En la última entrega de la serie sobre los Premios Nobel nos dedicamos a desgranar el de Física de 1903, otorgado a los dos Curie y a Henri Becquerel. Como siempre, hoy toca la contrapartida del mismo año, pero en este caso nos zambulliremos en el Premio Nobel de Química, otorgado al sueco Svante August Arrhenius, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento a los servicios extraordinarios que ha proporcionado al avance de la Química por su teoría electrolítica de disociación.
Como ha sucedido antes en la serie, este premio está relacionado con otro anterior, el de van ‘t Hoff en 1901, aunque de una manera un tanto peculiar: el descubrimiento de Arrhenius fue anterior a los de van ‘t Hoff pero, como ves, el premio fue posterior. La razón es, en parte, el carácter a veces mezquino de los seres humanos. De hecho, aunque sea lamentable, esta entrada mostrará la cara más ruin de algunos científicos (incluido el propio Arrhenius); como diría Asimov, “¡ay, todos humanos!”
En el caso de este Premio, no desdoblaremos el artículo en dos, ya que la longitud no es excesiva y así ganamos una semana respecto al resto de series, con lo que entrelazaremos los aspectos históricos con mis pobres explicaciones sobre la Química involucrada. A cambio de este artículo ligerito, por otro lado, preparad vuestras frágiles mentes para un artículo de Cuántica sin fórmulas que es un ladrillo de cemento dentro de un par de semanas, no por difícil sino por largo, denso y farragoso.
Nota: Como sabéis los tamiceros añejos, soy físico, no químico, de modo que corregidme sin piedad los que sabéis más que yo cuando meta la pata en algo.
Casi desde su nacimiento en 1859 fue evidente que Svante Arrhenius no era un niño normal. A los tres años, tras estudiar los libros de cuentas de su padre –y tras aprender a leer, claro–, ya mostró una capacidad matemática fuera de lo común. ¡A los tres años! Tras un paso breve y brillante por el colegio, en la Universidad de Uppsala continuó su aprendizaje rápido y ávido de las ciencias en general, y la Física en particular.
Sin embargo, algo sucedió en Uppsala que determinaría probablemente algunos de los sucesos más importantes del resto de la vida de Arrhenius. Eso sí, un aviso: trataré de diferenciar claramente hechos de mis propias especulaciones, porque no quiero dar por sentado cosas de las que no tenemos pruebas, especialmente tras tanto tiempo. El caso es que la máxima autoridad en Física de la Universidad de Uppsala era Per Teodor Cleve, un químico y geólogo. ¿Por qué no un físico? No lo sé, pero parece ser que, como consecuencia, la instrucción en las ciencias físicas dejaba bastante que desear en Uppsala. Tal vez otros alumnos menos brillantes o ambiciosos se hubieran conformado, pero Arrhenius no: en 1881 decidió ampliar conocimientos en Estocolmo, cuyo Instituto de Física –perteneciente a la Real Academia Sueca de las Ciencias, la misma del futuro Premio Nobel– sí tenía un merecido prestigio.
No sé cuál fue el modo en el que Arrhenius hizo este peregrinaje a Estocolmo, pese a que su título seguiría estando otorgado por la Universidad de Uppsala. Tampoco sé qué sabía Per Teodor Cleve y qué no sabía, pero no se me ocurre cómo podemos tener hoy, ciento cincuenta años después, constancia del bajo nivel en Física de Uppsala, y de la razón de Arrhenius para abandonar esa Universidad para estudiar Física en Estocolmo (algo constatado en sus biografías)… y que Cleve no supiera nada. Mi sospecha es, por tanto, que Cleve supo que Arrhenius se iba porque el químico no podía enseñarle lo suficiente. Mi segunda sospecha –por los hechos posteriores– es que Cleve se lo tomó como algo personal, y no se lo perdonó a Arrhenius. Pero, como digo, se trata de especulaciones, así que cógelas con pinzas.
En cualquier caso, en Estocolmo Svante estudió bajo el físico Erik Edlund. Le interesaba especialmente la electricidad, y pronto la aplicó al estudio de la Química; como en otros casos de la segunda mitad del siglo XIX –por ejemplo, van ‘t Hoff–, mezclando Física y Química de un modo que nadie había hecho antes. Presentó su tesis doctoral, Recherches sur la conductibilité galvanique des électrolytes (Investigaciones sobre la conductividad galvánica de los electrolitos),en 1884. Pero claro, la tesis no podía ser presentada en Estocolmo: la Universidad a la que pertenecía Arrhenius seguía siendo Uppsala y debía ser presentada allí. No sólo eso: el campo de trabajo de la tesis de Arrhenius era la química física, es decir, la explicación de fenómenos químicos mediante propiedades físicas a nivel microscópico. De modo que ¿puedes adivinar quién era uno de los catedráticos del tribunal que debía valorar la tesis del sueco? Pues claro: Per Teodor Cleve (a la derecha).
El resultado fue desolador: Svante Arrhenius obtuvo su doctorado, pero con una calificación de cuarta clase. Es posible que Cleve fuera sincero en su juicio de la tesis de su ex-alumno; sin embargo, la tesis de Arrhenius no sólo merecía una mejor puntuación: ¡sería la base de su Premio Nobel dos décadas después! Es posible que, aferrado a concepciones antiguas, no fuera capaz de ver la revolución en la Química que representaban las ideas de Arrhenius. Ya vimos cómo, en el caso de van ‘t Hoff, las nuevas ideas de química física fueron atacadas ferozmente por la vieja guardia. Mi sospecha sigue siendo, sin embargo, que el juicio de Cleve fue nublado por la hostilidad hacia quien había puesto de manifiesto sus propias deficiencias, pero tal vez estoy buscándole tres pies al gato. Por cierto, si te da pena el carácter de Arrhenius en este caso, espera a ver lo que hizo él mismo posteriormente.
Las ideas del sueco no eran totalmente nuevas: otro sueco, Jöns Jacob Berzelius, había propuesto una relación entre la electricidad y las propiedades químicas de las sustancias que tuvo gran aceptación en la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, la teoría de Berzelius era cualitativa e incompleta, y no explicaba muchos experimentos, por lo que había perdido prestigio. La diferencia en el caso de Arrhenius es que éste no sólo tenía la intuición de Berzelius: Arrhenius era un genio matemático de primer orden, y su tesis doctoral sobre los electrolitos tenía un análisis cuantitativo, magnitudes y fórmulas detalladas que explicaban los experimentos con una precisión muchísimo mayor que la de Berzelius.
Sin embargo, el rechazo de las ideas de Berzelius había llevado a la Química a algunos callejones sin salida. Ya vimos, al hablar de la presión osmótica de van ‘t Hoff, que algunas cosas inexplicables hasta ese genio tenían explicación considerando las sustancias disueltas como si fueran moléculas individuales de un gas. Sin embargo, incluso teniendo en cuenta los conceptos introducidos por van ‘t Hoff, había cosas que no encajaban. Cuando se disolvían algunas sustancias en agua, todo funcionaba a la perfección… pero con otras no era así. Es como si el número de moléculas disueltas en el fuera mayor que el número real de moléculas. Pero nadie dudaba de la conservación de la masa, luego ¿de dónde diablos salían las moléculas “extra”?
Desde luego, nadie suponía que si cogías una cantidad de moléculas de sal común y luego disolvías la sal en agua, de repente iban a aparecer moléculas nuevas de NaCl, pero hacía falta determinar qué estaba sucediendo realmente en la disolución. Para resolver el enigma hacía falta darse cuenta, además, de que el comportamiento eléctrico del agua cambiaba cuando la sal estaba disuelta en ella: el agua destilada no conduce bien la corriente eléctrica, mientras que el agua con sal disuelta sí. Ambos hechos (la aparente aparición de “moléculas extra” y la conducción de la corriente eléctrica) estaban relacionados, pero hacía falta un genio de la talla de Arrhenius para percibirlo y, además, demostrarlo numéricamente más allá de toda duda, puesto que la oposición a la naciente Química física era feroz.
Básicamente, Arrhenius postuló que muchas sustancias, al disolverse en agua, se disocian. La molécula de agua tiene un carácter polar, es decir, aun siendo neutra, uno de sus extremos está cargado positivamente y el opuesto negativamente (algo que hemos mencionado recientemente al hablar del jabón). Puesto que a muchas sustancias, como la sal común (cloruro de sodio, NaCl) les sucede lo mismo, al disolverlas en agua, la molécula de sal se disocia en los dos iones que la componen, Na+ y Cl-. Como consecuencia, aunque el agua pura no conduce la electricidad ni tampoco lo hace la sal pura, al disolver sal en agua se obtiene un medio conductor de la corriente eléctrica, porque contiene múltiples cargas móviles (los iones Na+ y Cl-). Y esta disolución de sal en agua, con propiedades nuevas debido a la carga eléctrica de los iones disueltos, es lo que se denomina un electrolito. Existen muchísimos otros electrolitos, ya que multitud de sustancias se disocian en iones en determinadas circunstancias, pero el ejemplo de la sal común en agua es un clásico.
Además, como he dicho antes, Arrhenius proporcionó a su disertación un aparato matemático muy sólido. Describió cómo no todas las moléculas de cualquier sustancia polar se disociaban, sino sólo algunas. La proporción que lo hacía dependía del tipo de sustancia, de la temperatura, de la concentración…, y el comportamiento eléctrico de la disolución resultante dependía a su vez de este grado de disociación de las moléculas. Según Arrhenius, muchos experimentos sin explicación hasta el momento eran perfectamente razonables si se consideraba que, en una disolución, las reacciones químicas no eran molécula-molécula sino, en muchos casos, ión-ión, debido a la disociación de las moléculas.
Esto significaba, por ejemplo, que cuando se realizaban cálculos que implicaban la concentración de la sal en agua, las cosas no encajaban si se consideraba que el número de elementos disueltos en agua era igual al número de moléculas de NaCl, pero sí cuando se multiplicaba ese número por dos (más o menos, ya que no todas las moléculas estaban disociadas): la razón era que cada molécula, al disociarse, se convertía en dos cosas diferentes, con lo que el número de objetos ajenos al agua disueltos en ella se había duplicado. ¡No había “moléculas extra”! La cuestión era que, al disociarse, cada uno de los iones se comportaba, de acuerdo con la teoría de van ‘t Hoff, de manera análoga a la de una molécula gaseosa, con lo que el número efectivo de estas “moléculas gaseosas” aumentaba aunque no lo hiciera el número de moléculas reales.
Es algo así como si tienes un número de cerezas esparcidas aleatoriamente por el suelo de una habitación e intentas caminar por ella sin aplastar ninguna cereza y manchar el suelo. Si cada cereza se parte en dos y los trozos se reparten a su vez aleatoriamente por el suelo… será mucho más difícil que atravieses la habitación sin manchar el suelo, pero no porque haya más cerezas, sino porque hay más “trozos de cereza” que pisar.
Una vez más, la explicación del comportamiento macroscópico de las cosas a partir de propiedades microscópicas, y la relación inevitable entre la Física y la Química. Con Arrhenius no sólo avanza la química física, sino que la electroquímica alcanza su madurez. Se trataba realmente de una tesis de ésas que cambian el paradigma de la ciencia de su tiempo… y obtuvo una calificación “de cuarto grado”. En fin.
Pero Arrhenius no se dio por vencido: envió su texto a otros científicos europeos que estaban desarrollando esta nueva química física, como el buen van ‘t Hoff –viejo conocido de la serie–, Rudolf Clausius y Wilhelm Ostwald (dos de los tres recibirían el Premio Nobel, lo mismo que Arrhenius). Los tres quedaron impresionados por la solidez del trabajo del sueco. Tanto es así que Ostwald viajó a Uppsala ese mismo año de 1884 para conocer al autor de tan revolucionaria tesis e intentar convencerlo de que se fuera a Riga con él para unirse a su equipo (algo que imagino debe de haber dejado patidifusos a algunos miembros del tribunal que juzgó su tesis).
El caso es que, tras la atención recibida por parte de estos tres científicos, y la recomendación del catedrático de Química Otto Petterson, de la Stockholms Högskola (hoy en día la Universidad de Estocolmo), el mismo año en el que había recibido su decepcionante nota de cuarta categoría, Svante Arrhenius se convertiría en profesor de Química física en la Universidad de Uppsala –un departamento inexistente hasta entonces, por cierto–.
Sin embargo, las ideas de Arrhenius seguían sin ser aceptadas por la “vieja guardia” de la Química de la época. De modo que, en los años siguientes, el sueco viajó de un lugar a otro, formándose y trabajando con los científicos más ilustres (Boltzmann, Ostwald, Kohlrausch, van ‘t Hoff…). Arrhenius perfeccionó sus ideas, explicó multitud de experimentos con ellas y validó las teorías de los otros mientras que, al mismo tiempo, inspiraba en ellos nuevos descubrimientos. Este pequeño grupo de químicos y físicos de la última parte del XIX era como un grupo de abejas y flores, polinizando y siendo polinizados a su vez constantemente – con ideas y experimentos, claro está. El caso es que, sin Arrhenius, las ideas de van ‘t Hoff probablemente no hubieran sido aceptadas finalmente y el holandés se hubiera quedado sin su Nobel… ¡y al revés!
Afortunadamente para Arrhenius, una vez reconocido su genio por varios de los científicos de su campo más vanguardistas de la época, su carrera profesional siguió un ascenso imparable: en 1891 enseñaba ya en la Stockholms Högskola, en 1895 era catedrático de Física allí, y en 1896 se convirtió en rector. No sólo eso: fue una de las figuras principales involucradas en el establecimiento de los Premios Nobel y los Institutos Nobel. Fue admitido en la Real Academia Sueca de las Ciencias en 1901, y formó parte del Comité de Física (que decide a quién se otorgan los Premios de Física) y, extraoficialmente, miembro del Comité de Química, hasta su muerte. Posteriormente sería incluso admitido en la Royal Society británica, y su fama sería pronto mundial.
En esta época de éxitos, Arrhenius reveló también sus limitaciones. Me parece evidente que van ‘t Hoff merecía sin duda el Premio Nobel de Química del que ya hablamos en su momento, pero también es cierto que Arrhenius, desde su posición de poder en los Comités del Nobel, presionó para que su amigo recibiera el galardón. Dentro de unos meses hablaremos de otro Premio Nobel de Química, el de Ostwald, en el que también pesó la relación personal con Arrhenius. Más decepcionantes –al menos, para mí– fueron las presiones de Arrhenius para que algunos de sus rivales no recibieran el Nobel, como sucedió con Paul Ehrlich o Walther Hermann Nernst. Estos dos científicos, por cierto, sí recibieron el galardón a pesar de las presiones del sueco, algo que honra a la Fundación Nobel.
Es irónico y amargo el hecho de que, en su juventud, Arrhenius probablemente sufrió a causa de su relación con alguien que tenía poder sobre él (Cleve), y su reacción cuando las cosas cambiaron y fue él quien se encontró en el poder fue… hacer exactamente lo mismo, y dejar que sus preferencias personales y emociones guiaran sus decisiones. En fin.
En cualquier caso, juicios personales aparte, la inteligencia y la audacia de Arrhenius eran extraordinarias. Dejo, como siempre, el discurso completo del Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, H.R. Törnebladh, pronunciado el 10 de diciembre de 1903. En este caso no puedo ofrecer el discurso del propio Arrhenius, porque sólo lo he encontrado en sueco. Si alguien que sepa sueco puede traducirlo, lo incluyo aquí.
Su Majestad, sus Altezas Reales, Damas y Caballeros.
Durante el primer año del siglo pasado, Volta construyó la primera pila eléctrica. Estudiando la acción química de la corriente así obtenida, Davy en Gran Bretaña y Berzelius y Hisinger en Suecia llegarón a la conclusión de que la relación entre fenómenos eléctricos y químicos era de causa y efecto. Sobre la base de esta idea, Berzelius estableció su conocida teoría electroquímica, que tuvo la supremacía hasta la mitad del siglo; sin embargo, los nuevos descubrimientos demostraron que esta teoría no se sostenía al examinarla con cuidado, y los fenómenos químicos dejaron de ser explicados a partir de la electricidad. Se aceptó la idea de que los cambios químicos de la materia se debían a una cierta afinidad, aunque el origen de esta afinidad era completamente desconocido. Llegó entonces el auge de la termoquímica, cuando se pensaba que la explicación de la transformación de la energía química durante las reacciones químicas se econtraba en los fenómenos térmodinámicos presentes en los procesos químicos.
Alrededor de 1880, Svante Arrhenius –que estaba estudiando por entonces su doctorado en ciencias– llegó, como resultado de sus investigaciones sobre el movimiento de la corriente eléctrica a través de disoluciones, a una nueva explicación de las causas de los fenómenos químicos; es decir, los atribuyó a cambios eléctricos contenidos en los constituyentes de los reactivos. La electricidad era por tanto un factor decisivo en la teoría química, en otras palabras, la noción básica de la teoría de Berzelius había vuelto de nuevo a la palestra, aunque en una forma diferente.
En la época de Berzelius, esta idea tenía una base puramente cualitativa, mientras que la teoría de Arrhenius la determinó cuantitativamente, permitiendo así que fuera tratada de forma matemática. En su tesis doctoral de hace veinte años, Arrhenius había deducido de este principio todas las leyes que gobiernan los cambios químicos, pero a pesar de ello, su teoría no fue entendida. Suponía un conflicto tan grande con las ideas de la época que implicaba la falsedad de éstas. De acuerdo con esta teoría, por ejemplo, la sal común –cloruro de sodio–, cuando se disuelve en agua, se rompe hasta cierto punto; en otras palabras, se disocia en sus partes constituyentes, que son diametralmente opuestas pero cargadas eléctricamente, es decir, en iones de cloro y sodio, las únicas sustancias químicamente activas en una disolución de sal común. La teoría también sostenía que, cuando un ácido y una base reaccionan uno con el otro, el agua es el producto principal, y la sal el secundario, y no al revés, como se pensaba hasta entonces. Era imposible que ideas tan opuestas a las más comunes en aquella época fueran aceptadas inmediatamente. Hizo falta una lucha de más de diez años y un número enorme de experimentos nuevos para que todo el mundo aceptase la nueva teoría. Durante esta larga batalla sobre la teoría de disociación de Arrhenius, se realizaron tremendos avances en la Química, y se descubrieron conexiones aún más íntimas entre la Química y la Física – para gran beneficio de ambas ciencias.
Una de las consecuencias más importantes de la teoría de Arrhenius fue el hecho de completar las grandes generalizaciones por las que el primer Premio Nobel de Química fue otorgado a van ‘t Hoff. Sin el apoyo de la teoría de Arrhenius, la de van ‘t Hoff nunca hubiera logrado un reconocimiento general. Los nombres de Arrhenius y van ‘t Hoff pasarán a la historia de la Química como heraldos de una nueva era de esta ciencia, y es por esta razón que la Academia, a pesar de que la base experimental de la teoría de la disociación pertenece a la Física, no ha dudado en otorgar el Premio Nobel de Química a Arrhenius.
La Academia de las Ciencias se considera afortunada al poder otograr el Premio Nobel de Química de este año al compatriota de Berzelius que rehabilitó la idea fundamental de su teoría, y nuestra tarea se hace aún más agradable por el hecho de que esta elección es apoyada por las autoridades científicas más destacadas de nuestros días.
Doctor ((Si te fijas, casi al final el Presidente siempre se dirige directamente al premiado)). El mundo de la Ciencia ya reconoce la importancia y el valor de su teoría, pero su lustre continuará aumentando en el futuro, según usted mismo y otros lo utilizan para avanzar la ciencia de la Química. Las investigaciones en Física han contribuido a su descubrimiento, y este hecho lanza una nueva luz sobre la relación –más percibida que demostrada– entre las diferentes Ciencias Naturales, cuyo objetivo común es resolver los enigmas de la vida.
El éxito nos espolea a nuevos empeños – un hecho comprendido por el generoso Mecenas, cuyo nombre está ahora unido al suyo propio. Espero que su futuro trabajo produzca el más abundante fruto y que, cuando otros campeones del espíritu y el aprendizaje avancen por el camino que usted ha iluminado, su nombre sea recordado con las orgullosas palabras: Ille fecit ((De “Hoc ille fecit”, “él lo hizo”)).
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Física de 1904.
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