Tras la pausa de rigor, hoy continuamos la serie Hablando de…, en la que recorremos el pasado de una forma desordenada, enlazando cada artículo con el siguiente y tratando de mostrar como todo está conectado de una manera u otra; los primeros veinte artículos de la serie están disponibles, además de en la web, en forma de libro, pero esto no tiene pinta de terminarse pronto. En los últimos artículos hemos hablado acerca del ascensor espacial, propuesto por primera vez por Konstantin Tsiolkovsky, partidario (como casi todos sus contemporáneos) de la eugenesia, promovida por Sir Francis Galton tras ser inspirado por el debate Huxley-Wilberforce sobre la evolución, en el que participó el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, que utilizó para defender las ideas de su amigo un cráneo de Homo neanderthalensis, nombre científico según el sistema creado por Carl Linneo y empleado en su obra magna, el Systema Naturae, que acabó en el Index Librorum Prohibitorum, lo mismo que todas las obras de Giordano Bruno, prohibidas por el Papa Clemente VIII, quien en cambio tres años antes dio el beneplácito de la Iglesia al café, bebida protagonista de la Cantata del café de Johann Sebastian Bach, cuya aproximación intelectual y científica a la música fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei, quien a su vez fue padre de la paradoja de Galileo en la que se pone de manifiesto lo extraño del concepto de infinito. Pero hablando de infinito…
Muchísimo antes de que Galileo, en su diálogo imaginario entre Simplicio, Sagredo y Salviati, hiciese obvio lo “raro” que es el infinito, este concepto había hecho ya su aparición: se trata de algo inevitable en cuanto el ser humano empieza a pensar en conceptos, ideales, abstracciones y límites, es decir, a hacer Filosofía. No es posible tampoco profundizar en las Matemáticas sin toparse de bruces con el infinito, con lo que es algo que ha surgido de muy variadas formas a lo largo de la Historia, y de maneras muy parecidas en culturas diversas. Aquí, por cierto, al enlazar desde la paradoja de Galileo, nos dedicaremos fundamentalmente a explorar el infinito desde el punto de vista de las Matemáticas.
Los filósofos griegos fueron de los primeros en enfrentarse a la idea de infinito de una forma más o menos seria. Anaximandro, por ejemplo, en el siglo VI antes de Cristo, introduce la idea del apeiron, “sin límites”. Ése es el significado literal de infinito, claro: algo sin fin, sin bordes ni límites que lo “encierren”. En el caso del apeiron, se trata de algo borrosamente definido, de donde provienen todas las cosas, y que no tiene apenas características, ni tamaño finito, ni origen, ni fin, ni nada. Por lo tanto, asignarle propiedades concretas más allá de las que definen su caracter ilimitado es imposible. Ésta es, de hecho, una de las posibles actitudes al enfrentarse al concepto: como nada de lo que ves es infinito, no puedes comprenderlo; por tanto, pensar en él más allá de su calidad de infinito es inútil. Podríamos decir que esta actitud es la actitud finitista.
Es así posible hablar de un tiempo infinito, sin principio, o sin fin, o sin ninguna de las dos cosas, de un espacio infinito –luego hablaremos más en detalle de esto–, etc. Pero aquí no quiero hablar tanto de qué significa que una cosa u otra sea infinita, o si es posible que lo sea o no, sino del propio concepto de infinito – ¿hay sólo uno? ¿es posible tener diferentes infinitos? ¿es posible ir más allá del “es algo que no puedes imaginar”?
Algunos matemáticos indios contemporáneos de los filósofos griegos, especialmente jainistas, estudiaron con bastante cuidado el concepto desde un punto de vista matemático. Varios textos, como el Surya Prajnapati Sutra (nada más y nada menos que del siglo V a. C.), llegan a conceptos matemáticos de una profundidad que, aunque no debiera resultarnos sorprendente, dado el nivel matemático de la India en esos siglos comparado con otros lugares, sí suele resultar llamativa por el eurocentrismo de nuestro sistema educativo – al menos en mi caso y en mi época, todo hay que decirlo. Soy el primero en admirar profundamente a los filósofos y matemáticos griegos –y, como verás en un momento, se me cae la baba con uno en concreto–, pero los indios contemporáneos me dejan a veces la boca abierta.
Surya Prajnapati Sutra.
En esos textos se distinguen ya varios tipos de números respecto a su contabilidad. Los números que pueden alcanzarse sumando uno a uno, como una decena, un millar o un millón, son numerables. No pienses que el concepto de numerable es, en los textos jainistas, algo restringido a cantidades muy pequeñas; por ejemplo, un purvi es una unidad de tiempo equivalente a 75 600 000 000 000 años, y un Shirsha Prahelika es el equivalente a 8 400 00028 purvis… ¡un número con 194 cifras!
La segunda categoría son cantidades innumerables, que son aquellas a las que se llegaría sumando uno a uno tras ir más allá de todas las cantidades numerables. Se trata de un concepto muy parecido a uno mucho más moderno del que hablaremos luego, aunque no tenga aún demasiado rigor, pero recuerda que estamos hablando de alrededor de 400 a. C. Y los matemáticos indios no se quedan ahí: consideran que hay algo más allá de las cantidades innumerables: los puntos de una recta, por ejemplo, son más “infinitos” que los innumerables, aunque ambos sean infinitos. Por así decirlo, los innumerables son un infinito “con orden y estructura”, mientras que los puntos de una recta son un verdadero “infinito” en el sentido de caos, desorden, falta real de límites y estructura. Así se establece la distinción entre “innumerable” e “infinito en una dimensión”, aunque, como digo, sea todavía una distinción poco rigurosa. Pero, por favor, no olvides este párrafo para cuando lleguemos a la distinción entre ℵ 0 y c, incluso aunque no sepas todavía lo que significa cada uno –especialmente si no sabes lo que significan–.
A continuación, los textos matemáticos jainistas establecen otra distinción: aunque ambas sean cantidades infinitas, de acuerdo con ellos no es lo mismo el número de puntos en una recta que el número de puntos en un plano. Hay infinitamente más puntos en un plano que los que hay en una línea recta, luego surge el infinito en dos dimensiones, de mayor grado que el de una dimensión, y a continuación, por extrapolación al volumen, el infinito en tres dimensiones (aquí patinan y esto ha sido superado como veremos después, pero leches, ¿te das cuenta de cuándo estamos hablando?). Finalmente, en un ejercicio de abstracción que me deja los ojos como platos, se lleva al límite el concepto para establecer un infinito en infinitas dimensiones, que sería el infinito de mayor grado de todos.
A pesar de la sofisticación en esta serie de conceptos (numerable, innumerable, infinito en una dimensión, infinito en dos dimensiones, infinito en tres dimensiones e infinito en infinitas dimensiones), no debemos tampoco subestimar a los filósofos y matemáticos griegos; es cierto que algunos, ante el concepto de infinito, se quedaban en el “no se puede comprender”, pero otros no hacían así. En el primer grupo –en mi opinión– se encuentra un genio, Zenón de Elea, que propone una serie de paradojas que tratan de demostrar que el movimiento es una ilusión dado que cualquier movimiento está compuesto de infinitos pasos, pero realizar infinitos pasos es imposible. No voy a describir aquí las paradojas de Zenón, ya que Lucas lo hizo de una forma excelente en este artículo de El Cedazo, pero sí quiero dedicar tiempo a un razonamiento del segundo tipo: un ir más allá del “infinito inconmensurable”, un intento con éxito de “tocar el infinito” realizado por el incomparable Arquímedes de Siracusa, al que seguro que conoces por su principio físico y la historia de la corona y tal y cual… pero no te pierdas esta otra hazaña.
Dudo que pueda expresar en estas líneas el genio de Arquímedes al atacar este problema infinito, pero haré todo lo que pueda: si no te emociona no es culpa de Arquímedes, sino mía. El de Siracusa se encontraba intentando medir exactamente el área de un segmento parabólico, es decir, el trozo morado de la figura:
Naturalmente, Arquímedes intentaba hacerlo en el siglo 3 a. C., con lo que no disponía de integrales ni nada parecido. No, él intentaba, sin ningún tipo de herramienta matemática sofisticada, realizar la cuadratura de la parábola: construir un cuadrado con la misma superficie que el área de la parábola, lo cual requiere medir esa área con total exactitud utilizando polígonos. El método de la época era realizar aproximaciones cada vez mejores; por ejemplo, es posible construir un triángulo más o menos ajustado a la curva y estimar el área de la parábola como la del triángulo… claro, no es un resultado exacto, pero es un comienzo. Arquímedes lo hacía utilizando los dos extremos del segmento que corta la parábola como dos vértices del triángulo, y un tercer vértice sobre la parábola en la mitad entre los otros dos puntos en horizontal, como se ve en la figura:
Si te fijas, la aproximación que podemos medir perfectamente es la superficie del triángulo celeste, y el “error” (lo que no hemos medido aún) es el área de las dos regiones que he marcado en rojo. Observa el quid de la cuestión: cada una de las dos regiones rojas es otra vez el problema original, es decir, medir el área encerrada por cada segmento y la parábola, pero son áreas más pequeñas que la primera. A continuación podemos hacer lo mismo que antes para tener una aproximación mejor: utilizar los dos extremos del segmento en cada región roja, añadir un tercer punto como vértice de un triángulo y, así, aproximar cada región roja por un triángulo similar al primero. Desde luego, todavía habría un error, ya que en cada triángulo dejaríamos dos “regiones rojas”, con lo que ahora tendríamos cuatro, pero mucho más pequeñas que la original.
Si quisiéramos estimar el área de la curva con la exactitud que fuese, no habría más que añadir pasos y más pasos –es decir, triángulos y más triángulos– al proceso. Por ejemplo, aquí tienes un paso más en verde y otro en amarillo:
Pero quedarnos aquí es no “tocar” el infinito, y Arquímedes no se contentaba con esto. ¿Cuál es el área de verdad? La respuesta es que se trata del resultado de hacer este proceso infinitas veces. En términos matemáticos jainistas, innumerables veces. Pero ¿cómo hacer algo infinitas veces? ¡No se puede! Una mente inferior se hubiera parado ahí – es algo que no se puede comprender y punto. Pero Arquímedes no. Él se pregunta si hay alguna manera de poder conocer el resultado del proceso infinito sin necesidad de realizar los infinitos pasos.
Utilizando la geometría es posible ver de manera bastante sencilla que el área de cada triángulo verde es la octava parte que la del triángulo azul grande, lo mismo que el área de cada triángulo amarillo es la octava parte que la del triángulo verde correspondiente, y así sucesivamente. De modo que lo que Arquímedes necesitaba obtener era el resultado de la suma de las superficies de infinitos triángulos cada vez más pequeños. Si el triángulo inicial tenía una superficie S, la de cada triángulo verde es S/8 (y hay dos triángulos verdes), la de cada triángulo amarillo es S/64 (y hay cuatro triángulos amarillos), y luego S/512 (y hay ocho triángulos de esta superficie), etc. De modo que el área total es:
A = S + 2·S/8 + 4·S/64 + 8·S/512 + …
O, escrito de una forma más sencilla sacando factor común,
A = S · (1 + 1/4 + 1/16 + 1/64 + …)
Pero claro, esto es lo fácil: estoy poniendo esos puntos suspensivos como diciendo “hala, sigue sumando infinitas veces”… pero ¿cómo calcular ese resultado? De lo que no cabe duda es de que, aunque el proceso sea infinito, el resultado no lo es: se trata del área morada de la primera figura, y esa superficie no es infinita. El problema es que sumar infinitos términos uno a uno no es posible, de modo que el siracusano buscó otro camino. Él no lo hace utilizando fórmulas de series infinitas, ¡porque todavía no las hay!, sino mediante un razonamiento geométrico tan bello como una obra de Bach. Lo que doy aquí es una adaptación con dibujos diferentes que creo que se entiende mejor, pero es equivalente a la explicación de Arquímedes.
Imaginemos un cuadrado de área S metros. Si lo partimos en cuatro cuadrados iguales, el área de cada uno de ellos es 1/4 de la original; si hacemos lo mismo otra vez con uno de los cuadrados pequeños, el área de cada cuadradito restante es 1/4 de 1/4 del original, es decir, 1/16 del original; si lo hacemos de nuevo, la superficie de cada nuevo cuadradito es 1/64 del original, etc. De modo que el área que deseamos medir es la del cuadrado grande (S) más la de todos los cuadrados morados de la figura, que son infinitos (S + S/4 + S/16 + S/64 + …):
Claro, a mí me enseñan esto y lo único que puedo decir es que no puedo sumar infinitos cuadrados, pero es que yo no soy Arquímedes. Fíjate en este otro dibujo del mismo problema, pero con los cuadrados que no nos interesaban coloreados en otros tonos:
Preguntémonos ahora, no cuánto mide la superficie de nuestros infinitos cuadrados morados, sino algo diferente: ¿quién cubre más área, los cuadrados morados, los rojos o los verdes? La respuesta es que el conjunto de cuadrados morados, el de verdes y el de rojos miden exactamente lo mismo, ninguno de ellos “gana”, ya que hay una simetría perfecta entre ellos. Por lo tanto, el área de cada color completo es un tercio del área total del cuadrado. La conclusión de Arquímedes, por tanto, es que S/4 + S/16 + S/64 + … = S/3. Y, como consecuencia, el área parabólica que deseábamos no es más que S + S/3, es decir, 4S/3. No hay más que medir el área del primer triángulo grande, multiplicarla por 4/3 y listo. Pero lo tremendo no es que Arquímedes lograse cuadrar la parábola, algo maravilloso en sí mismo: es que, al medir la “superficie de los cuadrados morados”, “tocó” el infinito.
El propio Arquímedes se enfrentó a un problema similar, pero de mucha más difícil solución, al intentar realizar la cuadratura del círculo: la idea era hacer algo parecido a lo de arriba para calcular el área de un círculo mediante polígonos. El de Siracusa creaba un par de polígonos del mismo número de lados, uno inscrito en el círculo y otro circunscrito a él: puesto que el círculo estaba entre ambos, el área del círculo era mayor que la del polígono interior y menor que la del exterior:
Leszek Krupinski/CC Attribution-Sharealike 3.0 License.
Aumentando el número de lados se disminuía el área entre ambos polígonos y, por tanto, se obtenía el valor del área del círculo con más y más exactitud. Para que te hagas una idea, no del genio, sino de la tenacidad de Arquímedes, calculó las áreas de sucesivos polígonos con más y más lados hasta llegar a los de 96 lados, y estimar así no sólo el área del círculo sino, con ella, el valor del número π como situado entre 3 + 10/71 y 3 + 10/70, es decir, 3.140 845 070 42 y 3.142 857 142 86. ¡Toma castaña!
Eso sí, en este caso el siracusano no pudo llegar al valor “real”, ya que aquí no hay manera de “hacer trampa” como en el caso de los cuadrados de antes. Entre otras cosas, π es un número irracional, con lo que es imposible escribirlo como una fracción –a esto volveremos más adelante–; la consecuencia es que aquí la secuencia infinita de áreas de polígonos, aunque tiende a un valor finito, no puede calcularse con un número finito de cálculos como antes.
El propio Arquímedes fue el primero, o uno de los primeros, en dar una definición con rigor matemático de los conceptos de infinito e infinitesimal. Expresado en términos modernos, según Arquímedes, un número x es infinito si x > 1, x > 1+1, x > 1+1+1, x > 1+1+1+… para cualquier número de pasos que queramos seguir. Es decir, x es infinito si, para cualquier número al que quieras llegar contando, x es mayor que ese número. Sé que puede parecer que esto no es más sofisticado que el “infinito es lo que no se puede medir”, pero lo es – desgraciadamente, no tengo el talento ni los conocimientos necesarios para expresarlo con claridad.
Respecto a un número infinitamente pequeño –un infinitesimal–, Arquímedes demuestra aún más elegancia. Desde luego, podríamos decir que el cero es el número infinitesimal por definición, pero la idea no es ésa: el de Siracusa quiere definir un número más pequeño que cualquier otro, pero que no sea necesariamente cero. Su definición es la siguiente: un número x es infinitesimal si x ≠ 0 y además 1/x > 1, 1/x > 1+1, 1/x > 1+1+1, 1/x > 1+1+1+… para cualquier número de pasos que queramos seguir. Es decir, x es infinitesimal si, sin ser cero, su inverso es mayor que cualquier número al que podamos llegar contando.
Durante muchos siglos, el concepto matemático de infinito siguió asociado a la geometría. La razón es, en gran parte, el hecho de que la mayor parte de los métodos para medir el área bajo curvas en problemas similares a los de Arquímedes y la cuadratura de la parábola o del círculo involucra operaciones realizadas infinitas veces. La primera aparición del símbolo de infinito, que hoy utilizamos con tanta naturalidad, se produjo precisamente en un texto de geometría de uno de los precursores del cálculo diferencial. Se trata del De sectionibus conicis (De las secciones cónicas), del inglés John Wallis, publicado en 1655. En él, Wallis afirma:
Supongo que cualquier plano […] está formado por un número infinito de rectas paralelas o, como yo prefiero, un número infinito de paralelogramos de la misma altura; sea la altura de cada uno de estos paralelogramos una fracción infinitamente pequeña, 1/∞ de la altura total (y sea el símbolo ∞ la representación de infinito) y la altura total es la altura de la figura.
No está claro por qué la elección de ∞ como símbolo de infinito. Hay quien piensa que es una modificación de la última letra del alfabeto griego, omega; si se toma omega minúscula, ω, y se “cierra el lazo” por arriba, se obtiene ∞. También hay quien piensa que puede ser una adaptación del símbolo etrusco para el número mil, CIƆ, que a menudo en vez de denotar el millar exactamente se empleaba para decir “una multitud” –de modo similar a como “una miríada de estrellas” puede no significar mil estrellas, sino simplemente muchas–. El caso es que el símbolo tuvo aceptación, en parte por la facilidad de escribirlo como un ocho “tumbado”, y hoy en día seguimos utilizándolo. El símbolo recibe a menudo el nombre de lemniscata, del latín lazo, dado que es casi idéntico a un cierto tipo de curvas matemáticas llamadas precisamente lemniscatas y que se definen por la ecuación (x2 + y2)2 = a2 (x2 - y2):
Lemniscata de Bernoulli (Fibonacci/CC 2.0 Attribution-Sharealike License)
Esta idea de dividir una superficie en “infinitos paralelogramos infinitamente delgados” es, básicamente, cálculo integral en ciernes. Obtener el área de una curva como, dicho mal y pronto, la suma de infinitos rectángulos infinitamente pequeños, es algo así como decir que una circunferencia es un polígono de infinitos lados infinitamente cortos. Esto puede sonar a hacer trampa y decir un sinsentido, pero es la base del cálculo diferencial e integral, desarrollado poco tiempo después de Willis por Isaac Newton y Gottfried Wilhelm Leibniz –que tuvieron una buena polémica acerca del mérito de cada uno y la independencia de los descubrimientos–.
Medir el área de una curva de este modo es sorprendentemente similar a cómo lo hacía Arquímedes con sus curvas, teniendo en cuenta los siglos que separan a unos de otros. Imagina que tienes una curva cualquiera, y quieres medir la superficie encerrada por ella (en este caso voy a cerrarla con una recta, pero la cosa cambia muy poco si hay otra curva ahí). Es posible hacerlo utilizando rectángulos, todos igual de anchos, cada uno de altura igual a la de la curva en el punto medio del rectángulo.
Claro, si coges pocos rectángulos, el área de los rectángulos no se parece mucho a la de la curva, pero si aumentas el número de rectángulos, el error disminuye hasta que, como diría John Wallis, si tomas infinitos rectángulos infinitamente estrechos, el área total de los rectángulos es igual al área de la curva. Pero creo que, mejor que con palabras, lo ves con una animación (si alguien talentoso con estas cosas puede hacer algo mejor, que me dé un toque):
Sin embargo, aunque la utilidad práctica del cálculo diferencial iniciado por Newton y Leibniz es enorme, el gran salto en el entendimiento del concepto de infinito llegó con un genio comparable al de Arquímedes: el alemán Georg Cantor. Nacido en San Petersburgo en 1845, este matemático fue más allá de lo que había ido el de Siracusa, más allá que los matemáticos indios, más que Newton, Leibniz o cualquier otro. Tal fue la sofisticación de Cantor en el estudio del infinito, la distinción de distintos infinitos y la concreción de sus propiedades que recibió críticas, no sólo de otros matemáticos, sino de teólogos cristianos que consideraban que su teoría atacaba el carácter absoluto del infinito encarnado en Dios. Pero, ¡ay!, tu frágil mente no soportaría más charla sobre el infinito en tan poco tiempo, de modo que dejaremos esa segunda parte –para la que debes preparar las neuronas con cuidado– para la semana que viene. ¡Hasta entonces! Puedes seguir leyendo aquí: https://eltamiz.com/2011/06/29/infinito-ii/