En la serie sobre los Premios Nobel recorremos juntos estos galardones desde su nacimiento en 1901 hasta la actualidad en las ramas de Física y de Química. En cada artículo intentamos dar una idea de la relevancia del descubrimiento en cuestión dentro de su contexto histórico, algunos datos sobre los científicos involucrados y, de paso, disfrutamos juntos parloteando sobre la ciencia relacionada con el premio de que se trate.
En la última entrega de la serie hablamos sobre el Premio Nobel de Química de 1910, obtenido por Otto Wallach por sus investigaciones sobre los compuestos alicíclicos. Hoy disfrutaremos del galardón de Física de 1911, otorgado a Wilhelm Wien, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por sus descubrimientos sobre las leyes que gobiernan la radiación térmica.
Como suele suceder, es difícil entender la importancia tremenda de los descubrimientos de Wien a partir de esta breve y vaga descripción. De modo que, como también suele suceder, para poder comprenderla tenemos antes que retroceder unas cuantas décadas en el tiempo, al comienzo de nuestra comprensión de la radiación térmica y su relación con la temperatura.
Además, si has leído Cuántica sin fórmulas, hoy recorreremos algunos de los acontecimientos más interesantes que dieron lugar a la hipótesis de Planck en más detalle de lo que pudimos hacerlo en aquella serie. En cierto sentido, como veremos, el Nobel de hoy es un premio a uno de los precursores de la cuántica, aunque él no fuera consciente de ello. ¿Listo para viajar al pasado?
El siglo XIX supuso el nacimiento de la termodinámica moderna, sobre todo a partir de la tercera década del siglo. Fue entonces cuando establecimos las bases de nuestro conocimiento sobre la temperatura, la energía térmica, las transferencias de energía debidas a la diferencia de temperatura –es decir, el calor– y cosas parecidas.
Con tan sólo un par de décadas de retraso sobre el desarrollo de la termodinámica haría lo propio la teoría electromagnética de la luz, de mano de James Clerk Maxwell. Era inevitable unir ambas para establecer las bases de la emisión de radiación térmica por parte de los cuerpos calientes y tener así leyes precisas con las que estudiar la radiación absorbida y emitida por los diferentes cuerpos del Universo, pues los cuerpos calientes emiten radiación electromagnética, luego ambas teorías deben necesariamente estar relacionadas.
A primera vista, debería haber sido algo sencillo. Al fin y al cabo, de acuerdo con la termodinámica, un cuerpo está tanto más caliente cuanto más rápido vibran las partículas que lo forman; por otro lado, de acuerdo con las ecuaciones de Maxwell, cuanto mayor es la aceleración que sufre una carga eléctrica, mayor es la perturbación del campo electromagnético a su alrededor. Todo parece encajar, ¿no? Un cuerpo caliente tiene partículas que vibran deprisa y, por tanto, emite mayor cantidad de radiación. Pero, como tantas otras veces, el diablo está en los detalles: ¿exactamente cuánta radiación emitía un cuerpo dependiendo de su temperatura? ¿cambiaba el tipo de radiación con la temperatura, o sólo la intensidad de la radiación emitida? ¿qué características de un cuerpo determinaban la cantidad de radiación emitida, aparte de la temperatura?
Algunas de estas preguntas eran de fácil respuesta. Ya hemos hablado, al hacerlo de Wilhelm Röntgen, de los rayos caloríficos presentados por William Herschel a la Royal Society en 1800; algunas características de la radiación térmica eran conocidas de manera cualitativa ya desde principios del XIX, aunque no las razones últimas de esas características, desde luego –pues es imposible entenderlas sin una termodinámica y un electromagnetismo maduros–.
No hace falta ser Maxwell, por ejemplo, para darse cuenta de que cuanto más caliente está un cuerpo, más cantidad de radiación emite. Además, la frecuencia de esa radiación –dicho en plata, el color, si es luz– cambia con la temperatura. Un cuerpo incandescente puede brillar con un rojo profundo, pero si se calienta aún más, ese color va cambiado hacia el azul. De modo que sí, tanto la cantidad de radiación como su frecuencia cambian al hacerlo la temperatura – pero cuantificar esas relaciones no es tan sencillo.
Tampoco hace falta ser Maxwell para darse cuenta que lo que acabo de decir del color es una simplificación tremenda: un cuerpo caliente no emite radiación de un solo color, sino de muchos. Al calentarse más, lo que sucede es que cambia la cantidad de radiación emitida de cada frecuencia, es decir, de cada color. Es como si la radiación emitida fuese la suma de muchas radiaciones de distintas longitudes de onda y, al cambiar la temperatura, cambia la cantidad de radiación emitida de cada frecuencia. Pero ¿cuánto? ¿cómo?
Finalmente, los distintos cuerpos emiten una cantidad de radiación diferente incluso estando a la misma temperatura. Una piedra blanca y otra negra a la misma temperatura, por ejemplo, no emiten la misma cantidad de radiación. ¿Hay algo además del color que tenga que ver con esto? ¿qué relación hay entre cuerpos de distintos colores y, una vez más, cómo es posible cuantificarlo?
Como puedes ver, se trata de muchas preguntas cuyas respuestas cualitativas teníamos más o menos claras, pero nos faltaba por un lado cuantificarlas con leyes como Dios manda, y por otro saber por qué las cosas se comportaban así. Afortunadamente, un buen puñado de genios decimonónicos llegaría al rescate.
Gustav Kirchhoff (izquierda) y Robert Bunsen (derecha).
Uno de estos genios fue el alemán Gustav Robert Kirchhoff, a quien tal vez conozcas por su trabajo en otros campos, como la electricidad o la termoquímica. Kirchhoff es uno de los padres de la espectroscopía, es decir, el análisis de la radiación emitida y absorbida por los distintos cuerpos; durante años formó un equipo maravilloso con otro alemán, Robert Bunsen –el del mechero–, y juntos realizaron multitud de descubrimientos tanto en Física como en Química. Sin embargo, en lo que nos interesa hoy, Kirchhoff estudió el espectro de emisión y el espectro de absorción de cuerpos de distinta naturaleza y a diferentes temperaturas.
Como digo, Kirchhoff es uno de los padres de la espectroscopía, con lo que como puedes comprender, sus descubrimientos en ese campo son muchos y no tenemos tiempo aquí de recorrerlos todos; sin embargo, uno de ellos resultaría ser esencial para comprender la radiación térmica y, eventualmente, llevaría al nacimiento de la mecánica cuántica –aunque poco pudiera haberlo imaginado él, desde luego–.
Este descubrimiento de Kirchhoff era, en cierto sentido, una consecuencia inevitable de la termodinámica. El alemán se dio cuenta de que, si un cuerpo está en equilibrio térmico con su entorno –es decir, a la misma temperatura que él, de modo que su propia temperatura se mantiene constante– no puede estar absorbiendo más energía de la que emite ni tampoco menos: de absorber más energía que la que emite, se iría calentando poco a poco, y de hacer lo contrario se iría enfriando poco a poco, con lo que en ninguno de los dos casos estaría en equilibrio.
Gustav Robert Kirchhoff (1824-1887).
Sin embargo, no todos los cuerpos absorben la misma cantidad de energía. Por ejemplo, si se tienen una roca blanca y otra negra en la misma habitación y se espera un tiempo largo, de modo que estén en equilibrio térmico con la habitación, las dos rocas no absorben la misma cantidad de radiación. La roca blanca es de ese color porque refleja casi toda la luz que recibe: es un cuerpo muy poco absorbente. La negra, por el contrario, es así porque refleja muy poca luz y absorbe casi toda: es un cuerpo muy absorbente. Pero, puesto que las dos rocas están en equilibrio y no absorben la misma cantidad de energía, tampoco pueden emitir la misma. La roca blanca emitiría mucha menos radiación que la negra.
Dicho con otras palabras, los buenos absorbentes son buenos emisores y viceversa. Pero Kirchhoff fue más allá en 1860, cuando se preguntó ¿cuál sería entonces el emisor perfecto?
Sería necesariamente el absorbente perfecto, es decir, un cuerpo que absorbiese absolutamente toda la radiación que recibe. Un cuerpo de ese tipo no reflejaría ni la más mínima cantidad de radiación de ninguna frecuencia, con lo que sería de color negro. Kirchhoff denominó a un cuerpo de este tipo –un ideal teórico, claro– cuerpo negro. Si un cuerpo no es negro es porque no absorbe toda la radiación, sino sólo parte. Date cuenta, por cierto, de que un cuerpo de color negro de la vida cotidiana no es un cuerpo negro kirchhoffiano. Por un lado, no es completamente negro sino que sólo lo parece, y por otro el cuerpo negro de Kirchhoff absorbe toda la radiación, no sólo la visible, mientras que para que el ojo humano vea un cuerpo de color negro sólo hace falta que absorba casi toda la luz, no el ultravioleta o el infrarrojo.
Kirchhoff postuló entonces la siguiente idea: un cuerpo negro emite la máxima cantidad de radiación posible para la temperatura a la que se encuentra, independientemente de la sustancia de que esté hecho ni ninguna otra propiedad. Cualquier otro cuerpo que no sea negro pero esté a la misma temperatura que él emitirá radiación igual a la que emite el cuerpo negro multiplicada por el porcentaje de radiación que absorbe ese cuerpo (el 100% si es negro kirchhoffiano, claro).
Por ejemplo, si la roca blanca del ejemplo de arriba refleja el 90% de la radiación y absorbe el 10%, la cantidad de energía que emitirá será el 10% de la emitida por la roca negra –si están ambas a la misma temperatura, por supuesto–. Una roca de color gris oscuro tal vez refleje el 1% de la luz que recibe, con lo que emitirá el 99% de la radiación que la roca negra a la misma temperatura.
La importancia enorme de esta ley de Kirchhoff es la siguiente: conocida la función de emisión de un cuerpo negro perfecto para cada temperatura, podemos conocer la emisión de cualquier otro cuerpo, porque la relación entre ambas energías emitidas es simplemente el porcentaje de radiación que absorbe ese cuerpo. Es como si el cuerpo negro nos sirviera de referencia absoluta en la emisión de radiación térmica y cualquier otro siguiera su mismo comportamiento con un “factor de corrección” que no es más que la fracción de radiación absorbida por él. Conociendo la función de emisión del cuerpo negro, que nos indicase cuánta radiación emite para cada longitud de onda dependiendo de su temperatura, lo tendríamos todo resuelto.
El concepto de cuerpo negro de Kirchhoff fue como un trampolín para nosotros, a pesar de sus limitaciones: por un lado, el hecho de que para comprobar su ley experimentalmente era necesario tener un cuerpo absolutamente negro, pero ¿cómo conseguir eso? Y por otro, su ley hablaba de la comparación entre la emisión de cualquier cuerpo y la función de emisión del cuerpo negro, pero ¿cuál era esa función exactamente? Desde luego, resolver la segunda pega era muy difícil sin hacer lo propio con la primera, ya que no era posible realizar experimentos con los que determinar esa función de manera empírica.
Los físicos experimentales trataron de obtener cuerpos lo más parecidos al ideal teórico de Kirchhoff, pero los primeros intentos no fueron demasiado bien. Incluso tiznando objetos con negro de humo proveniente de lámparas de gas, con hollín de chimenea o con negro de platino –platino finamente pulverizado–, aunque se obtenía un color más negro que cualquier objeto negro que tengas alrededor ahora mismo, y a pesar de que la superficie era mate y apenas reflejaba luz, no se acercaba lo suficiente al ideal de Kirchhoff. El problema era que los físicos estaban atacando el problema de manera ingenua: tratando de tiznar o pintar una superficie con algo oscuro. Había una solución mejor, pero era difícil encontrarla.
Tan difícil era que hubo que esperar casi cuarenta años para obtenerla. Por lo tanto, durante esas cuatro décadas, todas las conclusiones relacionadas con la radiación térmica deducidas de la termodinámica o el electromagnetismo no podrían ser confirmadas de manera rigurosa. Naturalmente, aunque no fuese con cuerpos negros ideales, sí se realizaron experimentos, y sí que avanzamos en nuestro conocimiento del asunto, pero siempre nos quedaba ese reconcome de no estar seguros por falta de evidencia experimental de verdad.
De hecho, a falta de la confirmación con un cuerpo negro “de verdad” cuando el dilema fuera resuelto, una de las preguntas de arriba recibió una respuesta muy satisfactoria. En 1879 un físico esloveno, Joseph Stefan, resolvió empíricamente parte del rompecabezas: a partir de los datos obtenidos en experimentos realizados por otros, estableció una ley por la que era posible calcular la cantidad total de radiación emitida por un cuerpo negro conociendo su temperatura. Es más, era una ley de enorme sencillez: la intensidad emitida era proporcional a la cuarta potencia de la temperatura.
De izquierda a derecha, Joseph Stefan (1835-1893) y Ludwig Boltzmann (1844-1906).
Tan sólo cinco años más tarde, un alumno de Stefan, el austríaco Ludwig Boltzmann, dedujo la ley de su maestro pero no a partir de experimentos, sino de las leyes de la termodinámica. La ley de Stefan-Boltzmann había resuelto una parte importantísima de nuestras dudas sobre la radiación emitida por los cuerpos calientes – era posible determinar con enorme exactitud la cantidad total de calor emitido por ellos. Sin embargo, faltaba la otra cara de la moneda: de toda esa radiación emitida, ¿qué parte era emitida en cada longitud de onda? Es decir, ¿en qué colores se emitía y cuánta en cada color, si era luz?
Aquí es donde, por fin, llega nuestro héroe de hoy, Wilhelm Wien, quien tomaría parte en esta conquista del conocimiento por triplicado, ya que por un lado inspiró un avance experimental tremendo, y por otro estableció dos leyes relacionadas con este asunto, una de las cuales seguimos usando hoy en día y la otra, aunque resultó ser errónea, fue uno de los trampolines de los que saltó la mecánica cuántica.
Su nombre completo era rimbombante: Wilhelm Carl Werner Otto Fritz Franz Wien. Había nacido en 1864 en Fischhausen, que hoy en día forma parte de Rusia pero entonces era parte del Prusia. Casi desde el principio, Wien se dedicó a la espectroscopía. Obtuvo su doctorado en la Universidad de Berlín tras trabajar en el laboratorio de Hermann von Helmholtz, y trató de hacer avanzar el conocimiento de la radiación térmica en casi todos los aspectos en los que había dilemas o dudas.
Wilhelm Wien (1864-1928).
En primer lugar, Wien reflexionó sobre la distribución de radiación emitida por los cuerpos negros. Como hemos dicho, tras Stefan y Boltzmann sabíamos la cantidad de radiación total, para todas las frecuencias, emitida por un cuerpo negro –y, gracias a Kirchhoff, para cualquier otro cuerpo también–. Esa radiación no era emitida en una sola longitud de onda, sino en muchas, y el problema completo consistía en obtener una ecuación que predijese qué intensidad se emitía para cada longitud de onda, es decir, la función de emisión que había mencionado por primera vez Kirchhoff.
Ese problema era terriblemente difícil –y Wilhelm Wien se dedicaría también a él, claro–, pero tal vez fuese posible alcanzar un conocimiento parcial sobre el asunto: era cierto que los cuerpos calientes emitían radiación de muchas longitudes de onda en distintas intensidades, pero había una longitud de onda especial. Todo cuerpo tenía una frecuencia –o longitud de onda– a la que emitía la máxima intensidad, y esa frecuencia de máxima emisión dependía de la temperatura del cuerpo. Conocer la relación entre ambas sería, al menos, un paso hacia el conocimiento de la función de emisión completa, porque tendríamos el “pico” de máxima emisión, a falta de la función entera.
De modo que, en 1893, Wien utilizó la termodinámica –que para entonces ya estaba plenamente madura– para calcular la frecuencia máxima de emisión de un gas a una temperatura determinada. El resultado que obtuvo era de una sencillez comparable a la de la ley de Stefan-Boltzmann: la frecuencia máxima de emisión de un cuerpo negro era proporcional a su temperatura. Puesto que la frecuencia y la longitud de onda son inversamente proporcionales, es lo mismo decir que la longitud de onda de máxima emisión es inversamente proporcional a la temperatura del cuerpo.
Ley de desplazamiento de Wien. Él obtuvo los puntos máximos, no las funciones representadas en gris. (Modificado a partir de 4C/ CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Sí, sí, ya sé que es evidente que cuanto más caliente, más “hacia el azul” brilla un cuerpo incandescente, y cuanto más frío, más “hacia el rojo”, y puede parecer que Wien dijo una perogrullada. Pero la importancia crucial de esta ley establecida por Wien, denominada ley de desplazamiento de Wien, es su precisión cuantitativa. Determinando la frecuencia máxima de emisión de un cuerpo cualquiera del que conociéramos la temperatura sería posible determinar la de cualquier otro cuerpo a cualquier otra temperatura con enorme exactitud.
Pero mucho más importante aún es lo contrario: una vez establecida la ley de Wien, observando la longitud de onda de máxima intensidad de cualquier cuerpo incandescente fue posible determinar con una precisión extraordinaria su temperatura. A partir de entonces nos bastó mirar con cuidado la luz de cualquier estrella –nuestro Sol, Sirio, Betelgeuse, la que fuera– para saber exactamente a qué temperatura estaba su superficie. Nuestra astronomía nunca sería la misma.
La ley de desplazamiento de Wien, por cierto, sigue siendo válida y se sigue empleando hoy en día, a diferencia de la otra ley que obtuvo relacionada con este asunto: y es que el bueno de Wilhelm sabía que obtener esos máximos era un avance, pero no resolvía el meollo de la cuestión, que era deducir la función completa para cada temperatura. Si te fijas en el dibujo de arriba, el problema de verdad era obtener esas funciones grises punteadas, ya que contenían toda la información.
Para ello era necesario experimentar con cuerpos negros casi ideales, algo que, como hemos dicho antes, es dificilísimo en el mundo real. El máximo responsable de lograrlo no fue Wien sino un físico alemán, Otto Richard Lummer, pero la primera descripción burda de cómo obtener un cuerpo negro casi kirchhoffiano fue realizada por Wien y Lummer juntos en 1895. La solución no era pintar un objeto con un barniz negro mate, sino algo bien distinto.
El problema de pintar algo de negro era, como ya hemos dicho, que por negro que fuera el pigmento parte de la radiación recibida sería reflejada. Lummer y Wien se plantearon cómo “atrapar” casi toda esa radiación reflejada; así, casi toda la radiación incidente sería absorbida por el pigmento negro y, de la que fuese reflejada, casi toda sería a su vez retenida por el cuerpo. Pero ¿cómo lograr eso?
Los dos físicos se dieron cuenta de que la solución no era pintar el exterior de un cuerpo de negro, sino el interior. Su diseño consistía en un recipiente metálico hueco cuyas paredes interiores eran ennegrecidas con polvo de platino o cualquier otro tizne negro mate, mientras que las exteriores daban exactamente igual. En una de las paredes de este objeto hueco se haría un agujero pequeño, y se dejaría el artilugio en una habitación durante largo rato para que alcanzase el equilibrio térmico.
Y la clave de la cuestión, claro está, era que el cuerpo negro ideal no era el objeto hueco, sino el agujero.
Imagina que por el agujero entra un rayo de luz: el rayo penetra por el agujero y golpea la pared interior del objeto en algún punto. Prácticamente toda la luz es absorbida, ya que el interior está tiznado. Una pequeña fracción de esa luz, sin embargo, inevitablemente es reflejada por la pared por muy negra que sea… pero ese rayo reflejado aún no ha salido del objeto hueco. Tras ser reflejado, es extremadamente improbable que salga exactamente por el agujero: muy probablemente incidirá de nuevo sobre la pared interior en algún otro punto. Pero claro, entonces casi todo será absorbido, y sólo una pequeña fracción reflejada… y ese rayo reflejado seguramente no tendrá la suerte de salir por el agujero. Tarde o temprano, naturalmente, un rayo reflejado tendrá la dirección adecuada y saldrá por el agujero, pero será tras un número determinado de reflexiones parciales.
Diagrama de un cuerpo negro de Lummer-Wien (Brews ohare / CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Así, un objeto tiznado por fuera con un pigmento que absorba el 90% de la luz no se parece mucho a un cuerpo negro, ya que refleja el 10%. Pero imagina un cuerpo negro de Lummer-Wien bastante burdo, que simplemente requiera de una reflexión adicional en su interior, en promedio, antes de que el rayo salga de nuevo por el agujero. La fracción de radiación reflejada ya no es el 10%, sino el 10% del 10%, es decir, tan sólo el 1%. De un cuerpo que absorbía el 90% de la radiación hemos pasado, usando exactamente el mismo pigmento, a otro con un 99%. Y puedes imaginar lo que sucede si la geometría interior del cuerpo obliga a una o dos reflexiones internas más: el avance era absolutamente tremendo.
Cuerpo negro de Lummer, Kurlbaum y Pringsheim (1898).
Sin embargo, en 1896 Wien abandonó el trabajo con Lummer para dar clase en la Universidad de Aachen, y Lummer buscó otros colaboradores para perfeccionar la idea y construir estos cuerpos negros mejorados. Junto con Ernst Pringsheim y Ferdinand Kurlbaum, Lummer refinó el diseño y construyó varias versiones cada vez mejores de la idea –que es básicamente la misma que seguimos utilizando hoy en día para realizar experimentos con cuerpos negros, por cierto–. El obstáculo había sido eliminado: era posible comprobar empíricamente, con una exactitud inaudita, cualquier intento de describir la función de emisión del cuerpo negro.
En poco tiempo, Lummer y sus colegas comprobaron con una precisión enorme la validez de la ley de Stefan-Boltzmann y la ley de desplazamiento de Wien: ambas se ajustaban a los datos empíricos a la perfección. Conocíamos entonces muy bien la energía radiada total y la longitud de onda de máxima emisión, pero ¿qué había de la función completa?
El propio Wien tenía su “candidata”, obtenida una vez más combinando los principios de la termodinámica con los del electromagnetismo. El alemán la había obtenido poco después de viajar a Aachen, mientras Lummer seguía absorto en la obtención de un cuerpo negro experimental, de modo que hasta entonces no había podido ser probada.
Cuando se puso a prueba la función de Wien, se observó que se ajustaba maravillosamente a la curva experimental, ¡pero sólo para una parte del espectro emitido! Para longitudes de onda cortas –es decir, frecuencias altas–, la función deducida por el alemán era casi perfecta. Sin embargo, según aumentaba la longitud de onda, la curva teórica y la experimental iban divergiendo, de modo que la función de Wien predecía una emisión de radiación bastante menor que la real en el rango de longitudes de onda largas.
La ley deducida por Wien se llamó al principio ley de distribución de Wien, pero hoy en día la denominamos aproximación de Wien, ya que sólo se utiliza para estimar la radiación emitida –sí, lo has adivinado– en longitudes de onda cortas. Era evidente, por lo tanto, que al bueno de Wilhelm se le estaba escapando algo, pero también que probablemente había algo de cierto en su procedimiento teórico, o su ley no se aproximaría tan bien a los resultados experimentales para pequeñas longitudes de onda.
Curiosamente, unos diez años después de que Wien propusiera su función candidata a describir el espectro de radiación completo del cuerpo negro, otros dos físicos propusieron una alternativa, también basada en argumentos termodinámicos y electromagnéticos. Uno de ellos es un viejo conocido de esta serie y ganador de un Nobel: John Strutt, Lord Rayleigh. El otro era Sir James Hopwood Jeans, también británico. Estos dos científicos obtuvieron una expresión diferente de la de Wien, la ley de Rayleigh-Jeans, que publicaron en 1905.
De izquierda a derecha, Lord Rayleigh (1842-1919) y Sir James Hopwood Jeans (1877-1946).
La función de Wien, como hemos dicho, fallaba para longitudes de onda largas. Bien, la de Rayleigh y Jeans funcionaba excelentemente bien donde fallaba la de Wien, ¡pero se alejaba cada vez más de la curva experimental según disminuía la longitud de onda! De hecho, presentaba una simetría extraña con la de Wien: la del alemán predecía demasiada poca energía para longitudes de onda largas, y la de los británicos predecía demasiada energía para longitudes de onda cortas (de hecho, predecía una emisión infinita de energía según disminuía la longitud de onda).
Ni la una ni la otra eran, por tanto, la tan deseada función que había anhelado Kirchhoff casi cincuenta años antes. De hecho, si lo piensas, la cosa es bien rara: tanto Wien como Jeans y Rayleigh habían partido de la termodinámica y el electromagnetismo clásicos –aunque utilizando principios y argumentos distintos en cada caso–. ¿Cómo era posible que obtuviesen resultados distintos, y que ninguno de los dos concordase con los experimentos?
Estaba pasando algo muy extraño. En palabras de Wilhelm Wien,
Debemos admitir que los resultados obtenidos por la física teórica en el campo de la teoría radiativa no son demasiado buenos […]. La investigación se enfrenta a dificultades excepcionales, y no podemos discernir cómo serán superadas. En Ciencia, la idea salvadora proviene a menudo de una dirección completamente inesperada; investigaciones en campos aparentemente diferentes iluminan a menudo de manera sorprendente los aspectos más oscuros de problemas sin resolver. Debemos basar nuestra esperanza en el futuro en la suposición de que la era presente, que tan fructífera se ha mostrado para la física, no termine sin que se encuentre una solución completa para el problema de la radiación térmica. Deben ponerse en marcha ideas nuevas y avanzadas, pero el resultado será fantástico, porque obtendremos un conocimiento profundo sobre el mundo del átomo y los procesos elementales de su interior.
La idea salvadora vino de la mano de otro alemán, el genial Max Planck. La respuesta al problema era, naturalmente, que la física clásica en la que se habían basado Jeans, Wien y Rayleigh era incorrecta. Partiendo de una suposición nueva –la hipótesis de Planck–, el alemán estableció una ley que era prácticamente idéntica a la de Wien para longitudes de onda cortas y casi exactamente igual que la de Rayleigh-Jeans para longitudes de onda largas, es decir, perfectamente adecuada a los resultados experimentales. Con ella, esta vez sí, se obtenían las gráficas punteadas en gris de arriba a la perfección.
Funciones de Rayleigh-Jeans, Wien y Planck (modificada de sfu/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Sin embargo, para hacer concordar ambas leyes y ajustarlas a la realidad, el alemán había establecido una hipótesis que, aunque aparentemente inofensiva, haría derrumbarse los pilares de la Física clásica y crearía otra nueva: la mecánica cuántica. Pero de este asunto, por más que hayamos hablado de él al hacerlo de la hipótesis de Planck y ahora mismo, volveremos de nuevo, ya que Max Planck ganaría por esta razón su propio Nobel, el de Física de 1918.
No quiero terminar sin hacer énfasis en algo. A menudo, en ciencia, nos centramos en quienes inician un nuevo paradigma, como en cierto sentido hizo el bueno de Max Planck. Esto es, desde luego, muy natural, pero no debemos olvidar a los Wien, Rayleigh y Jeans de la ciencia: a quienes llevan el paradigma existente hasta su límite último, comprueban las inexactitudes con los datos experimentales de manera rigurosa y ponen de manifiesto los agujeros. Irónicamente, es muy difícil romper con el paradigma anterior sin dominarlo y alcanzar una gran perfección con él, de modo que se vean sus fallos, y es muy probable que sin Wien, Lummer, o Jeans no hubiera habido Planck.
Por eso me alegro de que, el día diez de diciembre de 1911, el Profesor E. W. Dahlgren, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, dijera:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
La Real Academia de las Ciencias ha otorgado el Premio Nobel de Física del año 1911 a Wilhelm Wien, Catedrático de la Universidad de Würzburg, por sus descubrimientos sobre las leyes de radiación del calor.
Desde principios del siglo pasado y, en particular, desde que el trabajo de Bunsen y Kirchhoff permitió al análisis espectroscópico alcanzar un elevado grado de desarrollo, el problema de las leyes de radiación del calor han centrado en gran medida la preocupación de los físicos.
Encontrar la solución a este problema ha supuesto una enorme dificultad tanto en el aspecto teórico como en el experimental, y sería imposible llevar a buen término esta tarea sin el conocimiento de ciertas leyes que abarcan un gran número de cuerpos radiantes.
Una de estas leyes es la famosa ley de Kirchhoff sobre la relación entre la capacidad de una sustancia de emitir y absorber radiación. Relaciona las leyes radiativas de los cuerpos en general en función de la temperatura con las de radiación de un cuerpo completamente negro.
La búsqueda de las leyes de radiación del cuerpo negro se ha convertido, por tanto, en uno de los problemas fundamentales de la teoría radiativa. Estas leyes han ido siendo descubiertas a lo largo de las últimas décadas y pertenecen, en virtud de su importancia, a los grandes logros de la Física moderna.
La principal dificultad al investigar la radiación de los cuerpos negros era, en primer lugar, que no existen cuerpos absolutamente negros en la naturaleza. De acuerdo con la definición de Kirchhoff, un cuerpo de este tipo no reflejaría absolutamente nada de luz ni sería atravesado por nada de luz. Incluso las sustancias como el hollín o el negro de platino reflejan parte de la radiación incidente.
Esta dificultad fue superada en 1895, cuando Wien y Lummer establecieron los principios de acuerdo con los cuales podría construirse un cuerpo completamente negro, y mostraron que la radiación que sale de un pequeño agujero en un cuerpo hueco de paredes a la misma temperatura se comporta de manera idéntica a la radiación emitida por un cuerpo absolutamente negro. El principio de esta construcción se basa en las ideas de Kirchhoff y Boltzmann, y había sido aplicado parcialmente por Christiansen en 1884.
Con la ayuda de este aparato fue entonces posible investigar la radiación del cuerpo negro. De este modo, Lummer, con la ayuda de Pringsheim y Kurlbaum, logró establecer la denominada ley de Stefan-Boltzmann, que relaciona la cantidad de calor radiado por un cuerpo negro con su temperatura.
Esto resolvió, de un modo altamente satisfactorio, uno de los principales problemas de la teoría radiativa, es decir, el relacionado con la radiación emitida por un cuerpo negro.
Sin embargo, la energía térmica que radia un cuerpo contiene rayos de diferentes longitudes de onda, cuyas intensidades cambian según lo hace la temperatura del cuerpo. Por tanto, era aún necesario investigar la relación de la intensidad de cada longitud de onda con la temperatura.
Langley dio un primer paso hacia la solución en 1886 cuando investigó, con su famóso espectrobolómetro, la distribución de radiación en el espectro de emisión de un gran número de fuentes de calor a altas y bajas temperaturas. Todas juntas, estas investigaciones clásicas mostraron que la radiación tenía un máximo para cierta longitud de onda, y que el máximo variaba hacia longitudes de onda más cortas al aumentar la temperatura.
En 1893, Wien publicó un artículo teórico que estaba destinado a adquirir la máxima importancia en el desarrollo de la teoría radiativa. En este artículo presentó su denominada ley de desplazamiento, que proporciona una relación muy simple entre la longitud de onda de máxima intensidad radiativa y la temperatura del cuerpo negro radiante.
La importancia de la ley de desplazamiento de Wien se extiende en varias direcciones. Como veremos, proporciona una de las condiciones requeridas para determinar la relación entre la energía radiante, la longitud de onda y la temperatura en el caso de los cuerpos negros, y por tanto constituye una de las leyes más importantes en la teoría de la radiación térmica. La ley de desplazamiento de Wien ha adquirido, sin embargo, la máxima importancia también en otros contextos. Lummer y Pringsheim han demostrado que la radiación de cuerpos que no son negros obedece la ley de desplazamiento, con la única diferencia de que la constante que aparece en la fórmula tiene un valor diferente.
Por tanto, se ha hecho posible determinar la temperatura de un cuerpo, dentro de unos límites bastante estrechos, simplemente observando la longitud de onda a la que emite la máxima cantidad de radiación. Este método se ha empleado ya para determinar la temperatura de nuestras fuentes de luz, del Sol y algunas estrellas fijas, y nos ha proporcionado resultados extremadamente interesantes.
La ley de Stefan-Boltzmann y la ley de desplazamiento de Wien son afirmaciones enormemente profundas que establecen una base teórica muy sólida para estudiar la radiación térmica. No resuelven el problema central, es decir, la pregunta sobre la distribución de radiación sobre las diversas longitudes de onda para un cuerpo negro a distintas temperaturas. Sin embargo, podemos afirmar que la ley de desplazamiento de Wien proporciona la mitad de la respuesta a ese problema. Tenemos una condición para determinar la función deseada; una más nos bastaría para resolver el problema.
Era natural que el propio Wien, que había contribuido tanto al avance de la teoría radiativa, intentase encontrar una respuesta a la última pregunta, es decir, la distribución de energía en la radiación. En 1894 dedujo una ley de radiación del cuerpo negro. Esta ley tiene la virtud de que, para longitudes de onda cortas, coincide con las investigaciones experimentales antes mencionadas de Lummer y Pringsheim.
Lord Rayleigh, utilizando un sistema diferente que el de Wien, logró también descubrir una ley radiativa. A diferencia de la de Wien, la de Rayleigh concuerda con los resultados experimentales para longitudes de onda largas.
El problema se convirtió entonces en conseguir salvar el abismo existente entre estas dos leyes, cada una de las cuales era válida en un contexto determinado. Fue Planck quien resolvió el problema; por lo que sabemos, su fórmula proporciona el enlace de conexión entre la energía radiativa, la longitud de onda y la temperatura de un cuerpo negro.
Por tanto, hoy en día conocemos con bastante precisión las leyes que gobiernan la radiación térmica del cuerpo negro.
Se ha realizado de este modo una tarea magnífica y única: una tarea que ha reclamado el interés y la energía más intensos de los físicos más prominentes de nuestro tiempo.
Entre los investigadores vivos en este campo, Wilhelm Wien es quien ha realizado la contribución más importante y significativa, y la Academia de las Ciencias ha decidido por tanto otorgarle el Premio Nobel de Física de 1911.
Profesor Wien: la Real Academia Sueca de las Ciencias le ha otorgado el Premio Nobel de Física de este año por sus descubrimientos sobre las leyes de la radiación térmica. Ha dedicado usted su investigación a uno de los problemas más difíciles y espectaculares de la física, y entre los investigadores vivos hoy día ha sido usted quien ha proporcionado las contribuciones más significativas a la solución de este problema. En admiración por la finalización de la tarea, y con el deseo de que obtenga más éxitos en su trabajo futuro, la Academia lo llama a recibir el premio de mano de Su Majestad el Rey.
Para saber más (es/en cuando es posible):