación. Sin embargo, no fue él quien llegó a esa conclusión, sino Maria Skłodowska Curie, quien, junto con su marido, Pierre Curie, resolvería muchas de las dudas inevitables que surgen al conocer el descubrimiento de Becquerel… y crearía muchas dudas nuevas, por supuesto.
Maria había nacido en Varsovia, que formaba por entonces parte del Imperio Ruso, aunque ella se consideraba polaca. Cuando Becquerel publicó sus resultados, Maria se encontraba en París, donde había obtenido un título de Física en la Sorbonne y se había casado con el francés Pierre Curie, ocho años mayor que ella, con el que compartía una verdadera pasión por la física en general y el magnetismo en particular.
La (nacionalizada) francesa se dedicó a estudiar, de una forma cuantitativa, la radiación emitida por las sales de Becquerel y otras sales que contenían uranio. Como no se sabía aún lo que eran, se denominaron, en general, rayos de Becquerel, de forma análoga a los rayos Röntgen. Maria podía hacerlo gracias a un instrumento inventado unos años antes por su marido, Pierre, y el hermano de éste: el electrómetro. Este aparato era capaz de detectar corrientes eléctricas debilísimas, y utilizándolo, Skłodowska descubrió algo sorprendente – cuando se dejaba una muestra de sales de uranio al aire, el aire mismo se convertía en un conductor de la corriente eléctrica. Dicho en términos algo más modernos, la radiación emitida por la sal ionizaba el aire. No cabía duda del origen de la ionización porque, al retirar la muestra de la sal, el aire volvía a su estado normal (moléculas neutras y aislante de la corriente eléctrica) en poco tiempo.
Aparte de la importancia de esta observación cualitativa, el salto en la investigación fue la capacidad de medir la intensidad de la radiación de forma cuantitativa, ya que Maria era capaz de modificar la sal (o usar una diferente), comprobar con el electrómetro el grado de ionización del aire circundante y, así, cuantificar la actividad de la muestra. De este modo, la física fue capaz de determinar, para empezar, que lo que importaba en las sales de Becquerel era el uranio. Al utilizar uranio puro, la actividad aumentaba considerablemente.
Esto significaba que los científicos no estaban observando un fenómeno químico: eran los átomos de uranio, sin influencia externa, de forma espontánea, los que estaban sufriendo algún tipo de cambio demasiado sutil para ser observado, que producía la radiación ionizante. El uranio era, de algún modo desconocido, una fuente activa de radiación. El término que Maria empleó es el que todavía utilizamos: el uranio era radioactivo (o radiactivo, que lo mismo da, pero no es mi preferencia).
La siguiente pregunta, claro está, era: ¿era el uranio único en este aspecto, o había otras sustancias radioactivas?
Se realizaron pruebas con absolutamente todas las sustancias empleadas en los laboratorios, pero ninguna tenía propiedades radioactivas… hasta que se llegó a una de ellas, la única conocida por entonces que emitía radiaciones similares a las del uranio: el torio. Fue el alemán Gerhard Schmidt quien lo descubrió, muy poco tiempo antes de que la propia Maria hiciera lo mismo. Pero la Skłodowska descubrió algo mucho más importante casi de inmediato. Al realizar experimentos con pechblenda, un mineral compuesto casi totalmente por óxido de uranio (UO2), Maria se topó con una sorpresa… ¡la pechblenda era aún más activa que el uranio puro!
Pechblenda (Geomartin / CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
La conclusión era clara: tenía que haber algo más aparte de óxido de uranio en la roca. Algo en cantidades muy pequeñas, o sería evidente su presencia en la roca… pero tan radioactivo que hacía que el mineral produjera más radiación que el uranio puro. Pero, si se trataba de una sustancia en cantidades escasísimas capaz de hacer algo tan tremendo, no podía ser simplemente radioactiva. Tenía que ser algo millones de veces más radioactivo que el uranio.
Se trataba de algo tan fascinante que Pierre, el marido de Maria, abandonó lo que estaba haciendo en ese momento y se unió a la investigación de su mujer. Era necesario aislar esa sustancia súper-radioactiva de la pechblenda. Pero la cosa era difícil, por la minúscula concentración de la “sustancia intrusa”. Hacían falta cantidades enormes de pechblenda para tener la menor posibilidad de aislar una cantidad razonable, y una gran sutileza en los procesos químicos para hallarla. Sin embargo, los dos Curie trabajaban horas incontables juntos en un pequeño laboratorio que era poco más que un cobertizo, y fueron para ambos, según algunas personas cercanas, los años más felices de sus vidas.
El caso es que, tan difícil era encontrar la sustancia súper-radioactiva que, al realizar distintos procesos químicos para aislarla, los Curie encontraron… una diferente. Porque resultó que no había una sola, sino más de una (aunque con actividades distintas). En Julio de 1898, el matrimonio consiguió aislar un elemento nuevo, desconocido hasta entonces y de gran actividad. En honor a la patria de Maria Skłodowska, los Curie denominaron al nuevo elemento polonio. Por fin, en Diciembre del mismo año, consiguieron su propósito y aislaron una minúscula cantidad de la sustancia más radioactiva de todas las conocidas hasta entonces con mucha diferencia; tanto, que nombraron al nuevo elemento radio.
Tan minúscula era la concentración de radio en la pechblenda que, cuando se logró conseguir 0,1 gramos del elemento en 1902, hizo falta una tonelada de pechblenda. Pero el nuevo elemento, aunque difícil de encontrar, era de una inestabilidad enorme: unos dos millones de veces más que el uranio. Desde luego, trabajar con radio, polonio y uranio sin la más mínima protección (y produciendo otros gases, como el radón, en el proceso) era una barbaridad… pero no se conocían aún todos los peligros de las sustancias radioactivas. Pierre Curie moriría en pocos años en un accidente, pero la muerte de Maria se debió, casi con total seguridad, a los enormes niveles de radiación ionizante a los que estuvo expuesta durante tanto tiempo.
Los esposos Curie, en el laboratorio.
Naturalmente, el descubrimiento del radio, y de otras sustancias radioactivas, como el torio o el actinio, aunque muy importante, no respondía a las dos preguntas esenciales acerca de todo este embrollo: primero, ¿por qué diablos estos elementos emitían radiación ionizante? y segundo, ¿qué era exactamente esa radiación (porque decir “radiación” es decir más bien poco)?
La primera pregunta era de tan difícil respuesta que tardaría décadas en ser resuelta, y de ella hablaremos en la segunda parte del artículo, pero la segunda pregunta no era tan difícil de responder: no hacía falta más que realizar el mayor número de experimentos posibles con los rayos emitidos por el uranio, el radio o cualquiera de los otros elementos radioactivos, e intentar descubrir cuáles eran las propiedades de esas radiaciones, y si se trataba de un fenómeno similar a otros ya conocidos o algo totalmente nuevo.
Al realizar experimentos, de lo primero que se percataron los físicos es de que casi todos estos elementos no emitían simplemente “rayos de Becquerel”… emitían radiación de varios tipos diferentes. Con lo que la palabra “radiación” perdía aún más de su significado, para denotar… bueno, casi cualquier cosa. A la radiación X de Röntgen había que sumar otros tres tipos más (con lo que dejaría de usarse el término “rayos de Becquerel”), con propiedades distintas. Al no tener ni idea de qué era cada uno de estos tipos, se les asignaron nombres tan arbitrarios y poco informativos como los de los rayos X: radiación (o rayos) alfa, beta y gamma, o utilizando los caracteres griegos, radiación α, β y γ.
Los rayos α se desviaban ligeramente al hacerlos pasar por un campo magnético, pero hacía falta un campo muy potente para notar la desviación. Por lo tanto, se trataba de partículas con carga eléctrica (o no “notarían” el campo magnético), pero de carga muy pequeña o masa muy grande, o se desviarían mucho más fácilmente. Este tipo de radiación, aunque ionizante, era absorbida por las sustancias muy rápidamente, con lo que tenía un poder de penetración muy pequeño: una simple hoja de papel, o incluso unos pocos centímetros de aire, la absorbían completamente.
Los rayos β también se desviaban al atravesar un campo magnético, pero lo hacían muchísimo más fácilmente que los α y en sentido contrario. Por tanto, se trataba de partículas con mucha más carga o con mucha menos masa que aquéllas (o ambas cosas, claro), y con carga de signo contrario. Comprobando el sentido de la desviación de unas y otras se comprobó que la radiación α estaba compuesta por algo con carga positiva, y la β por algo de carga negativa. Aunque también era posible detener la radiación β, era bastante más difícil que absorber los rayos α: una hoja de papel no lo conseguía. Hacía falta una lámina de metal (no hacía falta que fuera demasiado gruesa) para absorberla. Al realizar medidas de la relación carga-masa de estas partículas, se llegó a la conclusión de que eran muy similares, o idénticas, a los rayos catódicos producidos en los tubos de descarga.
Finalmente, el tercer tipo de radiación, la denominada γ, no se desviaba en absoluto al atravesar un campo magnético (luego se trataba de algo sin carga eléctrica), y su comportamiento era prácticamente idéntico a los rayos X de Röntgen. De hecho, era básicamente lo mismo, salvo que con una energía mucho mayor que la radiación X del alemán. Los rayos γ, como los X, eran capaces de atravesar sustancias con facilidad, y tenían un poder de penetración bastante mayor que los β.
Y, dependiendo del tipo de sustancia que observases, se producían unos tipos de radiación u otros. El radio, por ejemplo, emitía los tres tipos de rayos, pero el uranio sólo emitía radiación β y γ, y el polonio sólo emitía α y γ. ¿Por qué? Nadie tenía la más remota idea. Lo único que sí estaba claro es que los elementos radioactivos que se iban encontrando eran muy pocos, y se trataba siempre (cuando se conseguía la cantidad necesaria para pesarlas) de sustancias muy densas.
Sin embargo, aunque el conocimiento necesario para desentrañar el origen de estas radiaciones no estaba aún disponible, no te pierdas las palabras del propio Pierre Curie al razonar sobre el asunto. ¡Ten en cuenta el momento en el que las dice, y que no existen aún ni la relatividad ni la cuántica, y las reacciones nucleares no son ni siquiera ciencia-ficción por entonces! (énfasis mío):
La cantidad de calor liberada por el radio durante varios años es enorme, si se compara con el calor liberado en cualquier reacción química con una cantidad equivalente de materia. Este calor liberado sólo representa, sin embargo, la energía involucrada en la transformación de una cantidad de radio tan minúscula que no se aprecia incluso tras años de actividad. Esto nos lleva a la suposición de que la transformación va mucho más lejos que las transformaciones químicas ordinarias, que la propia existencia del átomo está en cuestión, y que estamos en presencia de una transformación de los elementos.
Esta “transformación de los elementos” venía sugerida, además de por las cantidades de calor involucradas que requerían de transformaciones a nivel atómico, por otra razón aún más importante. Al realizar experimentos con elementos radioactivos, como el radio, los científicos empezaron a observar que aparecían en el laboratorio elementos nuevos que no habían estado allí al comenzar el experimento. Por ejemplo, al trabajar con radio, se producía helio, aparentemente de la nada.
Dicho de otro modo, se estaban violando los principios más básicos de la Química. Unos elementos desaparecían y aparecían otros nuevos… era algo así como la transmutación que con tanto afán buscaban los alquimistas, sólo que no hacía falta la piedra filosofal, simplemente empezar el experimento con los elementos adecuados… y esperar a que, de algún modo, por alguna razón desconocida, el elemento se fuera transformando a nivel atómico en otros y liberando radiaciones diversas de una energía tremenda.
Y esa enorme energía liberada convertía a esas inestables sustancias en peligrosas. Sí, he dicho antes que no se conocían aún todos los peligros de las sustancias radioactivas, pero algunos eran bien evidentes. No hacía falta más que llevar un poquito de radio en el bolsillo (y, ¿por qué no iba a hacerse, antes de saber esto?), y no se notaba nada… hasta que pasaban unos días. A las dos semanas, en la parte de la pierna bajo el bolsillo aparecía un enrojecimiento y finalmente una quemadura dolorosa y que se curaba bastante mal. Esto no era ninguna broma: hacía falta llevar el radio en una caja de plomo para no sufrir estas quemaduras. Pero, ¿y si, lejos de ser una quemadura accidental, alguien utilizase esas sustancias a propósito para producir heridas en otros seres humanos? En palabras de Pierre Curie,
Puede darse incluso el caso de que el radio se convierta en algo muy peligroso en las manos de criminales, y podemos plantearnos la pregunta de si la humanidad se beneficia al conocer los secretos de la Naturaleza, si estamos listos para beneficiarnos de ello o este conocimiento no nos perjudicará.
_ ¿Utilizaríamos este conocimiento para beneficiarnos de él, o para matarnos unos a otros?_ La respuesta, como suele suceder en estos casos, era… ambas cosas. Pero estoy seguro de que, si Pierre Curie hubiera estado vivo cuarenta y dos años después de recibir el Nobel, hubiera llorado como un niño.
Como siempre, aquí tienes las palabras de H.R. Törnebladh, Presidente por entonces de la Real Academia Sueca de las Ciencias al otorgar el Premio Nobel de Física a estos tres genios. Al final dejaré enlaces a los discursos de Antoine Henri Becquerel y de Pierre Curie (que lo dio más tarde, porque los dos Curie no pudieron asistir a la ceremonia en 1903):
Su Majestad, sus Altezas Reales, Damas y Caballeros.
El desarrollo de las ciencias físicas en la última década es sobresaliente por los descubrimientos, tan inesperados como impresionantes, que se han realizado. A la Real Academia de las Ciencias le ha correspondido la tarea de llevar a cabo las nobles intenciones expresadas por Alfred Nobel en su testamento durante este fructífero período para las ciencias físicas. El gran descubrimiento al que la Academia de las Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Física de 1903 marca una etapa en esta brillante expansión, mientras que está al mismo tiempo conectado directamente con el descubrimiento que recibió el primer Premio Nobel de Física.
Tras el descubrimiento de los rayos Röntgen, se planteó la cuestión de si no podrían producirse también en otras condiciones diferentes de aquellas en las que se habían observado por primera vez. Durante el transcurso de los experimentos en este campo, el Profesor Henri Becquerel logró resultados que no sólo respondían a esa pregunta, sino que llevaron a un nuevo descubrimiento de primer orden.
Cuando se descarga electricidad a través de un tubo lleno de un gas enrarecido, se produce el fenómeno de la radiación dentro del tubo. Esto se ha denominado radiación catódica, la cual, cuando se encuentra con un objeto en su camino, produce los rayos descritos por Röntgen. Sucede a menudo que estos rayos catódicos producen efectos luminosos, denominados fluorescencia y fosforescencia, en los objetos contra los que chocan. Ésta es la circunstancia que inspiró los experimentos de Becquerel.
Éste se preguntó si los cuerpos de los que emanan rayos fosforescentes, tras haber sido expuestos durante más o menos tiempo a la acción de luz ordinaria, no emitirían también rayos Röntgen. Para resolver el problema, Becquerel utilizó la propiedad bien conocida de los rayos Röntgen de afectar a las placas fotográficas. Tras envolver una placa con papel de aluminio, situó sobre ella láminas de vidrio entre las que puso los materiales fosforescentes que estudiaba, pensando que, si la placa fotográfica se veía afectada a través del papel de aluminio, esto sólo podría ser causado por rayos que, como los de Röntgen, podían atravesar metales.
Llevando su experimento más allá, Becquerel descubrió que la placa fotográfica mostraba imágenes al exponerla a ciertas sustancias, en particular, de todas las sales del uranio. Demostró, por lo tanto, que estas sustancias emiten rayos de una naturaleza especial, distintos de la luz ordinaria. Los experimentos continuaron, y descubrió un hecho aún más extraordinario: que esta radiación no está relacionada directamente con el fenómeno de la fosforescencia, que los materiales fosforescentes pero también otros que no lo son pueden producir esta radiación, que la luz ordinaria no es necesaria para que se produzca el fenómeno y, finalmente, que la radiación en cuestión continúa en el tiempo con una fuerza constante a todas las apariencias, sin que pueda trazarse su origen hasta ninguna fuente conocida de energía.
Así es como Becquerel descubrió la radioactividad espontánea y los rayos que llevan su nombre. Este descubrimiento mostró una nueva propiedad de la materia y una nueva forma de energía, esta última de origen misterioso. No hace falta decir que un descubrimiento como éste despertaría necesariamente el más intenso interés en la comunidad científica, y daría origen a gran cantidad de nuevas investigaciones que tratarían de estudiar concienzudamente la naturaleza de los rayos de Becquerel y de determinar su origen. Es en este momento cuando M. y Mme. Curie comenzaron el estudio más cuidadoso y sistemático de este asunto, examinando casi todas las sustancias simples y un gran número de minerales para determinar si había otras sustancias con las propiedades extraordinarias del uranio. El primer descubrimiento en este campo se realizó casi al mismo tiempo por el alemán Schmidt y por Mme. Curie, ya que ambos descubrieron que el torio posee propiedades radioactivas en una magnitud parecida a la del uranio.
Durante sus investigaciones, los científicos han hecho uso de una propiedad de los rayos de Becquerel, que pueden convertir en conductores de la electricidad a cuerpos que no lo son en circunstancias normales. Como resultado, si rayos de este tipo inciden sobre un electroscopio cargado eléctricamente, éste se descarga más o menos rápido, de acuerdo con la mayor o menor actividad de estos rayos que convierten al aire que rodea el electroscopio en conductor. El electroscopio ha desempeñado por tanto, hasta cierto punto, el mismo papel respecto a las sustancias radioactivas que el espectroscopio en la búsqueda de nuevos elementos.
M. y Mme. Curie ((Fíjate cómo, aunque Pierre no había tomado parte hasta ese momento en la investigación de su mujer, era inconcebible para la época que una mujer sola pudiera llevar a cabo este tipo de cosas, así que lo incluían desde el principio)), tras encontrar con ayuda del espectroscopio que las propiedades radioactivas de la pechblenda eran más acentuadas que las del propio uranio, llegaron a la conclusión de que la pechblenda debía contener una o más sustancias radioactivas. Descomponiendo la pechblenda en sus componentes químicos y examinando, de nuevo con ayuda del electroscopio, la radioactividad de los productos que se obtenían, consiguieron finalmente, a través de una serie de disoluciones y precipitados, aislar los materiales que se distinguían por su radioactividad de una intensidad notable. Puede dar una idea de lo prodigioso del trabajo necesario para producir estos resultados el hecho de que, para obtener unos pocos decigramos de una de estas sustancias activas, hacen falta 1000 kg de materia bruta. De estas sustancias, el polonio fue descubierto por M y Mme. Curie, el radio también fue descubierto por ellos en colaboración con Bémont, y el actinio por Debierne. De todos estos materiales, el radio al menos es una sustancia simple ((Es decir, un elemento químico – luego se comprobaría que los otros también lo eran.))
Becquerel ya había mostrado, mediante el estudio de la radiación del uranio, algunas de las propiedades más importantes de estos rayos. Sin embargo, fue gracias al descubrimiento de estas sustancias altamente radioactivas que hemos mencionado que fue posible llevar a cabo una investigación más exhaustiva de los rayos de Becquerel y, en ciertos aspectos, corregir algunos datos sobre ellos. Entre los científicos más destacados en esta investigación está de nuevo Becquerel y también lo están M. y Mme. Curie.
La radiación de Becquerel se parece a la luz en algunos aspectos. Su propagación es rectilínea. Como la luz de ciertas longitudes de onda, tiene una capacidad de acción fotoquímica muy grande, causa fosforescencia, etc. Sin embargo, se diferencia de la luz en algunos aspectos esenciales, por ejemplo por su propiedad de atravesar metales y otros objetos opacos, por la intensidad con la que descarga cuerpos cargados de electricidad, y finalmente por la ausencia de los fenómenos de reflexión, interferencia y refracción, característicos de la luz. En esto, los rayos de Becquerel son muy parecidos a los rayos de Röntgen y a los rayos catódicos. Se ha observado, en cualquier caso, que la radiación de Becquerel no es homogénea, sino que está compuesta de distintos tipos de rayos, algunos de los cuales, como los de Röntgen, no se ven desviados por fuerzas eléctricas ni magnéticas, mientras que otros, como los rayos catódicos o los rayos de Goldstein ((Hoy en día los solemos llamar rayos canales, formados por iones de carga positiva)), sí se desvían. Como los rayos de Röntgen, los rayos de Becquerel tienen un intenso efecto fisiológico; por ejemplo, atacan a la piel, afectan al ojo, etc.
Finalmente, algunas de las sustancias radioactivas tienen una propiedad especial que no tiene relación directa con su intensidad. Este efecto consiste en convertir temporalmente en radioactivos todos los cuerpos a su alrededor, produciendo una emanación radioactiva que comunica la propiedad de la radioactividad a lo que las rodea.
Es por lo tanto indudable que los rayos de Becquerel tienen una relación directa con los rayos de Röntgen y los rayos catódicos. La teoría moderna de los electrones, que explica esta última forma de radiación, se ha empleado con gran éxito para explicar los rayos de Becquerel ((Parte de ellos, claro: la radiación beta.))
Podríamos terminar aquí nuestra narración de los descubrimientos de Becquerel y los Curie en este punto, ya que lo que hemos cubierto es el resultado principal de la investigación que realizaron durante la primera parte de 1903 ((Probablemente se refiere a “hasta la primera parte” ya que, como hemos visto, empezaron en 1896.)) y, por tanto, lo que es relevante para decidir el Premio Nobel de 1903. No nos cabe duda de que los descubrimientos que hemos descrito son lo suficientemente importantes para merecer este premio. Estos descubrimientos nos han mostrado que hay formas especiales de radiación que sólo se conocían antes como la consecuencia de descargas eléctricas en gases enrarecidos, y que se trata de radiaciones naturales. Hemos conocido una propiedad nueva de la materia, la capacidad de emitir, al parecer de forma espontánea, estos maravillosos rayos. Hemos desarrollado nuevos métodos, infinitamente superiores en sutileza a cualquiera de los que teníamos en este campo, para examinar en ciertas condiciones la existencia de la materia en la naturaleza. Finalmente, hemos descubierto una nueva forma de energía, para la que aún hace falta obtener una explicación completa. Sin duda, estos descubrimientos darán lugar a nuevas investigaciones de la mayor importancia en Física y en Química.
Los descubrimientos de Becquerel y los Curie son los heraldos de una nueva era en la historia de las ciencias físicas. Sólo podemos mencionar brevemente los magníficos experimentos realizados el año pasado por Curie en este campo, descubriendo en el radio una producción espontánea de calor en gran cantidad, junto con los descubrimientos de Rutherford y Ramsay sobre la liberación de helio por parte del radio, descubrimientos que no pueden sino ser de gran importancia tanto para el físico como para el químico. La promesa de futuro del descubrimiento de Becquerel parece cerca de su cumplimiento.
Los descubrimientos y las investigaciones de Becquerel y de M. y Mme. Curie están íntimamente relacionados entre sí; los dos últimos han sido, por supuesto, compañeros de trabajo. La Real Academia de las Suecas no ha considerado justo hacer distinciones entre estos eminentes científicos a la hora de recompensar el descubrimiento de la radioactividad espontánea con un Premio Nobel. La Academia ha considerado como lo más equitativo otorgar el Premio Nobel de Física de 1903 de forma conjunta, la mitad de él al Profesor Henri Becquerel por el descubrimiento de la radioactividad espontánea, y la otra mitad al Profesor y a Madame Curie por el gran mérito de que han hecho gala en su trabajo con los rayos descubiertos originalmente por Henri Becquerel.
Profesor Becquerel ((Recuerda que los Curie no estaban allí escuchando este discurso, con lo que malamente podía el Presidente dirigirse a ellos.)). El brillante descubrimiento de la radioactividad nos muestra el conocimiento triunfante del ser humano, explorando la Naturaleza con rayos de genio sin desviar que atraviesan la inmensidad del espacio. Su victoria sirve de refutación al antiguo dicho, “Ignoramus - ignorabimus” ((Pesimista expresión sobre el conocimiento científico puesta de moda a finales del XIX por Emil du Bois-Reymond.)), “No conocemos y nunca conoceremos”. Nos trae la esperanza de que el trabajo científico tendrá exito y conquistará nuevos territorios, y ésta es la esperanza fundamental de la humanidad.
El gran éxito del Profesor y Madame Curie es la mejor ilustración del antiguo proverbio, “Coniuncta valent”, “La unión hace la fuerza”. Nos hace observar la palabra de Dios con una nueva luz: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” ((Espero que te rías ante la enorme ironía de esta cita, teniendo en cuenta los papeles respectivos de Maria y Pierre en todo el asunto)).
Y esto no es todo. Esta pareja de sabios representan un equipo de distintas nacionalidades, un buen augurio de la unión de la humanidad para el desarrollo de la ciencia.
Con sincera tristeza por la ausencia de estos dos ganadores del Premio, que no han podido asistir por otros compromisos, tenemos la fortuna de tener en su lugar al distinguido Ministro, M. Marchand, que representa a Francia y que ha aceptado gentilmente recibir el premio otorgado a sus compatriotas.
En la segunda parte del artículo hablaremos más en detalle, y desde la Física moderna, de la desintegración espontánea de algunos elementos, y de los tres tipos de misteriosos rayos de Becquerel.
Para saber más (en castellano / inglés cuando proceda):