Hablando de… es la serie más caótica de El Tamiz; como sabéis los habituales, en ella recorremos la Historia –especialmente aspectos relacionados de algún modo con la ciencia, pero también otras cosas–, deteniéndonos en episodios, lugares y personas particularmente interesantes, y enlazando cada artículo con el siguiente con más o menos lógica. Aparte de aprender juntos un poco de todo, nuestra intención es mostrar cómo absolutamente todas las cosas están relacionadas de una forma u otra, y que es más fácil aprender si las conectamos.
En los últimos artículos de esta larga serie hemos hablado acerca del ascensor espacial, propuesto por primera vez por Konstantin Tsiolkovsky, partidario (como casi todos sus contemporáneos) de la eugenesia, promovida por Sir Francis Galton tras ser inspirado por el debate Huxley-Wilberforce sobre la evolución, en el que participó el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, que utilizó para defender las ideas de su amigo un cráneo de Homo neanderthalensis, nombre científico según el sistema creado por Carl Linneo y empleado en su obra magna, el Systema Naturae, que acabó en el Index Librorum Prohibitorum, lo mismo que todas las obras de Giordano Bruno, prohibidas por el Papa Clemente VIII, quien en cambio tres años antes dio el beneplácito de la Iglesia al café. Pero, hablando del café…
Antes de nada, un aviso: como puedes comprender, sería imposible hablar en profundidad sobre el café en un mero artículo. Mi intención no es ésa sino, como siempre en esta serie, dar unas cuantas pinceladas sobre la historia y las propiedades de esta bebida, y dejarte, si es posible, con ganas de más, para que luego bebas (ja, ja, ja) de otras fuentes más doctas si te interesa conocer más sobre él.
Mucho tiempo antes de que Clemente VIII pudiera dar su bendición a esta divina bebida ((No, no soy objetivo; te pido que tomes mi parcialidad con el humor con el que trato de expresarla a lo largo de todo el artículo, y que cojas mis opiniones con pinzas.)), se venía consumiendo ya en distintas formas y lugares. Tan antiguo es su uso que no estamos seguros ni de quién empezó a beberlo, ni cuál es siquiera el origen último de la palabra café. Parece que proviene del turco kahve, y éste del árabe qahwa; a su vez, qahwa es la forma acortada de qahhway al-bun, “vino del grano”. Pero también puede tener su origen en el de la región de que tal vez sea originario, Kaffa, en la actual Etiopía, en cuyo caso sería algo así como “la bebida de Kaffa”. Como digo, no he encontrado certezas por ninguna parte.
La leyenda de las “cabras bailarinas” (dominio público).
Tampoco parece posible saber cuándo y cómo empezó a beberse con exactitud, aunque hay múltiples leyendas sobre ello. La más conocida relata cómo un pastor de cabras etíope observó que sus cabras, tras comer algunos frutos rojos de un arbusto, parecían tener una vitalidad sobrenatural y bailaban animadamente. Cuando el pastor comió los frutos, notó su efecto inmediatamente, y quedó tan impactado que los llevó a un monasterio islámico cercano. Allí los monjes hicieron una de dos cosas, según la versión de la leyenda: o bien tiraron los frutos al fuego, indignados ante la propuesta del pastor de que probasen algo intoxicante, o bien los hirvieron en agua y bebieron la pócima resultante, decidieron que era repugnante y tiraron los frutos al fuego. De cualquiera de las maneras, la leyenda termina con los frutos en el fuego, tostándose y liberando entonces un delicioso olor que llevó a los monjes a decidir que tal vez la manera de utilizar esos frutos rojos intoxicantes era tostándolos primero al fuego. Pero, como todas las leyendas, hay cogerla con pinzas por más deliciosa que resulte.
Las primeras referencias fiables y concretas de una bebida producida a partir de granos tostados y luego molidos hablan del siglo XV. Al parecer, el jeque Jamal-al-Din al-Dhabhani de Adén, Yemen, bebía café alrededor de 1450. Es probable que desde lo que hoy es Etiopía, el uso y el cultivo del café se extendiese al Yemen, y desde allí hacia el norte al resto de la Península Arábiga. De lo que no cabe duda es de que se extendió como la pólvora por el mundo islámico, y en pocos años había llegado casi a todas las ciudades importantes (Damasco, la Meca, Medina, etc.). Durante dos siglos, el principal puerto en el que se comerciaba café era el de Mokha, en la costa del Mar Rojo, y sus granos –en un rato hablaremos sobre el grano de café, sus propiedades y la manera de tratarlo– tenían un sabor especial, achocolatado, que dio el nombre posteriormente al café moka (aunque hoy en día, el sabor a chocolate se le da simplemente añadiendo cacao al café, lo cual es, francamente, trampa). Su popularidad creció como la espuma a lo largo de la segunda mitad del siglo XV.
Y, como sucedería después en Europa, la reacción de las autoridades religiosas fue realmente confusa. Algunos sufíes valoraban el uso del café, pues sostenían que les ayudaba a combatir el sueño y a mantener la concentración. Otras tradiciones lo consideraban un intoxicante peligroso, como el alcohol, y lo prohibieron. Sin embargo, las fatwas no fueron capaces de detener su avance, y su popularidad siguió creciendo sin parar. Hacia mediados del siglo XVI ya había lugares públicos específicos para beber café en lugares como el Cairo o Estambul –lo que hoy llamamos cafeterías–, y en algunos lugares, como Turquía, se convirtió en una especie de “bebida nacional”. Tan popular se hizo en el mundo musulmán que para muchos europeos se trataba de una “bebida de infieles” con propiedades extrañas, pero ¿qué bebían exactamente estos “infieles” y por qué tanta polémica con el café?
Coffea arabica (Marcelo Corrêa/CC 3.0 Attribution-Sharealike License)
El origen de la bebida se encuentra en un par de plantas del género Coffea, llamadas cafetos. El cafeto es un arbusto de hoja perenne que crece de manera natural hasta una altura de unos 5 metros. Hay muchas especies, pero dos fundamentales para el cultivo del café: Coffea arabica y Coffea canephora –también llamada a veces robusta–. Su flor es blanca, y el fruto es una baya que, al madurar, es roja –denominada cereza–, probablemente la que las cabras del pastor etíope de la leyenda comieron antes de ponerse eufóricas.
Algunas cerezas verdes y otras maduras (Jean-Marie Hullot/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Una vez recolectadas cuando están maduras, se retira la piel y la carne de las cerezas, dejando la semilla: el grano de café. Dependiendo del proceso, pueden luego fermentarse los granos para eliminar los restos de mucílago antes de lavarlos, o lavarlos directamente. Para terminar, se tuestan los granos hasta que la temperatura alcanza unos 200 °C, con lo que se produce la caramelización del almidón del grano, además de un puñado de otras reacciones químicas que producen los cientos de sustancias que proporcionan el sabor y aroma al café. Los granos se hacen menos densos y aumentan de tamaño.
A veces el café se tuesta ligeramente, otras hasta que es muy oscuro. Dependiendo de la temperatura y la duración del tueste, el sabor puede ser de una manera u otra. Cuando el tueste es ligero, se nota más el sabor original del grano, mientras que un café muy tostado sabe más bien a “café tostado”, con lo que si el café en origen es de muy buena calidad o tiene un sabor muy característico, suele ser recomendable no tostarlo demasiado, mientras que si es un café malo, mejor homogeneizar el sabor tostándolo durante más tiempo.
Café tras un tueste ligero (izquierda) y oscuro (derecha) (combinación de una imagen de dominio público y otra de Nate Steiner, CC 2.0 Generic License).
En algunos países –como Argentina, España y Portugal– se utiliza una técnica peculiar para tostar el café, denominada torrefactado. Básicamente, este sistema consiste en añadir azúcar hasta un 15% durante el tueste, con lo que los granos se recubren de azúcar y éste se carameliza junto con el café. Originalmente se pensaba que esto ayudaba a mantener durante más tiempo las propiedades del café… y, naturalmente, cada kilo de azúcar es más barato que un kilo de café, con lo que torrefactar el grano abarata el producto final, ¡porque ya no es simplemente café! El sabor del café torrefacto es diferente del café natural: hay a quien le parece más agradable, mientras que a personas de mayor criterio nos parece pecaminoso hacer algo así con tan divina semilla.
Una vez tostado, el café se muele; lo ideal es hacer esto lo más tarde posible, ya que a mayor superficie de contacto con el aire, más rápida es la degradación del café. Originalmente parece que el sistema era parecido al que sigue usándose hoy en Turquía: la molienda produce un café muy fino, que luego se cuece en agua hasta que ésta rompe a hervir. Una vez sacado del fuego, los posos de café se van al fondo, y la bebida se sirve sin filtrar. Este sistema y otros similares –el “café de pota”, “café de puchero” o “café de olla”– siguen utilizándose en muchos lugares.
Mujeres palestinas moliendo café, 1905 (dominio público).
Posteriormente se fueron añadiendo a éste otros sistemas diferentes de obtener la deliciosa bebida, algunos de los cuáles mejoran bastante el sabor obtenido mediante el método turco, en mi humilde opinión, por supuesto. Básicamente, la clave de la cuestión es extraer la mayor cantidad de aceites y otros compuestos orgánicos del café molido, sin dejar que el agua hierva más de un instante, a riesgo de producir un café amargo que, para muchos, es desagradable.
Un sistema muy parecido al del café de puchero es el de las cafeteras de pistón, probablemente inventadas en Francia en el siglo XIX. En ellas se introduce el café molido, para luego verter sobre él agua casi hirviendo. Un pistón actúa de filtro, dejando los posos de café en el fondo de la cafetera, de modo que pueda servirse luego el café filtrado. Al igual que el café de olla, es preferible que el grano no esté demasiado finamente molido o el resultado será amargo.
Con el tiempo, se hicieron muy populares máquinas que obtenían café por goteo, utilizando simplemente la fuerza de la gravedad; el café se introduce en un filtro y, sobre él, se va virtiendo agua casi hirviendo. El agua pasa a través del grano molido y luego del filtro, y cae a un recipiente donde se recoge para ser servido con posterioridad.
Espresso (dominio público).
Sin embargo, en 1901 Luigi Bezzera patentó una cafetera que empleaba la presión del vapor de agua generado en ella para extraer el sabor del café de una manera nunca lograda hasta entonces. Con presiones de hasta 10 veces la atmosférica, el caffè espresso obtenido por Bezzera tenía una consistencia y un sabor únicos. El espresso tiene, además, una crema característica que lo distingue de la bebida obtenida por casi cualquier otro sistema. En este caso, debido al corto tiempo que el agua está en contacto con el grano molido, es recomendable que el café esté muy molido, a diferencia de otros sistemas. Y, una vez más, el agua en contacto con el café debe estar a una temperatura menor de 100 °C o el resultado será amargo.
En 1933, otro benefactor de la humanidad llamado Alfonso Bialetti patentó una especie de mini-máquina de espresso, que no era capaz de generar presiones tan grandes como las grandes máquinas de las cafeterías, pero que permitía hacerlo en casa. Estas macchinettas, a veces llamadas cafeteras de moka, hacen hervir agua en un recipiente inferior para luego hacerla pasar, impulsada por la presión del vapor generado, hacia arriba a través del café y de un filtro, para ser finalmente recogida en un recipiente superior. El café así obtenido no tiene la densidad ni el sabor del espresso, pero la portabilidad de estas macchinettas fue un gran avance.
Como puedes ver, a lo largo de la historia ha habido muchas y diferentes maneras de modificar y luego extraer los deliciosos compuestos orgánicos presentes en las semillas del cafeto pero, irónicamente, la molécula más importante en lo que a la historia de esta bebida se refiere tiene un sabor desagradable y amargo: la cafeína. Ni las autoridades religiosas musulmanas, ni las cristianas, ni el pastor de cabras ni sus animales sabían por qué, pero todos sabían que el café tenía efectos fisiológicos y psicológicos rápidos y notables sobre los seres vivos. Hubo que esperar hasta que el químico alemán Friedrich Ferdinand Runge descubriera la presencia de esta molécula en el café (de ahí el nombre de la cafeína). Posteriormente se descubrió su presencia en el té, el guaraná, la yerba mate…, aunque en concentraciones diferentes.
Molécula de cafeína (dominio público).
La cafeína es un alcaloide de fórmula molecular C8H10N4O2, presente en el cafeto y otras plantas como pesticida: paraliza y mata a algunos insectos que, de otra manera, se comerían las hojas, tallos y frutos de la planta. Para estos pequeños animales es un veneno mortal en dosis minúsculas; en animales más grandes, como las cabras o nosotros, hacen falta dosis mucho mayores para producir la muerte, pero sigue teniendo efectos sobre el sistema nervioso. Dicho de otra manera, la cafeína es una droga psicoactiva; no sólo eso, es la droga psicoactiva más consumida en el mundo entero –a través del café, por supuesto–.
Como digo, la principal ironía del asunto es que la cafeína sabe mal. Además, para algunos –como yo mismo– no es la razón fundamental de beber café, sino que lo es el sabor de la bebida… y ahí está la otra ironía de todo esto. Es imposible eliminar la cafeína del café sin alterar su sabor. El problema es que el descafeinado del café, es decir, la eliminación de la mayor cantidad posible de cafeína, es un proceso químico que altera los pasos de proceso del café que he descrito antes. Hay varios sistemas diferentes; en algunos se utilizan disolventes orgánicos de la cafeína, como el diclorometano, para tratar los granos sin tostar. En otros, se remojan los granos en agua caliente hasta que parte de la cafeína y otros compuestos se disuelven en el agua, y luego se tiran esos granos y se retira la cafeína disuelta en el agua. Esta “agua con cosas disueltas menos cafeína” se emplea para remojar nuevos granos: dado que el agua sigue teniendo compuestos disueltos, se supone que éstos no se difunden desde los nuevos granos al agua, pero como se ha eliminado la cafeína del agua, esta molécula sí sale de los granos y se disuelve en el agua.
Dicho mal y pronto, al final lo que se hace de una manera u otra es remojar repetidas veces los granos sin tostar en agua más o menos caliente, con más o menos compuestos disueltos en ella… y lo que sale al final simplemente no sabe igual que antes de realizar el proceso. De modo que el café descafeinado (que sigue teniendo algo de cafeína, pero muy poca, alrededor del 1% inicial) tiene un sabor alterado respecto al café “normal” que contiene el alcaloide. A cambio, naturalmente, es posible beber cantidades mucho mayores sin subirse por las paredes como las cabras.
Porque la 1,3,7-trimetilxantina –la cafeína– produce una multitud de efectos sobre nuestro sistema nervioso. Ni es mi propósito educar sobre esta droga, ni tengo el tiempo ni el espacio para describir en detalle todos estos efectos; además, ya he hablado brevemente sobre ello hace años y no voy a repetirme aquí. Para resumir, los imanes que consideraban el café un intoxicante tenían razón: la cafeína es una droga que produce no sólo efectos mensurables sobre el organismo, sino también dependencia fisiológica y psicológica. También hay que decir que ni esos efectos ni esa dependencia son comparables, por ejemplo, a los del etanol de las bebidas alcohólicas; de ahí que la cafeína no esté regulada como aquel compuesto, y que la mayor parte de las autoridades civiles y religiosas aceptaran finalmente su consumo –algunas a regañadientes, otras con deleite–.
Beduino sirio bebiendo café, 1930 (dominio público).
Desde el momento en el que Clemente dio su aprobación, el café aumentó su ritmo de expansión por el mundo cristiano. Los mercaderes venecianos, que comerciaban intensamente con el mundo musulmán, lo hicieron extraordinariamente popular en Venecia y, como hemos visto antes, los italianos han sido siempre verdaderos maestros en el arte de extraer el jugo de estas cerezas. Sin embargo, pronto fueron surgiendo cafeterías en Austria, Francia, los Países Bajos… A finales del siglo XVII ya era una bebida conocidísima en toda Europa, muy lejos de la exótica “bebida de infieles” que había sido antes, y tanto sus efectos psicoactivos como la dependencia creada en los bebedores de café eran algo cotidiano.
Tanto es así que, entre 1732 y 1734, Johann Sebastian Bach compuso Schweigt stille, plaudert nich (algo así como “Cállate, deja de parlotear”, que me ayuden los germanoparlantes), conocida como la Cantata del Café. Aunque nominalmente sea una cantata, se trata de una especie de opereta cómica, en la que Bach habla en tono satírico de la adicción al café. En ella, un padre prohibe a su hija beber café, amenazándola incluso con dejar de alimentarla, mientras ella canta canciones de amor a esta bebida y urge a sus pretendientes a que le permitan beber café o no se casará con ellos. Para muestra, un botón:
“Si no puedo beber una taza de café tres veces al día, en mi tormento me consumiré como una pieza de cabrito al horno”
Por si te lo estás preguntando, todo acaba bien y el narrador, el padre y la hija acaban cantando todos juntos en honor al café. Y, por si cabía alguna duda sobre la opinión del genial Bach sobre esta bebida, esta obra se representó originalmente en la cafetería Zimmerman de Leipzig. ¿Haber presenciado su estreno tomando una taza de café? Impagable, y más aún en presencia nada más y nada menos que de Johann Sebastian Bach bebiendo a tu vera. Pero hablando de Johann Sebastian Bach…
Para saber más (esp/ing cuando proceda):