Hoy volvemos a Hablando de…, la serie en la que recorremos el pasado de forma caótica, enlazando cada artículo con el siguiente y tratando de mostrar como todo está conectado de una manera u otra; los primeros veinte artículos de la serie están disponibles, además de en la web, en forma de libro, pero esto no tiene pinta de terminarse pronto. En los últimos artículos hemos hablado acerca del debate Huxley-Wilberforce sobre la evolución, en el que participó el “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley, que utilizó para defender las ideas de su amigo un cráneo de Homo neanderthalensis, nombre científico según el sistema creado por Carl Linneo y empleado en su obra magna, el Systema Naturae, que acabó en el Index Librorum Prohibitorum, lo mismo que todas las obras de Giordano Bruno, prohibidas por el Papa Clemente VIII, quien en cambio tres años antes dio el beneplácito de la Iglesia al café, bebida protagonista de la Cantata del café de Johann Sebastian Bach, cuya aproximación intelectual y científica a la música fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei, quien a su vez fue padre de la paradoja de Galileo en la que se pone de manifiesto lo extraño del concepto de infinito, cuyo tratamiento matemático sufrió duras críticas por parte de Henri Poincaré. Pero hablando de Henri Poincaré…
Como otros protagonistas en esta serie –ahora mismo se me ocurren John von Neumann y Enrico Fermi–, el personaje de hoy es un auténtico genio. Poincaré destacó en prácticamente todo a lo que dedicó su atención: la física, la ingeniería, las matemáticas, la filosofía… injusta que es la vida, ¡unos tanto y otros tan poco! Como siempre, aquí no pretendo dar una visión profunda sobre su vida, sino las suficientes pinceladas como para que te hagas una idea de su genio y, si te interesa lo suficiente, leas cosas más profundas sobre él.
Aviso: Ojalá fuera matemático, pero no lo soy. Así que no tengáis problema quienes sabéis mucho más que yo en corregirme cuando diga barbaridades en este artículo, que las diré.
Jules Henri Poincaré nació en 1854 en Nancy, en Francia, en el seno de una familia acaudalada. Ya desde niño era evidente que no era normal: destacaba enormemente en prácticamente todas las asignaturas –aunque era especialmente bueno en Matemáticas, un “monstruo” en palabras de su profesor–, le interesaba todo y mostraba una enorme pasión por aprender. Tras pasar nueve años en el Lycée de Nancy y servir en el cuerpo de ambulancias en la guerra franco-prusiana de 1870, ingresó en la École Polytechnique, en los suburbios de París, donde estudió Matemáticas.
En 1879 obtuvo su título de ingeniero por la École des Mines, aunque nunca dejó de estudiar matemáticas como un poseso. De hecho, lograría mantener un equilibrio entre ambas facetas –ingeniería de minas y matemáticas– a lo largo de su vida, aunque desde luego fue como matemático que dejó al mundo boquiabierto. Al mismo tiempo que obtenía el título de ingeniero trabajaba en su doctorado en Ciencias y Matemáticas bajo un mentor de excepción, Charles Hermite, una de las máximas figuras europeas de las matemáticas de la época. La importancia de esta tesis es tal que hablaremos de ella un poco más adelante; también lo haremos de Hermite, ya que aparecerá en un episodio bastante interesante de la vida posterior de Poincaré.
Charles Hermite (1822-1901).
El mismo año que obtenía su título de ingeniero de minas, Poincaré recibía el doctorado en matemáticas por la Sorbonne. En un par de años era miembro del Corps des Mines, el cuerpo de ingenieros de minas del estado, y además entraba como profesor asociado de Análisis en la Sorbonne. Para culminar un año extraordinario para él, se casó con Poulain d’Andecy, con la que tendría cuatro hijos.
Con los años fue tomando más responsabilidades en las dos vertientes de su carrera profesional: como miembro del Corps des Mines se convirtió primero en Ingeniero jefe y luego en Inspector general. En la Sorbonne enseñaba casi de todo: en un momento dado tenía las cátedras de Probabilidad, Mecánica Celeste y Astronomía, Mecánica Física y Experimental y Física Matemática. Pero es que, como digo, este individuo era bueno en prácticamente todo, y su capacidad estaba alimentada por una energía inagotable.
Aparte de su inteligencia, Poincaré era muy peculiar en su forma de trabajar, que consistía en una extraña mezcla entre el orden más metódico y el caos más absoluto. Por un lado, su rutina diaria era sacrosanta: prácticamente todos los días trabajaba con el mismo horario distribuido de la misma manera. Clases aparte, dedicaba dos horas por la mañana (de las diez a las doce) y otras dos por la tarde (de las cinco a las siete) al trabajo que requería más concentración –fundamentalmente las matemáticas–, mientras que por la noche se dedicaba a leer.
Henri Poincaré (1854-1912) antes de desarrollar plenamente sus cejas (dominio público).
Nunca se detenía en un asunto más de un par de horas, y saltaba de una cosa a otra como una mariposa va de flor en flor. Eso sí, mientras estaba centrado en un asunto concreto se enfocaba en él como si no existiera otra cosa en este mundo. Este constante saltar de una cosa a otra se debía a dos razones fundamentales: por un lado, para evitar aburrirse, ya que consideraba que mantener la mente fresca e interesada era lo esencial para resolver problemas.
Por otro, porque Poincaré –a quien le interesaba la psicología, como prácticamente todo– creía que el cerebro necesita su tiempo para crear conocimiento nuevo a partir de una información determinada, y que trabaja en ello inconscientemente aunque dediquemos nuestra atención a otra cosa. De modo que se ponía a trabajar en un problema un tiempo, y luego lo dejaba estar unas horas, o unos días, para luego volver a él fresco y encontrar, muy a menudo, que tenía la solución en la mente sin haberle dedicado un minuto consciente entre ambas sesiones. Tanto es así que no le gustaba pensar en problemas matemáticos tras determinada hora, porque su sueño se veía perturbado por su mente intentando resolverlo durante la noche en vez de descansar.
Todo esto puede sonar al comportamiento de un artista, y no el de un científico, pero es que el carácter de Henri era una mezcla entre ambos. Por ejemplo, muy al contrario que otros insignes matemáticos, Poincaré creía que la meticulosidad y la lógica eran trabas para crear ideas nuevas, y que la matemática es una disciplina de creación. Por lo tanto, para alcanzar nuevo conocimiento –o más bien, para él, para crear nuevo conocimiento– había que dejar a la mente volar libre en una primera etapa.
Evidentemente, la cosa no se queda ahí o Poincaré hubiera podido ser un gran artista pero no un gran matemático. No, una vez concluida esa primera etapa para la idea de que se tratase, aplicaba la lógica más minuciosa para verificar si tenía sentido o no y, si lo tenía, perfilar y refinar el teorema o lo que quiera que estuviera investigando en ese momento: como digo, no es que rechazara la lógica, sino que pensaba que la raíz de las nuevas ideas era un proceso de creación, no de análisis lógico. A diferencia de muchos otros matemáticos, por tanto, no solía trabajar mucho tiempo con lápiz y papel, sino que pensaba y visualizaba en su cabeza las cosas y luego, si tenían sentido, las ponía por escrito en poco tiempo. Caos y orden.
Esta combinación peculiar de trabajo en períodos cortos pero intensos, intuición y creación asociados al pensamiento lógico y el interés por tantas cosas diferentes hicieron que Poincaré, a lo largo de los años, realizara aportaciones enormes en muy diversos campos, aunque sobre todo en matemáticas y, dentro de ellas, en algunos de los asuntos más abstractos de todos. Tanto es así que, aunque mi intención es mostrar lo genial de Poincaré, es muy difícil hacerlo, tan profundo y tan abstracto es casi todo lo que creó o resolvió.
El primer gran logro de Poincaré, que le proporcionó fama en el mundo matemático, se produjo como consecuencia de su tesis doctoral bajo Charles Hermite, de la que hemos hablado antes. El título de la tesis era Sur les propriétés des fonctions définies par les équations différences (Sobre las propiedades de las funciones definidas por las ecuaciones diferenciales), y en ella Poincaré postuló la existencia de un tipo de funciones especiales, que hoy llamamos formas automórficas y engloban algo más general, pero que él denominó funciones de Fuchs o funciones fuchsianas en honor al matemático alemán Lazarus Immanuel Fuchs, que había contribuido mucho al avance en el estudio de las ecuaciones diferenciales ((Pero no sé si fue quien definió por primera vez las formas automórficas o no… ¿matemáticos, alguien sabe algo?)).
El propio Poincaré relató posteriormente el proceso por el que llegó a plantear la existencia de las formas automórficas como una extensión de las funciones trigonométricas, y que ejemplifica muy bien su manera de trabajar y de pensar:
Durante quince días intenté demostrar que no podían existir funciones como las que he denominado posteriormente funciones fuchsianas. Era muy ignorante; cada día me sentaba frente a mi mesa de trabajo y permanecía allí una o dos horas, probando un gran número de posibilidades y no obteniendo ningún resultado. Una noche, en contra de mi costumbre, tomé un café solo y no podía dormir. Las ideas venían a mi cabeza a multitudes; las sentía chocar hasta que pares de ideas se conectaban, por así decirlo, para formar combinaciones estables. A la mañana siguiente había establecido la existencia de una clase de funciones de Fuchs, las que provienen de la serie hipergeométrica; simplemente tenía que poner el resultado por escrito, algo que me llevó pocas horas.
Un par de años más tarde, Poincaré publicó su Théorie des groupes fuchsiens y dejó al mundo patidifuso… porque el mundo no sabía lo que quedaba por venir, claro. A partir de entonces fue raro el año en el que el francés no nos apabullara con alguna innovación matemática.
Una página del Théorie des groupes fuchsiens (1882).
Además de en matemáticas puras, la intuición de Poincaré era afilada en muchas otras disciplinas relacionadas. Por ejemplo, la mecánica celeste era fundamentalmente una aplicación de las matemáticas: por un lado, debían resolverse las ecuaciones diferenciales derivadas de las leyes de la dinámica newtoniana y, por otro, las trayectorias de los cuerpos celestes seguían las leyes de la geometría. No en vano, durante muchos siglos las palabras astrónomo y matemático significaban prácticamente lo mismo. La época de Poincaré fue el final de esta etapa, pero él es uno de los últimos ejemplos de esta combinación –en parte por sus variados intereses–.
Como ejemplo de esto tenemos un episodio interesante por muchas razones: el del premio ofrecido en 1885 por Óscar II de Suecia a quien fuera capaz de resolver el problema de los n cuerpos, del que hemos hablado recientemente en la serie sobre el Sistema Solar pues Joseph-Louis Lagrange obtuvo las posiciones de lo que hoy llamamos puntos de Lagrange intentando resolver ese problema para tres cuerpos mucho antes de que Óscar II propusiese recompensa alguna.
El rey Óscar, a su vez, propuso el premio a instancias de Gösta Mittag-Leffler, el insigne matemático sueco de amable mirada que ves a la derecha. Más que por sus muchos logros, este individuo es injustamente conocido por un rumor falso. Cuando Alfred Nobel instituyó sus famosos premios, no incluyó uno de Matemáticas –entre otras cosas porque ya existían importantes premios en esta disciplina–. Las malas lenguas rumorearon que esto se debía a que Nobel estaba enamorado de Signe Lindfors, la mujer de Mittag-Leffler, y su rivalidad con el matemático era la razón de que no existiera un Nobel de matemáticas, una mentira como un piano de cola.
El caso es que el premio proponía varios problemas diferentes, no sólo el de los n cuerpos, pero éste era considerado el más difícil de todos; otro de los problemas propuestos, por cierto, estaba referido a las funciones fuchsianas del propio Poincaré. De hecho, mucha gente pensaba que el francés se presentaría al premio con algún trabajo relacionado con las funciones de Fuchs, ya que era la máxima autoridad en ese campo… pero la mariposa ya había pasado a otra flor, el estudio del problema de los n cuerpos. La descripción del problema en la presentación del premio era la siguiente:
Dado un sistema compuesto por un número arbitrario de masas puntuales que se atraen mutuamente de acuerdo con la ley de Newton, bajo la suposición de que las masas nunca colisionan entre sí, debe tratarse de encontrar una representación de las coordenadas de cada punto como una serie de una variable que sea una función conocida del tiempo, de modo que para todos los valores de esa variable la serie converja uniformemente.
Dicho en términos menos rimbombantes, el premio sería otorgado a quien pudiera predecir matemáticamente la posición de las masas a lo largo del tiempo. El problema, a decir verdad, era más matemático que físico: su planteamiento era trivial utilizando la mecánica newtoniana, pero se llegaba a una serie de ecuaciones diferenciales que dependían unas de otras de un modo que convertía el problema en una auténtica pesadilla. Ya vimos como Lagrange no pudo resolverlo, a pesar de tratarse sólo de tres cuerpos en su caso –el de Óscar II era más ambicioso– y de suponer que uno de ellos era mucho más ligero que los otros dos.
Un tribunal de tres matemáticos insignes deliberaría sobre las posibles soluciones para determinar la vencedora: el propio Gösta Mittag-Leffler y los dos mayores expertos en análisis matemático del mundo, el alemán Karl Theodor Wilhelm Weierstrass y el francés Charles Hermite (el director de tesis doctoral de Poincaré). Naturalmente, las soluciones serían enviadas bajo pseudónimos, de modo que los tres jueces pudieran ser objetivos en su deliberación. La solución ganadora sería anunciada el 21 de enero de 1889, el sexagésimo cumpleaños de Óscar II.
De todas las soluciones recibidas, una brillaba con luz propia: Sur le problème des trois corps et les équations de la dynamique (Sobre el problema de los tres cuerpos y las ecuaciones de la dinámica). Era tan diferente, tan lejana al enfoque tradicional para intentar resolver el problema y tan afilada que, a pesar del pseudónimo, los tres jueces tenían bastante claro que el autor era Poincaré. En cierto sentido supongo que esto evitaba que fueran realmente objetivos, pero por otro lado era el propio genio de Poincaré el que hacía su solución especial, y no tanto el nombre de Henri.
Henri Poincaré con sus prodigiosas cejas plenamente desarrolladas.
Y es que el francés había hecho algo que nadie había intentado hasta entonces: en vez de intentar resolver las ecuaciones para obtener una solución, se había centrado en algo diferente._ ¿Cómo podrían ser todas esas soluciones? ¿Habría muchas y muy diferentes, o serían parecidas? Si se dibujaran las trayectorias de todos los cuerpos involucrados, ¿realizarían órbitas estables, inestables, movimientos periódicos o qué otra cosa?_
Dicho de otro modo, Poincaré no se preocupó de estudiar la trayectoria que seguiría cada cuerpo, sino en las propiedades comunes de todas las trayectorias posibles para cada cuerpo. Al mirar el problema “desde lejos”, como un todo, sin centrarse en los detalles, Poincaré llegó mucho más lejos que nadie antes que él, y las otras soluciones parecían juegos de niños comparadas con la suya. En palabras de Weierstrass, Hermite y Mittag-Leffler, la solución constituía “el trabajo original y profundo de un genio matemático cuyo lugar está junto a los grandes geómetras de este siglo”.
Tanto es así que los tres jueces, de forma unánime, le otorgaron el premio, y se publicó su solución. Sólo había un pequeño problema.
La solución de Poincaré estaba mal.
El asunto tiene, además, una ironía deliciosa. No sólo el propio Henri Poincaré, un genio matemático de primera línea, había cometido un error de bulto que invalidaba su solución; además, los tres mayores expertos en análisis de todo el mundo se lo habían tragado como si tal cosa. El trabajo de Poincaré fue enviado a un joven matemático sueco, Lars Edvard Phragmén (algo así como el becario), para que lo adecentara y lo enviara a la imprenta. ¡Y fue el “becario” el que se dio cuenta! Con bastante cautela, Phragmén escribió a Mittag-Leffler para señalar varios puntos en los que no estaba convencido de las conclusiones de Poincaré, y Mittag-Leffler envió las preguntas de Phragmén al propio Poincaré.
En cuatro de los cinco puntos señalados por Phragmén, Poincaré tenía razón y se trataba de algo que Phragmén simplemente no había entendido… pero en el quinto punto, el sueco tenía razón y Poincaré no. Y la razón era la habitual: Poincaré había mirado las cosas a grandes rasgos y no se había fijado mucho en los detalles. En un momento dado, había demostrado un teorema utilizando una serie convergente, ¡pero nunca había demostrado que lo fuera! El cauteloso Phragmén simplemente había sugerido que tal vez fuera útil para el lector tener una demostración de que esas series eran convergentes, pero cuando Poincaré se dispuso a detallar la demostración se dio cuenta de que no tenía por qué ser convergente. Pero claro, el resto de la argumentación de Poincaré se basaba en la convergencia de esa serie, con lo que todo lo que venía después se iba al traste.
En honor a Poincaré, el francés escribió rápidamente a Mittag-Leffler para reconocer su error –otros más arrogantes hubieran luchado con uñas y dientes, o hubieran buscado excusas o alguna otra cosa ruin–. Pero había otro pequeño problema: la solución errónea al problema no sólo había sido ya enviada a la imprenta, sino que ya se había imprimido y se había enviado a los matemáticos que así lo habían solicitado. Al pobre Gösta se le pusieron los pelos de punta: ¡menudo ridículo! Se dedicó a retirar las copias que pudo agarrar, y escribió a muchos matemáticos pidiéndoles que le reenviaran su copia antes de leerla con pretextos un poco absurdos. Mittag-Leffler ni siquiera se atrevió a mencionar el error a Hermite y Weierstrass aunque, desde luego, al final todo el mundo se enteró y el propio Poincaré se dedicó a trabajar en el problema corregido.
Incluso considerando el error, por cierto, la solución de Poincaré seguía siendo tan superior a las otras que se mantuvo el premio. Pero la ironía se completa por el hecho de que, aunque la solución original de nuestra mariposa estaba mal, la corrección nos trajo algo aún más hermoso de lo que hubiera sido una solución correcta al problema de los n cuerpos. Al trabajar en el problema una vez más, Poincaré se dio cuenta de algo extraño: aunque el problema físico era determinístico, es decir, a partir de una situación inicial determinada debía ser posible predecir con precisión arbitrariamente grande lo que sucedería en el futuro, en la práctica no lo era.
La razón era la siguiente: supongamos unos datos iniciales determinados (valores de las masas, posiciones iniciales, etc.), para los que habría una solución al problema de los n cuerpos. Si modificamos los datos iniciales la solución, naturalmente, cambia. Pero ¿qué pasa si modificamos los datos iniciales una cantidad minúscula? Lo lógico sería pensar que la nueva solución sería prácticamente igual que la antigua, modificada un valor minúsculo. Pero, al estudiar el problema, Poincaré se dio cuenta de que no era así: la nueva solución y la antigua divergían en el tiempo de modo que, tras el transcurso de un tiempo determinado, eran tan diferentes como soluciones a datos completamente distintos. Era como si un levísimo toque inicial al sistema produjese un comportamiento absolutamente diferente al cabo del tiempo, un comportamiento caótico.
Al tratar de resolver el problema de los tres cuerpos y fallar, Lagrange había obtenido sus famosos puntos. Al hacer lo mismo y fallar de nuevo, Poincaré había creado lo que posteriormente se convertiría en teoría del caos. Pero la mariposa ya estaba buscando otras flores.
Además de sus responsabilidades como inspector de minas y catedrático, en 1893 Poincaré entró a formar parte del Bureau des Longitudes, la oficina fundada en 1795 y responsable de la estandarización de unidades de medida, sobre todo en lo que se refería a la navegación. En 1897, el Bureau des Longitudes se planteó de nuevo un sueño de un siglo antes: llevar el Sistema Internacional de Unidades a las unidades de tiempo, uno de los pocos lugares en los que no se había implantado realmente. Sí, existía el segundo como unidad, pero ¿y sus múltiplos? En otras magnitudes, como la longitud, se empleaban de manera rutinaria los kilómetros, pero en el tiempo se seguían empleando las unidades ancestrales de minutos, horas y días.
De modo que los miembros de la oficina, entre ellos Poincaré, se dedicaron a estudiar el problema de la medida del tiempo, la sincronización de relojes en distintos lugares del planeta, etc. Como consecuencia, entre muchas otras cosas, Poincaré se dedicó a pensar en la cuestión del tiempo medido por observadores diferentes. Si un reloj se encontraba en el hemisferio occidental de la Tierra y otro reloj en el oriental, de modo que ambos se movieran a gran velocidad el uno respecto al otro, ¿medirían el mismo tiempo o los relojes se irían desfasando uno respecto al otro?
Por entonces, de hecho, se estaban realizando los experimentos de Michelson-Morley en los que la Tierra parecía estar en reposo respecto al éter, salvo que algo en la física que estábamos empleando hasta entonces no fuera correcto, y muchos físicos trataban de encontrar una solución al tremendo dilema. Quien finalmente lo hizo, como bien sabes si eres “viejo del lugar”, fue Albert Einstein, pero sin negar el genio del alemán, la solución era inevitable y seguramente hubiera llegado en poco tiempo incluso sin él.
El holandés Hendrik Antoon Lorentz, por ejemplo, de quien acabamos de hablar hace poco por su trabajo en electromagnetismo, ya introdujo en algunas ecuaciones que trataban de refinar las ecuaciones de Maxwell lo que denominó “tiempo local” que dependía de la velocidad relativa de los observadores, aunque nunca le dio relevancia física, sino que lo trató como una herramienta matemática. Por aquella época era muy común el diálogo epistolar entre científicos, y Lorentz y Poincaré hablaban a menudo de este modo, debatiendo los artículos de uno y otro, corrigiéndose y haciéndose sugerencias. En este caso, como en otros (Einstein y Bohr son otro ejemplo excelente), ambos eran de buen talante y no se enfadaban, ni mucho menos, cuando estaban en desacuerdo.
Como consecuencia, Poincaré estaba muy al tanto del trabajo de Lorentz, y llevó más allá las ideas del holandés: según Poincaré, el “tiempo local” de Lorentz apuntaba a algo profundo en nuestro concepto de tiempo y simultaneidad. En 1898, siete años antes del annus mirabilis de Einstein, el francés publicó La mesure du temps (La medida del tiempo), donde se planteaba cómo definir exactamente qué es, cómo medirlo y qué queremos decir cuando hablamos de que dos sucesos son simultáneos o no lo son. ¿Te suena?
La conclusión de Poincaré es bien simple: no tiene sentido hablar de simultaneidad o tiempo entre dos sucesos utilizando nuestra intuición. Es más, no podemos estar seguros de que cualquier definición sea la “buena”, de modo que debemos olvidarnos de reglas aplicadas al tiempo que sean “ciertas”. La definición de simultaneidad que debemos emplear es la que nos permita formular leyes físicas de manera eficaz. En sus propias palabras,
En conclusión: no tenemos una intuición directa de la simultaneidad ni de la igualdad entre dos períodos de tiempo. Si creemos tener esta intuición se trata de una ilusión. La reemplazamos con la ayuda de ciertas reglas que aplicamos casi siempre sin siquiera pensar en ellas.
Pero ¿cuál es la naturaleza de estas reglas? No existe una regla general ni rigurosa; utilizamos una multitud de pequeñas reglas aplicables a cada caso en concreto.
Estas reglas no nos son impuestas y podemos divertirnos inventando otras; pero no podríamos descartarlas sin complicar enormemente la formulación de las leyes de la física, la mecánica y la astronomía.
Por lo tanto elegimos estas reglas, no porque sean ciertas, sino por que son las más convenientes, y podríamos resumirlas del siguiente modo: “La simultaneidad de dos sucesos o el orden en el que se han producido, la igualdad entre dos períodos de tiempo, deben ser definidos de modo que la formulación de las leyes naturales sea lo más simple posible. En otras palabras, todas estas definiciones son sólo el fruto de un oportunismo inconsciente.
Sin embargo, aunque parezca paradójico, Poincaré era un defensor de la idea del éter, el sistema de referencia absoluto, y creía que un reloj en reposo respecto al éter mostraría el tiempo absoluto y cualquier reloj en movimiento respecto al éter mostraría el tiempo local – otra cosa es que, para formular nuestras leyes físicas, nos interese utilizar uno o el otro. De hecho, en 1889 el propio Poincaré sopesó la idea de que tal vez el éter fuera algo indetectable y por tanto una entelequia física… pero al mismo tiempo siguió considerándolo como una entelequia útil, con lo que continuó utilizándolo en sus argumentos. Dos ideas algo contradictorias, pero es que no es fácil ponerse en la piel de los físicos de finales del XIX: es muy, muy difícil abandonar la última “referencia absoluta”, el éter, y quedar sin rumbo ni ancla ni nada a donde agarrarse.
Ahí es donde Einstein le dio sopas con honda a Poincaré: ambos publicaron conclusiones bastante similares en 1905, a pesar de que, a diferencia de Lorentz-Poincaré, no había relación entre ellos ni estaban al tanto del trabajo uno del otro. Poincaré tenía ideas revolucionarias y muy interesantes, como la extrapolación como realidad física del tiempo local de Lorentz, pero fue Einstein quien rechazó toda referencia absoluta y trabajó “hacia atrás”, partiendo del carácter absoluto de la velocidad de la luz. Einstein también llegó más lejos en sus conclusiones, demostrando entre otras cosas la equivalencia masa-energía; finalmente, la simplicidad de sus postulados y argumentos deja a cualquier otro físico de la época en pañales y, además, después desarrolló una teoría más general que llega tan lejos respecto a las ideas de Poincaré que es difícil siquiera compararlas.
Pero creo que estarás conmigo, si has leído sobre relatividad y ahora este artículo, en que la teoría especial de la relatividad era cuestión de tiempo, y no demasiado tiempo: Lorentz y Poincaré (además de otros, como FitzGerald) habían ya alcanzado conceptos como tiempo local, contracción de la longitud, relatividad de la simultaneidad… es imposible tratar de conciliar las ecuaciones de Maxwell con los experimentos de Michelson-Morley y el principio de relatividad de Galileo sin llegar a conclusiones parecidas. De no haber habido un Einstein, probablemente algún discípulo o lector de Poincaré y Lorentz hubiera elaborado una teoría muy similar, pues sólo faltaba el paso de abandonar la referencia absoluta, tan difícil de olvidar.
Poincaré en su despacho cerca del final de su vida.
El resto de su vida, hasta su muerte en 1912, nuestra mariposa siguió revoloteando, dejando que su prodigiosa creatividad nos regalara conceptos nuevos constantemente, sobre todo en Matemáticas. El nombre de este francés cejudo está por todas partes: la métrica de Poincaré, el teorema de Poincaré-Bendixson, el teorema de la dualidad de Poincaré, el teorema de Poincaré-Hopf, la serie de Hilbert-Poincaré, el método de Lindstedt-Poincaré, el teorema de la recurrencia de Poincaré, la desigualdad de Poincaré… ¿hace falta que siga?
No quiero, sin embargo, terminar este repaso a su genio sin dejar otro ejemplo que me deja patidifuso intentando asimilar el instinto matemático y la capacidad de abstracción de este personaje. En 1893, mientras básicamente creaba la topología, Poincaré propone una conjetura (que no es la famosa conjetura de Poincaré, de la que hablaremos en un momento) a la que llega por intuición pero que es incapaz de demostrar, y que hoy conocemos como teorema de la dualidad de Poincaré. La conjetura (pues no era teorema entonces, ya que este individuo llegó a ella sin demostrarla, así, al buen tuntún), expresada en términos modernos, dice los siguiente: si se tiene una variedad de n dimensiones que sea cerrada y orientable, el k-ésimo grupo de cohomología de esa variedad es isomorfo al (n-k)-ésimo grupo de cohomología de la variedad para cualquier número entero k.
Si Cthulhu viera eso, se le caían los tentáculos.
Finalmente, resulta irónico el hecho de que, con tantas cosas en Matemáticas que llevan su nombre, la más conocida por el común de los mortales es, en cierto sentido, un error. Se trata de la famosa conjetura de Poincaré, a la que llegaremos en un momento, pero antes, paciencia.
Ya se sabía hacía mucho tiempo que cualquier superficie cerrada y sin agujeros es, dicho fatal, una “esfera deforme”: es posible coger esa superficie cerrada y sin agujeros y deformarla hasta conseguir una esfera o al revés. Los matemáticos, que son mucho más finos que esto y no hablan de esferas deformes, dicen que una variedad de dos dimensiones cerrada y simplemente conexa es homeomorfa a una esfera.
Otra manera de verlo que no involucra deformar superficies es la siguiente: si tienes una superficie cerrada y sin agujeros, es posible tomar un lazo atado sobre sí mismo sobre la superficie e ir cerrándolo hasta colapsarlo a un punto. Aquí tienes un dibujo con una esfera:
Salix alba/CC 3.0 Attribution-Sharealike License.
Es decir, que una esfera es homeomorfa a una esfera, lo cual es de perogrullo. Pero imagina que fuera un ovoide, o un globo en forma de jirafa hecho de una sola pieza sin agujeros, o un cubo: siempre podrías ir cerrando el lazo y colapsarlo a un punto. Sin embargo, como ejemplo de una superficie cerrada que no es homeomorfa a una esfera (porque tiene agujeros), tenemos el toroide, es decir, el donut. Como ves, ninguno de los dos “lazos” puede colapsarse a un punto:
Fropuff/CC 3.0 Attribution-Sharealike License.
Como digo, esto del homeomorfismo entre superficies cerradas sin agujeros y la esfera ya era bien conocido. Bien, Poincaré se pregunta si esto también será cierto en el caso de una variedad de tres dimensiones en vez de dos, es decir, un volumen cerrado. ¿Es un volumen cerrado y sin agujeros homeomorfo a un volumen esférico? Evidentemente, él no lo expresó en estos términos tan vulgares, pero bueno. El caso es que el bueno de Henri no supo contestar, ni realizó realmente conjetura alguna, sino simplemente una pregunta.
Otros después de él siguieron intentando contestar, y con el tiempo la afirmación se empezó a conocer como conjetura de Poincaré, a pesar de que él nunca sostuvo que fuera cierta:
Toda variedad de dimensión 3 cerrada y simplemente conexa es homeomorfa a una esfera.
Pero claro, esto no es tan intuitivo como antes. En el caso anterior la variedad era como la cáscara de una naranja que encierra una naranja de tres dimensiones, pero ahora es una cáscara de tres dimensiones cerrada que encierra a una naranja de cuatro dimensiones. Curiosamente, los matemáticos lograron demostrar que esta afirmación es cierta para dimensiones mayores que tres, pero no para tres dimensiones, hasta hace relativamente poco: entre 2002 y 2003, el matemático ruso Grigori Yakovlevich Perelman publicó una demostración de la conjetura. Pero no es esto lo que me interesa: es el hecho de que la intuición de Poincaré lo llevaba a plantear cuestiones tan tremendas que no sólo él no podía responder sino que nos han llevado, en ocasiones, un siglo conseguir resolver.
A cambio de estos quebraderos de cabeza, Henri nos proporcionó maravillas como la topología o la teoría del caos que cambiaron nuestra manera de ver el mundo. Pero hablando de la teoría del caos…
Para saber más (esp/ing cuando es posible):