Como sabéis los tamiceros añejos, en la longeva serie Conoce tus elementos recorremos la tabla periódica, con paso lento pero seguro, fijándonos en un elemento químico cada vez; tratamos en cada artículo de dar una idea general sobre las propiedades, origen, historia y aplicaciones del elemento, siempre de la forma más amena posible. En el último artículo de la serie estudiamos el elemento de número atómico 21, es decir, el escandio, en un artículo no demasiado brillante ni extenso, en parte dadas las características de ese metal. Hoy nos dedicaremos a un elemento mucho más conocido, un metal abundante, interesante y mágico: el titanio.
Naturalmente, puesto que el escandio era el elemento de veintiún protones y seguimos precisamente ese orden al recorrer la tabla periódica, el titanio es el elemento de veintidós protones y, cuando no está ionizado, veintidós electrones. Aunque puede conseguir ser estable de distintas maneras, en la mayoría de las ocasiones alcanza la estabilidad librándose de tres o –más frecuentemente– cuatro electrones. Se trata, como en el caso del escandio, de un metal de transición, de la “zona media” de la tabla, entre los elementos muy metálicos y los que no lo son.
Al contrario que el escandio, sin embargo, el titanio es muy abundante en la Tierra. Como siempre, te pido paciencia, pero como verás en un momento, no sólo está dentro de ti, sino que probablemente lo has tenido en la boca esta mañana, aunque luego lo hayas escupido, y seguramente te embadurnas con él en verano. El titanio está por todas partes, aunque a veces no sea fácil reconocerlo.
No en vano es el noveno elemento más abundante en la corteza terrestre: supone alrededor del 0,63% de su masa, es decir, una auténtica barbaridad. Sin embargo, al contrario que otros metales menos comunes que él, no se encuentra en la naturaleza en forma pura, sino como parte de muchas rocas, en distintas proporciones. De ahí que, a pesar de estar caminando sobre él todo el tiempo, no fuera un metal conocido por la humanidad hasta hace relativamente poco. Y es una lástima porque, como digo, es un metal mágico, casi divino.
Por suerte para nosotros y desgracia para él, el primero en encontrarlo no recibió el reconocimiento debido hasta demasiado tarde, o no llamaríamos a este bello metal titanio. Este desafortunado descubridor fue el clérigo inglés William Gregor, que además de sacerdote era mineralogista aficionado. Cuando Gregor fue destinado a la rectoría de Creed, en Cornwall, se dedicó a catalogar y estudiar distintas rocas de la zona, analizando sus propiedades físicas y químicas con gran minuciosidad.
Ilmenita, FeTiO3 (Sebastian Socha, Creative Commons Attribution Sharealike 3.0 License).
Gregor calcinó, descompuso e hizo reaccionar casi cualquier mineral que caía en sus manos, y uno de ellos era particularmente interesante; se trataba de la ilmenita, que llegó a Gregor en forma de arena negruzca en un arroyo del valle de Manaccan en 1791. En ella, Gregor detectó óxido de hierro, algo nada sorprendente… y, al calcinarla, un residuo extraño: un polvo de una blancura deslumbrante, que el científico identificó correctamente como un óxido de algún metal, pero se vio completamente incapaz de identificar de qué metal se trataba, ya que no coincidía con las propiedades de ningún óxido metálico conocido (luego verás una foto de ese blanquísimo óxido).
Inmediatamente, el inglés se percató de la posible importancia de su descubrimiento y se lo comunicó a la Real Sociedad Geológica de Cornwall. Sin embargo, no sé bien por qué, el descubrimiento no tuvo demasiada repercusión… afortunadamente, creo yo, ya que Gregor había llamado al posible nuevo elemento manaccanita que, no me negarás, es bastante menos chulo que titanio.
Agujas de rutilo dentro de un cristal de cuarzo (imagen de dominio público).
El nombre fetén se lo debemos al químico alemán Martin Heinrich Klaproth, quien “redescubrió” el elemento en 1795, ignorante del descubrimiento anterior de Gregor. Klaproth detectó un nuevo metal en rutilo procedente de Hungría, y le dio el nombre de titanio en honor a los titanes de la mitología griega, no sé bien por qué, aunque el nombre es muy apropiado dadas las maravillosas características que resultó tener el nuevo elemento.
Cuando Klaproth se enteró del descubrimiento previo de Gregor, consiguió una muestra del óxido blanco que había encontrado el inglés y, efectivamente, detectó en él el mismo metal que había descubierto el alemán en el rutilo. Quedó claro pues, unos años más tarde de su descubrimiento “real”, que el nuevo elemento había sido realmente detectado por Gregor en primera instancia… pero el nombre de titanio se mantuvo.
Sin embargo, el titanio permaneció durante más de un siglo como una simple curiosidad de laboratorio. ¿Por qué? Es dificilísimo obtenerlo en una forma más o menos pura y en gran cantidad, de modo que ni siquiera se conocían sus características con mucha precisión. El primero en desarrollar un proceso que pudiera obtener titanio metálico de gran pureza fue el neozelandés Matthew Albert Hunter en 1910.
El proceso desarrollado por Hunter consistía, en primer lugar, en obtener tetracloruro de titanio (TiCl4) haciendo reaccionar rutilo con cloro y carbón de coque a altas temperaturas. En segundo lugar, el TiCl4 se combinaba con sodio, una vez más a grandes temperaturas, de modo que el sodio “robaba” el cloro al titanio, formando cloruro de sodio (NaCl) y dejando libre al titanio metálico. Hunter fue capaz así de obtener titanio metálico con una pureza del 99,9%.
Y, si realizases el proceso desarrollado por Hunter, lo que tendrías al final sería algo imposible de ver en la naturaleza; algo tan bello como esto:
Foto de RTC, publicada bajo licencia Creative Commons Attribution Sharealike 3.0 License.
Como puedes ver, se trata de un metal de color plateado, que parece no tener demasiado de especial. Sin embargo, sus propiedades resultaron ser bastante extraordinarias. En primer lugar, el titanio mantiene ese aspecto durante mucho tiempo, ya que a temperatura ambiente apenas se oxida con el aire. A diferencia de otros metales de apariencia similar, como la plata, los años apenas lo afectan, y al igual que el oro presenta una extraordinaria resistencia a la corrosión. De hecho, sólo el platino es más resistente a los ácidos, excepto que el platino es mucho más escaso, caro y pesado que el titanio.
Porque ahí estaba la otra propiedad divina del titanio: además de resistir los ataques químicos con tenacidad, era de una ligereza extraordinaria. El titanio puro tiene una resistencia similar a la de muchos aceros, pero es la mitad de denso. ¿Un metal extremadamente ligero, resistente e inmune a la corrosión? Sí, se trata en verdad de un metal casi mitológico.
El problema es que, a pesar de que el proceso de Hunter permitió obtenerlo a escala industrial, y a pesar de lo abundante que es en muchas rocas, se trata de un proceso muy caro. Unas décadas después, en 1940, el luxemburgués Guillaume Justin Kroll inventó un nuevo proceso de obtención, el que aún usamos hoy en día, más eficaz que el de Hunter, aunque todavía bastante costoso.
Kroll empezaba igual que Hunter, obteniendo TiCl4, pero luego utilizaba magnesio en vez de sodio para separar el titanio del cloro, lo que proporcionaba mayor pureza al titanio resultante. Sin embargo, sigue siendo un proceso tecnológicamente complejo y bastante caro (no ayuda el hecho de que, en el caso de Kroll, hace falta magnesio metálico que es bastante caro en sí para luego obtener el titanio).
El titanio tiene, además de sus propiedades utilísimas, algunas simplemente curiosas. Por ejemplo, como he dicho antes, a temperatura ambiente apenas reacciona con el oxígeno del aire, a diferencia de muchos otros metales. Incluso si la temperatura sube hasta cierto punto, sólo la superficie del metal se oxida, formando una pátina muy fina que protege al interior de la oxidación. Pero a unos 1200 °C (e incluso a menor temperatura si la concentración de oxígeno es grande) se oxida violentamente, es decir, arde. Ya sé que esto no lo hace único, pero es que su temperatura de fusión es de unos 1600 °C, ¡mayor que la de combustión!
Dicho de otro modo, al contrario que con, por ejemplo, el hierro, nunca podrías utilizar una forja normal para fundir titanio y hacer una espada o cualquier otra cosa con él, porque cuando lo calentases para fundirlo, mucho antes de alcanzar la temperatura suficiente para ello, ¡prendería como una antorcha! En la práctica, hace falta fundirlo en cámaras de vacío o en atmósferas de gases inertes.
Curiosamente, a pesar de su escasa reactividad a temperatura ambiente, incluso en algunos gases normalmente inertes como el N2 no es posible fundirlo: al calentarlo en una atmósfera de nitrógeno se combina con él para formar nitruro de titanio, con lo que tampoco llega a fundirse. Dado que, para casi cualquier uso práctico de su forma metálica, hace falta fundirlo, puedes ver por qué el titanio es tan caro a pesar de ser tan abundante. Es un metal “tecnológico”, en el sentido de que hace falta una tecnología relativamente elevada para poder emplearlo en la práctica.
Porque claro, si quieres soldar titanio, no lo puedes hacer en presencia de oxígeno ya que, como hemos dicho antes, arde antes de fundirse. De modo que suele soldarse en una atmósfera de argón, lo que requiere de cierto nivel industrial… de ahí que en época de Gregor y Klaproth el titanio no tuviera usos prácticos.
Dióxido de titanio, TiO2 (imagen de dominio público).
Hoy en día, en cambio, lo usamos para muchísimas cosas. La producción anual mundial de titanio es de más de cuatro millones de toneladas, aunque casi todo él (un 95%) se emplea en forma de dióxido de titanio, TiO2, del que hablamos en la infancia más temprana de El Tamiz (me da un poco de vergüenza enlazar el artículo porque me gustaría pensar que esto ha mejorado desde entonces). Como verás si lees esa entrada, el dióxido de titanio se emplea para una miríada de usos diferentes, poco espectaculares pero muy prácticos, y en la blanquísima pasta de dientes seguro que lo has tenido en la boca esta mañana, o sobre la piel en una crema solar recientemente.
Algunos otros compuestos del titanio, aunque no tan ubicuos como el TiO2, también tienen propiedades muy interesantes. Por ejemplo, el mononitruro de titanio (TiN) tiene un bello color dorado y una dureza excepcional, tanta como el zafiro (9.0 en la escala de Mohs), con lo que se emplea para recubrir sierras y taladros con cierta frecuencia –si tiene un tinte dorado en el filo o alrededor de la punta, probablemente es TiN–.
Pero la fama actual del titanio, a pesar de su ubicuidad como TiO2, se debe fundamentalmente a sus propiedades en aleaciones, dentro de la industria aeroespacial, por ejemplo. Del titanio metálico empleado cada año, casi dos terceras partes se destinan a construir aviones, helicópteros, cohetes y misiles, ya sea como parte de algunos aceros o aleado con aluminio, vanadio y otros metales. La razón debería ser evidente, si recuerdas las propiedades divinas del titanio: algo tan resistente y a la vez tan ligero es maravilloso para construir máquinas volantes. Para que te hagas una idea, el monstruoso Airbus 380 contiene casi 150 toneladas de titanio en su estructura y motores.
Montaña de titanio volante, alias “Airbus 380” (imagen de dominio público).
Algo parecido sucede en la construcción de barcos, submarinos y similares: no sólo es un metal ligero y resistente, sino que su resistencia a la corrosión en agua salada lo hace también casi inmejorable en este aspecto. A partir de los años 60, la Unión Soviética empezó a construir submarinos nucleares con aleaciones de titanio que les proporcionaron una ventaja tecnológica considerable sobre sus contemporáneos fabricados por otros países: submarinos ligeros, rápidos, de casco más fino y ligero que los otros pero al mismo tiempo muy resistente.
También se usa, aunque en cantidades mucho menores, en muchas otras cosas que anteriormente se hacían con metales más terrenales: bicicletas, coches, palos de golf, etc. Casi cualquier cosa que pueda hacerse con acero “normal” puede fabricarse utilizando aleaciones de titanio que lo hacen… bueno, que lo hacen simplemente mejor.
No, no… todavía no he acabado de laudar este maravilloso metal. ¡Aún hay más! No sólo es ligero, tenaz, resistente a la corrosión y bello… además, no es tóxico ni es rechazado por nuestro organismo cuando está dentro de nosotros. Sí, lo has adivinado: es un componente de calidad extraordinaria de herramientas quirúrgicas, prótesis, implantes dentales y una multitud de aplicaciones similares.
Imagen de dominio público.
“Ah”, podrías pensar, “pero claro, podría ser peligroso en el caso de tener que exponerse a una Resonancia Magnética Nuclear“… ¡pues tampoco! Resulta que el titanio es paramagnético, es decir, es sólo levísimamente atraído por los imanes, de modo que no es un peligro ni siquiera en ese aspecto.
Ya sé que sueno un poco apasionado, pero es un metal que me encanta: representa el logro tecnológico y científico, el triunfo de nuestro ingenio para adaptarnos al medio, un ingenio a veces titánico, si me perdonas la broma. A riesgo de entrar en asuntos personales, mi anillo de matrimonio es de titanio casi puro, y me enorgullece pertenecer a una especie capaz de construirlo, más que si fuera de oro o de plata.
En el siguiente artículo de la serie, el elemento de veintitrés protones, el vanadio.
Puedes encontrar este artículo y otros como él en el número de abril de 2010 de nuestra revista electrónica, disponible a través de Lulu:
Para saber más: