Como sabéis los más viejos del lugar, la serie Conoce tus elementos recorre la tabla periódica tratando de mostrar los aspectos más interesantes y curiosos de cada elemento químico. Tras años de camino (¡y los que nos quedan!) y después de conocer el colorido manganeso de veinticinco protones, nos encontramos con el elemento de veintiséis protones, un viejo conocido, en el que espero que después del artículo de hoy pienses simplemente como el Rey: el hierro (Fe).
Sí, el hierro es un elemento cotidiano; hoy no voy a decir eso de “puede que no lo sepas, pero hoy has tocado hierro”, porque ya sabes perfectamente que sí, hoy con toda seguridad lo has tocado, ¡está por todas partes! Sin embargo, esta ubicuidad no debe hacernos olvidar lo maravilloso, casi mágico, de la presencia de hierro a nuestro alrededor… ¿de dónde ha salido todo este hierro?
Puede que ya conozcas la respuesta, especialmente si has leído La vida privada de las estrellas y, en particular, el artículo sobre las supernovas de tipo II, ya que es precisamente de ahí de donde proviene todo el hierro que tienes a tu alrededor. La energía que hace brillar a las estrellas e impide que su propia gravedad las colapse –en el caso de las grandes– es la de la fusión nuclear, mediante la que nuestro propio Sol, por ejemplo, consume núcleos de hidrógeno y produce helio y cantidades ingentes de energía.
La razón de esa producción de energía es, dicho mal y pronto, que la que contiene un núcleo de helio es menor que la de dos núcleos de hidrógeno separados: al formarse algo con menos energía que lo que había al principio, la energía sobrante se libera en forma de fotones muy energéticos y otras partículas, y como consecuencia, el Sol brilla. Algo parecido sucede, por ejemplo, cuando se fusionan núcleos de carbono para producir otros más pesados, como neón, aunque para eso hacen falta temperaturas y presiones mucho mayores que las existentes, ahora o en el futuro, en nuestra pequeña estrella – se producen núcleos más pesados cuya energía de enlace es menor que la de los núcleos atómicos originales antes de fusionarse, y el exceso de energía se libera.
Nebulosa del cangrejo, resto de la supernova de tipo II SN 1054 (NASA/ESA).
Podríamos pensar en ello así: una estrella consume hidrógeno, como nosotros podríamos quemar madera para producir energía –no se trata de una combustión, claro, sino de fusión nuclear, pero bueno–. La fusión del hidrógeno es una fuente extraordinaria de energía, pero llega un momento en el que se acaba el hidrógeno –la madera–. La estrella entonces hace una especie de “reciclaje”: consume las cenizas de la primera reacción (el helio o en nuestra analogía, las cenizas de la madera), ya que aún se obtiene algo de energía de ello. A continuación, aunque la cosa sea más difícil de imaginar, la estrella consume las cenizas de las cenizas, ya que aún es posible obtener algo de energía en esa reacción, y luego las cenizas de las cenizas de las cenizas… pero llega un momento en el que ya no se puede ir más allá: se tienen las “cenizas últimas”, cenizas que ya no pueden reaccionar de ningún modo que proporcione energía, como si todo el jugo energético se hubiera exprimido ya completamente. Pero ¿qué son esas “cenizas últimas” de las que no se puede extraer ya más energía por fusión?
Hierro.
El hierro es el final del camino. Esta disminución de energía de enlace respecto a los núcleos sueltos se produce en todos los elementos hasta el hierro-56, que se produce como resultado final de la fusión del silicio, como describimos al hablar de las supernovas de tipo II; algo que sucede a temperaturas y presiones inimaginables en el interior de estrellas supermasivas. El siguiente paso natural sería la fusión de hierro-56 y helio-4 para producir zinc-60… pero el zinc tiene más energía de enlace por nucleón que el hierro, no menos. Esto no quiere decir que no puedan producirse elementos más pesados, como el propio zinc, o uranio, o plata y oro, sino que para lograrlo no sólo no se libera energía, sino que hace falta absorberla.
No voy a seguir hablando aquí de lo que sucede cuando se va acumulando hierro en el núcleo de la estrella porque no es el objetivo de esta entrada, pero sí me gustaría que la próxima vez que tuvieras un trozo de “aburrido” hierro en la mano se te venga a la cabeza la imagen de su origen: la ceniza nuclear última en el núcleo de una estrella diez veces más masiva que el Sol, el resto final que precede a una supernova, el suceso más violento que hemos observado jamás. Y, además, que recuerdes que ese hierro ha llegado hasta tu mano tras su dispersión por la galaxia a causa de la propia supernova, ya que nuestro minúsculo y patético Sol nunca sería capaz de producir un elemento tan especial.
Pero no sólo es especial por su condición de “cenizas últimas”, sino también por la enorme cantidad que existe en nuestro planeta. Incluso al fijarnos en el Universo en general, hay hierro en cantidades enormes; nuestras estimaciones realizadas mediante la espectroscopía al observar los elementos que constituyen la Vía Láctea nos indican que el hierro es, en masa, el sexto elemento más común de la Galaxia, precedido de hidrógeno, helio, oxígeno, carbono y neón. Evidentemente, la cantidad de hierro es irrisoria comparada con la de hidrógeno… pero la cosa cambia mucho al fijarnos en nuestro propio planeta.
La razón es que el hierro es muy pesado; hay otros átomos aún más grandes, por supuesto, pero el hierro es especial en esto porque combina una gran densidad con una gran abundancia, lo que supone que, en la formación de los planetas a partir de planetesimales, una gran proporción de la masa de los planetas más pequeños resultó ser de hierro. En los más grandes, como Júpiter, la masa llegó a ser tan grande que la gravedad fue capaz de mantener enormes cantidades de elementos ligeros, pero no así en los pequeños, como la Tierra: en ellos, la mayor parte de la masa era del elemento más pesado disponible en grandes cantidades: hierro.
Por eso, el hierro es el elemento más común en la Tierra con mucha diferencia. Es, como he dicho al principio, el Rey. Sin embargo, no es el más común a nuestro alrededor, ya que nosotros vivimos en una región especial de la Tierra: sobre su corteza, donde se concentran los elementos menos densos. El hierro es de tal densidad que la mayor parte se hundió desde el principio hacia el centro del planeta, y constituye, junto con el níquel, el núcleo de la Tierra. Es como si nuestro planeta fuese, en cierto sentido, una bola densísima de hierro-níquel con algunos detritus “pegados” alrededor debido a la gravedad –entre ellos, nosotros–.
En la corteza terrestre, como digo, hay otros elementos más comunes, pero el hierro sigue siendo uno de los más frecuentes: situado tras el oxígeno, el silicio y el aluminio, el hierro es el cuarto elemento más común de la corteza. Por lo tanto, es algo con lo que hemos convivido desde antes de tener conciencia de ser seres humanos, pero hay un problema, como tantas otras veces: es dificilísimo encontrarlo puro.
Al igual que otros muchos metales de transición, de la “zona media” de la tabla, el hierro tiene varios estados de oxidación posibles, es decir, puede ser más estable ganando o perdiendo diferente número de electrones. Los dos más comunes, con diferencia, son +2 y +3, es decir, que el hierro alcanza la estabilidad librándose de dos o tres electrones –si es que encuentra átomos a su alrededor dispuestos a aceptar esos electrones, por supuesto–. En la corteza terrestre, prácticamente todo el hierro existe combinado con oxígeno, en forma de óxidos de hierro. Los dos más comunes son el óxido de hierro (II), FeO, y el óxido de hierro (III), Fe2O3, también conocidos como óxido ferroso y óxido férrico respectivamente. En pocos lugares caminarás sobre suelos en los que no existan uno, otro o los dos en mayor o menor medida.
Hematita (DanielCD/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Las dos rocas más frecuentes en las que se encuentran estos óxidos –y por lo tanto hierro en la corteza terrestre– son la hematita y la magnetita. La hematita es Fe2O3 cristalizado, y aunque la hay de varios colores, es abundante la de tonos rojizos, de ahí su nombre, cuya raíz proviene del griego para sangre, como en hematología. Se trata de una roca muy común, y en los lugares en los que hay altas concentraciones de hematita se extrae comercialmente para obtener hierro de ella.
La magnetita es también muy conocida; se trata en este caso de una combinación de los dos óxidos, FeO·Fe2O3, a veces escrita Fe3O4. Es bastante menos llamativa que la hematita, y seguramente ni siquiera nos hubiéramos fijado demasiado en ella si no fuera porque es la sustancia más magnética de la Tierra… tanto que el propio nombre de magnetismo proviene de ella; a su vez, parece que la magnetita se llama así por haberse descubierto sus propiedades por primera vez en la región de Magnesia, en Tesalia, Grecia (una región, por cierto, que ha dado nombre a bastantes cosas, como el magnesio).
Magnetita y pirita (Archaeodontosaurus/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Como he dicho antes, el problema no es encontrar hierro por ahí, sino conseguirlo puro. Su reactividad con el oxígeno es tan grande que casi siempre aparece combinado con él, lo cual nos impidió, a lo largo de una gran parte de nuestra existencia como especie, poder disfrutar de sus utilísimas propiedades. Afortunadamente para algunos, sí es posible encontrar hierro no oxidado en la Tierra, pero es extraordinariamente raro. Como recordarás si eres lector de los viejos, cuando recorrimos el Cinturón de Asteroides en El Sistema Solar hablamos acerca de los asteroides de tipo M o metálicos, no tan comunes como otros, pero importantísimos por su contenido en hierro-níquel. Como sucede con los demás tipos, de vez en cuando uno de estos asteroides intersecta la trayectoria de la Tierra; a veces se trata de un asteroide de tamaño suficiente para que una parte, aunque sea pequeña, alcance el suelo, y el resultado es espectacular. Imagino que, al encontrar uno de estos pedazos de hierro meteórico, completamente distintos de cualquier otro tipo de meteorito en apariencia, sería muy natural considerarlos un regalo de los dioses.
Catorce toneladas de hierro-níquel: Meteorito de Willamette (Dante Alighieri/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Hemos encontrado algunos restos arqueológicos de aleación de níquel-hierro creados a partir de meteoritos; algunos datan de cinco mil años antes de nuestra era, pero se trata de “regalos de los dioses”: casualidad pura y dura de haber encontrado el metal tal cual, sin la tecnología necesaria para separarlo del oxígeno de una roca ferrosa. Algunas puntas de lanza egipcias y sumerias de alrededor de 4 000 a.C. son también de origen meteórico, y tampoco aquí puedo detener mi imaginación. En la época, la mayor parte de las armas, escudos y armaduras eran de bronce. Imagino que, al atacar utilizando armas de hierro meteórico, cuya dureza es muchísimo mayor, y observar cómo el bronce se deformaba y no era capaz de detener las armas de hierro, este material debe de haber parecido mágico, y las armas, objetos maravillosos, especialmente por lo únicas que eran. Se piensa, de hecho, que el hierro-níquel meteórico era bastante más caro que el oro, y con toda la razón.
Como tantos otros avances tecnológicos, la obtención de hierro a partir de sus rocas era algo inevitable, y seguramente se logró en varios lugares y momentos. Al fin y al cabo, ya lo hacíamos con el estaño y el cobre desde unos cuantos milenios antes, aunque es bastante más fácil debido a la temperatura de fusión y reactividad de uno y otro. El estaño se funde a unos 250 °C y el cobre a 1100 °C, mientras que el hierro lo hace a unos 1400 °C. Además, la tecnología necesaria no sólo involucra la temperatura: sí, cuanto más caliente, más fácil fundirlo, pero cuanta más temperatura, más fácilmente se produce la reacción con el oxígeno del aire y, por tanto, la formación de óxidos de hierro, que es justo lo que no queremos.
El caso es que, en el Oriente Medio del primer y segundo milenios antes de nuestra era, las culturas que iban logrando obtener hierro ellas mismas, o que comerciaban para comprarlo, tenían una ventaja extraordinaria contra las demás. Exagerando, era como lograr armas de fuego en un mundo que utilizase flechas, o bombas nucleares en un mundo que utilizase granadas: un soldado pertrechado con armas y armadura de bronce no es oponente para otro igualmente entrenado que utilice armas y armadura de hierro –o, mejor dicho, de acero, de eso hablaremos en un momento–. Pero claro, como tantos otros avances militares, en un tiempo relativamente corto su conocimiento se extendió y acabamos todos “mejorando” en el sentido de “matándonos más eficazmente unos a otros”, como tantas otras veces. ¡Ay, monos cascarrabias con hierro al alcance de la mano!
Sin perdernos en la Historia, una vez más quiero hacer énfasis en lo especial del hierro: no es tan duro y resistente como otros metales, y desde luego no resiste la corrosión y oxidación demasiado bien. No, no es el metal más pesado, ni el más bello, ni el más duro… pero los metales que son superiores a él en esos aspectos son muchísimo menos abundantes. Sí, el equilibrio una vez más es lo que hace al hierro el rey: sin otros metales, probablemente hubiésemos construido una civilización tecnológica buscando alternativas. Podríamos haber llegado a donde estamos sin oro, sin plata, sin titanio o sin aluminio… pero no sin hierro. Somos una civilización del hierro más que de cualquier otra cosa. Y este metal maravilloso con el que hemos construido prácticamente todo, cuando está puro, tiene este aspecto:
Hierro puro (Alchemist-hp/Free Art License).
Sin embargo, nadie en su sano juicio lo emplearía puro para construir armas o vigas. Para empezar, otros metales de los que hemos hablado en la serie, como el aluminio, se “protegen a sí mismos” al oxidarse: el óxido forma una fina capa en la superficie del metal y evita que el interior se siga oxidando. Sin embargo, el hierro es diferente: sus óxidos ocupan un volumen bastante mayor que el hierro puro, con lo que la parte oxidada se “hincha” a nivel microscópico, es mucho menos densa y acaba quebrándose y separándose del resto del metal. Como consecuencia, el interior queda expuesto a la intemperie y, a su vez, se oxida, con lo que lo mismo va sucediendo poco a poco hasta que se oxida el trozo entero. Esto le sucede también al acero, del que hablaremos en un momento, y ya vimos cómo evitarlo añadiendo otros metales a la aleación.
Hierro oxidado (Marlith/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Además, el hierro puro es un metal blando, tanto como el aluminio; sin embargo, basta añadir pequeñísimas cantidades de ciertas impurezas, especialmente de carbono, para que esto cambie radicalmente; tan sólo una concentración de carbono de diez partes por millón dobla su dureza, y con un 1-2% de puede lograr una resistencia con la que el hierro puro ni soñaría - pero en ese caso estamos hablando de una aleación que puede ser de muchos tipos diferentes o, mejor dicho, de la aleación, tal es su importancia: el acero.
Dicho mal y pronto, el acero es como es porque los átomos de carbono, al colarse en la estructura de hierro, hacen de “anclajes” que evitan que las irregularidades en la estructura metálica puedan deslizarse libremente y que el metal se separe en trozos con facilidad. Claro, si hay demasiadas impurezas la cosa tampoco funciona demasiado bien, ya que hay tantos “anclajes” y tan poco material en el que anclarse que el acero se deslavaza. ¡Equilibrio! Como hemos visto además a lo largo de la serie, al añadir otros metales (e incluso no metales, como silicio) al acero, pueden lograrse resistencias aún mayores y versiones ligeras pero extraordinariamente útiles de acero… pero al final es, básicamente, hierro y sus secuaces.
Acero fundido saliendo de un horno eléctrico (dominio público).
No cabe duda de que los primeros usos del acero, según se iba descubriendo el secreto de su forja, fueron bélicos: así es, desgraciadamente, la naturaleza humana. Sin embargo, el acero ha sido mucho más benefactor que verdugo: sin él, nuestra sociedad no sería posible y, no, no estoy exagerando. El 95% del metal que utiliza cada año el ser humano es hierro aleado con carbono y otras cosas – es decir, acero. Sin él no habría industria, ni aviones, ni coches ni máquinas térmicas de casi ningún tipo, ni edificios de gran tamaño, ni prácticamente nada que caracterice nuestra sociedad industrializada. Nuestra especie no ha encontrado un aliado mejor para avanzar tecnológicamente. Y, antes de que frunzas el ceño, a mí tampoco me gustan muchas cosas de la sociedad que hemos creado, pero tampoco quiero volver a tiempos más oscuros, ni es justo culpar de nuestros errores a la herramienta – palabra, por supuesto, que proviene de nuestro metal favorito.
Pero este metal no sólo es esencial para mantener nuestra civilización, sino que sin él no podríamos vivir, ya que desempeña un papel fundamental en nuestra biología. Aquí, al contrario que en nuestra industria, no es un elemento estructural que empleemos en grandes cantidades, sino un especialista en cantidades pequeñas, pero un especialista vital –y no es una forma de hablar, sino una verdad literal–.
Existen multitud de proteínas que contienen átomos de hierro, pero sin duda la más conocida de todas es la hemoglobina. Esta proteína, presente en los glóbulos rojos de casi todos los vertebrados, es la encargada de atrapar oxígeno en los pulmones y llevarlo luego, a través de la sangre, a las células, para que éstas puedan realizar la respiración celular; también es capaz de transportar moléculas de otros gases, como dióxido de carbono o monóxido de nitrógeno.
Hemoglobina (Zephyris/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Todo este “atrapar” y “soltar” moléculas de O2, NO o CO2 sucede, entre otras cosas, gracias a ese discreto pero versátil átomo de hierro presente en la hemoglobina, que puede sufrir reacciones de oxidación-reducción, tomar o ceder electrones y quedarse “pegado” a la molécula a transportar de que se trate. De manera que, dicho mal y pronto, si estás respirando ahora mismo es gracias al hierro. Cada día, el cuerpo humano emplea unos 20 miligramos de este elemento sólo para crear glóbulos rojos –aunque, todo hay que decirlo, parte de él es “reciclado” de glóbulos rojos muertos, con lo que no hace falta consumir todo eso cada día–.
Pero la hemoglobina no es más que uno de los lugares en los que encontrar hierro en nuestro organismo: un adulto en buen estado de salud y con una nutrición adecuada tiene alrededor de 4-5 gramos de hierro en su cuerpo, de los que la mitad está en la hemoglobina sanguínea. Las células lo emplean en muchas otras proteínas responsables de multitud de reacciones químicas sin las que no podrían vivir, una vez más gracias a la versatilidad del hierro en cuanto a oxidación y reducción se refiere.
Afortunadamente, dado que se trata de un metal tan útil para tantos seres vivos, animales y vegetales, es fácil obtenerlo en la dieta si ésta es suficientemente variada. El defecto de hierro lleva a sufrir un tipo de anemia, ya que sin él no puede formarse la suficiente hemoglobina y, sin ella, el transporte de oxígeno en sangre se ve limitado. Pero, por otro lado –y como pasa tantas veces– en la moderación está la virtud, ya que un exceso de hierro en el organismo también es un problema, ya que este metal puede llegar a ser tóxico.
La ironía del asunto es que el peligro se debe precisamente a la versatilidad oxidativa del hierro. Si consumimos hierro que el cuerpo va a emplear como parte de proteínas, no hay problema, pero si existe demasiado hierro “sin usar”, es decir, iones Fe2+ o Fe3+ en la sangre, éstos pueden entrar en la célula y reaccionar allí con distintos compuestos, formando radicales libres que, a su vez, pueden producir daños genéticos y de otro tipo. En nuestro cuerpo existe un grupo de proteínas, llamadas transferrinas, encargadas precisamente de evitar este problema “atrapando” el exceso de hierro libre en la sangre, pero si hay tanto que se ven superadas, tenemos un problema.
Eso sí, una vez más somos afortunados: es muy difícil intoxicarse con hierro. La mayor parte de las intoxicaciones se producen cuando alguien consume suplementos de hierro destinados a un paciente con deficiencia del metal, cuando la otra persona no tiene defecto de hierro; esto sucede especialmente cuando es un niño quien consume suplementos que no necesita, ya que la toxicidad depende de la cantidad de hierro por cada kilogramo de masa.
De modo que ahí lo tienes: discreto, cotidiano, con el perfecto equilibrio entre propiedades útiles y abundancia extraordinaria, ceniza última de la fusión estelar, base de nuestra civilización y, con moderación, dador de vida. ¿No se merece que nos quitemos el sombrero?
En el próximo artículo de la serie, el elemento de veintisiete protones: el cobalto.