Nuestro recorrido por la tabla periódica, en la serie Conoce tus elementos, nos tiene aún sumergidos en los metales de transición, esa región central de la tabla en la que hay tantos elementos de carácter metálico… pero no extremadamente metálicos como sucedía, por ejemplo, con los alcalinos como el sodio. Los de transición, como el vanadio o el cromo que hemos estudiado ya, son muy versátiles: pueden alcanzar una mayor estabilidad cediendo un número bastante diverso de electrones e incluso, en algunos casos, adquiriendo nuevos electrones de otros átomos. Dicho de un modo más técnico, se trata de elementos con un gran número de estados de oxidación; como espero que recuerdes, esos estados de oxidación diversos le daban bellísimos colores a los distintos óxidos de cromo.
Bien, pues hoy nos familiarizaremos con el “rey de la versatilidad” entre los metales de transición, ya que tiene una barbaridad de estados de oxidación diferentes y forma, por tanto, muy distintos compuestos. Tal es su flexibilidad química que desempeña un papel importante en nuestro propio cuerpo –aunque, como en tantos otros casos, en la moderación está la virtud, ya que puede ser peligroso–, y también en la industria. Tras hablar del elemento de 24 protones, el cromo, hoy lo haremos del de 25 protones, ese elemento de confuso y desafortunado nombre: el manganeso.
El manganeso es un elemento bastante común en la corteza terrestre: constituye un 0,1% de su masa, lo cual puede sonar ridículo, pero significa una barbaridad de manganeso a nuestro alrededor. De hecho, es el duodécimo elemento más común en la composición de la corteza, y forma parte de muchas rocas. Tal es su abundancia que el agua de lluvia lo transporta al mar en cantidades nada despreciables; en los océanos hay una concentración de manganeso de unas 10 partes por millón. Por lo tanto, el manganeso es uno de esos elementos que, aunque no los identificáramos como lo que son, llevan con nosotros desde tiempos prehistóricos.
Pigmento de MnO2 empleado en Lascaux, Francia (dominio público).
Tanto es así que el dióxido de manganeso (MnO2) –un compuesto de color marrón oscuro o negro no demasiado espectacular pero un pigmento duradero y excelente– fue uno de los primeros pigmentos naturales empleados por el ser humano, aunque no tuviéramos ni idea de lo que era, por supuesto. El MnO2 es muy común en forma de roca, conocida hoy como pirolusita, muy conocida por prácticamente todos los pueblos de la Antigüedad.
Como he dicho al principio, el nombre me parece muy desafortunado, por su similitud con el del magnesio, y quiero explicar brevemente la razón del embrollo. La cuestión está en que hay tres minerales diferentes, todos ellos abundantes en la región de Magnesia, en Grecia, que recibieron nombres prácticamente iguales por razón de este origen. Al hablar del magnesio ya mencionamos uno de ellos, la magnesia blanca, que no era otra cosa que óxido de magnesio.
Pirolusita (Jonathan Zander/CC Attribution-Sharealike 2.5 License).
Otro de los minerales era el que denominamos ahora magnetita, Fe3O4, de la que proviene la palabra magnético por las peculiares propiedades de esta roca –el material ferromagnético por antonomasia–. Pero ni la magnetita ni la magnesia blanca tienen que ver con el manganeso. Existía otra roca, similar a la magnesia blanca pero de un color marrón oscuro o negruzco… ¿te suena? Sí, se trata de la pirolusita, dióxido de manganeso, pero por entonces lo conocían como magnesia negra por su oscuro color en contraposición a la alba. Como veremos luego, el manganeso es un componente de algunos aceros, y hay quien piensa que el acero espartano era tan bueno, en parte, porque podría contener pequeñas cantidades de manganeso, añadidas inadvertidamente con rocas ferrosas al acero.
Pero la cosa del nombre empeora.
A lo largo de los años, parece ser que magnesia negra fue degenerando: magnesia negra, magnesianegra, manganesa… con el tiempo, la palabra magnesia se empleó sólo para referirse a la magnesia alba, mientras que la negra se quedó con manganesa o manganeso, ¡pero no para el elemento, que no se conocía, sino para el MnO2!. Nombres casi idénticos que denotaban rocas completamente diferentes, ¡porca vida! Como vimos al hablar del magnesio, ese nombre fue sugerido precisamente por la magnesia, con lo que podríamos decir que aquel elemento es el “magnesio blanco”. Hablemos, pues, de la identificación del “magnesio negro”, el manganeso, curiosamente aislado bastante antes que el blanco.
Dióxido de manganeso pulverizado (dominio público).
El dióxido de manganeso era muy conocido, y se empleaba fundamentalmente para tintar vidrio y para “limpiar” otros tintes del vidrio –el nombre pirolusita significa, en griego, lavar con fuego–. Sin embargo, antes incluso de que la alquimia se convirtiera en verdadera química, ya se había descubierto una peculiar propiedad en el MnO2: el hecho de que, a partir de él, podía obtenerse un reactivo de un enorme poder oxidante y de un intenso color violeta, el que hoy conocemos como ión permanganato (MnO4-), de gran utilidad en una infinidad de reacciones químicas.
Durante siglos, por tanto, además de emplearse el MnO2 en la industria del vidrio, alquimistas primero y químicos propiamente dichos después emplearon tanto el dióxido de manganeso como el permanganato en sus reacciones y estudiaron sus propiedades. Tan útil fue que, aunque es casi imposible que lo recuerdes, el MnO2 ya hizo su aparición en esta misma serie cuando hablamos del cloro. Como dijimos entonces, Carl Wilhelm Scheele hizo reaccionar HCl con MnO2 y obtuvo un gas amarillento que resultó ser cloro. El manganeso (o manganesa) que describe Scheele en su reacción no era, sin embargo, el elemento puro, sino dióxido de manganeso, pero la importancia química del MnO2 se ve reflejada en el título del libro en el que Scheele describe aquella reacción: Del manganeso y sus propiedades. Durante mucho tiempo, la mayor parte del consumo del manganeso se destinó precisamente a producir cloro y lejía, aunque posteriormente, como veremos en un momento, la cosa cambió radicalmente.
Tanto Scheele como el resto de químicos del XVIII sabían que el dióxido de manganeso contenía un elemento nuevo, pero el primero en conseguir aislarlo fue otro sueco, Johan Gottlieb Gahn –a la derecha–, en 1774. Gahn era químico y metalurgo, especializado en asuntos de minería, y logró hacer reaccionar MnO2 con carbono, a alta temperatura, para lograr así “robar” el oxígeno al manganeso y obtener el metal puro. Gahn era bastante modesto, o tímido, o lo que fuera, y no le gustaba publicar cosas él mismo, sino que se las pasaba a amigos suyos –como el propio Scheele– para que las publicaran. Éstos, aunque lo hacían, dejaban bien claro quién era el responsable de los logros: de ahí que hoy reconozcamos a Gahn como el primero en conseguir aislar el manganeso.
Aunque Gahn probablemente no logró cantidades tan grandes ni con esta pureza, éste es el aspecto del manganeso –típico de los metales de transición, por otro lado–:
Manganeso puro (Tomihahndorf/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Este metal, sin embargo, pronto se convertiría en algo mucho más importante que un productor de lejía: como tantos otros metales de transición, fue añadido en diferentes proporciones al acero, y se comprobó que otorgaba a la aleación distintas propiedades dependiendo del porcentaje empleado. Incluso en pequeñas cantidades, como 0,5-1%, el manganeso se asociaba al azufre contenido en el acero, con una consecuencia maravillosa para la siderurgia.
El problema hasta entonces era que, inevitablemente, el acero contenía impurezas, entre ellas azufre. El azufre se asocia al hierro formando un sulfuro de hierro con una temperatura de fusión relativamente baja. Si luego se calentaba el metal a una temperatura más o menos alta, los puntos en los que se hubiera formado sulfuro de hierro se fundían bastante rápido, convirtiéndose en puntos débiles de la aleación. Pero, ¡ah, el manganeso! El manganeso es capaz de asociarse al azufre en el acero, “robándoselo” al hierro y formando un sulfuro de manganeso. Y la gracia está aquí: el sulfuro de manganeso tiene un punto de fusión bastante más alto que el de hierro, con lo que ya no hay puntos débiles que valgan. El acero con manganeso se convirtió en una maravilla capaz de soportar temperaturas que antes no se habían podido superar, haciéndolo utilísimo en la industria.
Si se añadía demasiado manganeso, hasta un 4-5%, había un problema: el acero se volvía quebradizo, y podía romperse con un martillo. Sin embargo, en su búsqueda de un acero duro y resistente, el británico Sir Robert Hadfield realizó un descubrimiento sorprendente en 1882: aunque con un 5% de manganeso el acero era quebradizo, si se seguía añadiendo este metal a la aleación hasta alcanzar un tremendo 12-15%, la cosa cambiaba de manera radical y se obtenía un acero con una resistencia a los impactos extraordinaria.
El descubrimiento de Hadfield supuso que el acero manganizado se denominase acero Hadfield, y conoces bien una de sus aplicaciones, aunque aún no lo sepas. En 1915, John L. Brodie patentó un casco de acero con una forma muy característica, que pronto se convirtió en el casco más empleado por la infantería británica en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, el acero normal no era lo suficientemente resistente a la metralla, algo muy común en la guerra de trincheras de la época. Sir Robert Hadfield sugirió emplear acero con un 12% de manganeso, y la versión “manganizada” del casco Brodie resultó ser una defensa excelente contra los impactos de metralla; seguro que los has visto en películas y documentales, porque es una especie de “plato” muy fácilmente reconocible.
Tropas británicas con cascos Brodie de acero Hadfield en 1916.
Desde luego, el acero con distintas proporciones de manganeso no sólo se empleó para hacer cascos, sino que la siderurgia acogió al elemento con los brazos abiertos y hoy en día casi el 90% de la producción mundial de manganeso –unos 11 millones de toneladas al año– se destina precisamente al acero. Se obtiene fundamentalmente de China, Sudáfrica y Australia, y es un elemento fundamental en nuestra industria.
Los “usos antiguos” del manganeso se siguen manteniendo aunque, por supuesto, en mucha menor proporción que el empleado en siderurgia. Se sigue utilizando como pigmento de vidrio y cerámica, y también como reactivo en muchas reacciones químicas industriales, desde la transformación de cadenas orgánicas hasta algunas pilas alcalinas.
Un objeto donde muy probablemente has tocado manganeso hace poco son las latas de refresco o cerveza. En muchas de ellas se emplea una aleación de aluminio y manganeso, con tan sólo un 1,5% de manganeso. Ese 1,5% es suficiente para proteger al aluminio contra la corrosión, y aunque sea una proporción pequeña se lleva un par de cientos de toneladas anuales de manganeso.
Pero no sólo has tocado manganeso recientemente – lo hay dentro de ti y, sin él, morirías sin remedio. Al ser un elemento con tal variedad de estados de oxidación, su “versatilidad química” le permite participar en multitud de reacciones con otros elementos muy diversos. Por lo tanto, es un elemento utilísimo para producir y controlar reacciones químicas en el cuerpo de los seres vivos.
Las enzimas, por ejemplo, son catalizadores de reacciones químicas en el cuerpo de los seres vivos, con lo que un gran número de ellas contiene átomos de manganeso. No se trata, claro, de un elemento que necesitemos en gran cantidad, pues no forma parte de tejidos ni nada parecido: hay alrededor de 10 mg de manganeso en tu cuerpo, pero sin ellos no podrías vivir. Como recordarás del artículo sobre el oxígeno, ese bienamado elemento es un potentísimo y peligrosísimo oxidante, y si no tuviésemos defensas contra él, moriríamos como murieron tantas formas de vida cuando los seres fotosintéticos empezaron a llenar el aire de O2, produciendo una extinción apocalíptica.
Superóxido dismutasa-2 del cuerpo humano: vista general a la izquierda y zoom a la derecha para ver el átomo de manganeso central (dominio público).
¡Pero nosotros estamos protegidos, claro, o no estaríamos aquí! Y la forma en la que nos protegemos es con un tipo de enzimas, las superóxido dismutasas. En el ser humano hay tres, y una de las tres –la SOD-2 o Mn-SOD–, que está en nuestras mitocondrias, utiliza el manganeso para lograr protegernos del venenoso oxígeno. ¡Bendito manganeso!
Eso sí, como tantas otras cosas, con moderación. Ya desde el siglo XIX se observó que los mineros expuestos a mucho polvo de manganeso exhibían síntomas muy similares a los de la enfermedad de Parkinson. La intoxicación por manganeso se denomina manganismo, y se produce cuando uno está expuesto de manera crónica a concentraciones excesivas de manganeso (en forma de polvo inhalado, en el agua que bebes, etc.). El exceso de manganeso parece interferir el funcionamiento del sistema nervioso, con lo que produce problemas motores, cambios de personalidad, reducción en la capacidad de raciocinio y daños neurológicos en general.
En la próxima entrada, uno de los elementos más comunes y conocidos: el de 26 protones, el hierro.
Para saber más: