Nota: Ya sé que muchos estáis esperando como agua de mayo el siguiente vídeo de La vida privada de las estrellas, pero debido a la falta de tiempo este mes saldrá publicado la semana que viene. ¡Paciencia!
No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo.
Evelyn Beatrice Hall (a veces atribuido a Voltaire).
Hace bastantes meses de la última entrega Desde la mazmorra, en la que hablé sobre ciencia básica y aplicada. Si no conoces esta serie muy infrecuente, es una especie de editorial: no voy a dar más que una opinión que, como tal, es absolutamente subjetiva. Además, dado que a veces soy un poco burro, seguramente es errónea, pero como también soy bocazas, pues aquí está – si no quieres leer verborrea y sermones “inspiradores” mejor abandonas el barco ahora que estás a tiempo. Mis pobres alumnos tienen que tragarse mis sermones de este tipo pero tú, afortunadamente, no.
Dicho esto, el artículo de von Laue ha servido de chispa para este editorial sobre diferencias de opinión y la importancia de cuidarlas y favorecerlas. Algunas de las ideas que voy a exponer son recurrentes en el blog, pero no puedo dejar de intentar expresarlas con más claridad y de manera diferente; sin embargo, escribo sobre esto ahora porque me da la impresión de que es algo que de un tiempo a esta parte es aún peor de lo que ha sido en los últimos años –aunque no tan malo como ha sido en otras épocas y lugares–.
Ya he hablado antes sobre cómo algunos de nuestros instintos, lejos de sernos útiles en la sociedad actual, son nuestros enemigos, como el de separar a la gente en grupos, identificarnos con uno de ellos y luego concluir que, evidentemente, pertenecemos al mejor grupo. Relacionado con esto está nuestra tendencia –porque puedo asegurar que yo la tengo constantemente– a los sentimientos negativos ante la discrepancia con nuestras opiniones. Antes de hablar de las consecuencias de este instinto, unido a otros factores en los que me hizo pensar von Laue, quiero pararme un momento en esta reacción absolutamente natural pero también, en mi opinión, dañina.
No voy a hablar aquí, por cierto, de un esfuerzo consciente para hacer esto. Sé que hay manuales de propaganda en los que se enseña explícitamente a hacer estas cosas –ataques ad hominem, hombres de paja, etc.–. Nos es muy fácil ver eso, pero yo quiero hablar de nosotros, de ti y de mí, y de nuestra tendencia a caer en lo mismo de manera inconsciente a pesar de nuestras buenas intenciones.
Creo que el proceso sucede más o menos así:
Supongamos que se nos plantea un problema: puede ser un dilema moral en el que debemos decidir cuál es el curso de acción, puede ser una situación que tenemos que analizar para determinar la verdad, o tal vez un estado de cosas en el que hay que tomar una decisión sobre cómo actuar del modo más inteligente. Da igual, siempre que haga falta analizar unos datos y llegar a una conclusión – eso sí, cuanto más importante nos parezca el problema y más involucrados emocionalmente estemos más fácil es caer en esto (la política es un ejemplo muy típico, aunque hay muchos otros).
Cuando llegamos a una conclusión de este tipo y nos encontramos con alguien que ha llegado a una conclusión distinta, naturalmente agradecemos que alguien pueda verter una luz diferente sobre el problema y enriquecer así nuestra información para poder, tal vez, volver a analizar el problema y tal vez rectific… ¡ah, no, lo siento! Por un momento he dejado de ser simio.
No, al encontrarnos con alguien que tiene una opinión diferente de la nuestra suelen pasarnos dos cosas diferentes pero relacionadas entre sí y con nuestra simiesca naturaleza: por un lado no concebimos cómo alguien puede pensar de manera tan absurda, cuando nuestro propio razonamiento es tan claro y evidente. Por otro, identificamos ideas con personas y a ellas con grupos y, por tanto, el conflicto entre conclusiones se convierte en uno personal, de modo que lo que debería ser algo enriquecedor se convierte a lo mejor en un fastidio y a lo peor en una enemistad.
Más en detalle, creo que la parte más primitiva de nuestro cerebro suele seguir los siguientes pasos generalmente inconscientes.Ya sé que soy pesado, pero aunque luego quiero hablar de otras cosas relacionadas con esto permite que me detenga en ello unos párrafos para tener una base sobre la que hablar de grupos, recompensas y castigos y comportamientos que promovemos y que no: ¡paciencia!
Espero que entiendas que al describir este proceso mental por un lado exagero y por otro intento darle un poco de humor, pero también espero que te reconozcas a ti mismo en algunos pasos y, al menos, eches una sonrisa ante tus propias miserias. Si te sirve de consuelo esta descripción está basada, en gran medida y a pesar de las exageraciones, en mí mismo: más miserable que yo no lo hay.
El caso es que yo he analizado la situación que sea y he llegado a la conclusión A. Naturalmente sé que tengo buenas intenciones, soy objetivo e inteligente luego mi conclusión es, evidentemente, la correcta. ¡Si no lo pensara habría llegado a otra distinta!
Mi interlocutor, en cambio, ha llegado a la conclusión B, que es errónea y absurda. Se deduce que probablemente es poco inteligente o malintencionado. Dicho de otro modo, o no es capaz de alcanzar la conclusión correcta o bien tiene segundas intenciones porque a él o a su grupo –porque, naturalmente, pertenece a un grupo, los otros– le convienen. Por ejemplo, tal vez esta idea forme parte de un “paquete de ideas” al que se suscribe su grupo y él siente lealtad hacia el grupo, el paquete de ideas y, por tanto, a esta conclusión B en concreto a pesar de su evidente estupidez.
Tanto en un caso como en otro resulta claro que mi oponente –porque empiezo a verlo como tal– presenta deficiencias, o bien intelectuales o bien morales, y yo me siento superior a él. Lo cual no es sorprendente porque, por supuesto, soy superior a la media en inteligencia y bondad.
Por supuesto, trato de convencerlo de que mi posición es la correcta, porque quiero ganar. Sí, sí, quiero ganar – esto no es una cuestión de cuál es el curso de acción más conveniente o cuál es la verdad. Aunque yo diga que quiero llegar a la verdad, no es así: lo que quiero es demostrar que mi conclusión (porque la he hecho mía) es verdadera o correcta. En otras palabras, ganar.
Si no ganase, eso significaría que voy a perder. Pero no me gusta perder, especialmente ante alguien que sostiene una estupidez o una inmoralidad así. Y eso, estaría bueno, no lo voy a permitir. De modo que no razono de manera lógica, conjuntamente con el otro, para alcanzar la solución correcta: no sólo intento encontrar agujeros en su argumentación sino también cosas que parezcan agujeros aunque no lo sean.
También, por supuesto, intento restar validez a las ideas de mi adversario de cualquier modo posible. Por ejemplo, puedo señalar que pertenece a un grupo: los otros. Los otros pueden ser un partido político, una cultura, una religión o ausencia de ella, una tendencia filosófica o ideológica o los simpatizantes de un equipo de fútbol, porque da exactamente igual, ya que lo que importa es que son los otros, moral o intelectualmente inferiores a los nuestros. ¡Estaría bueno!
De modo que mi oponente es de los otros; pero los otros no tienen razón en alguna otra cosa y, por tanto, la opinión de mi interlocutor ahora mismo pierde validez por su conexión con ellos y sus errores, que pasaré a recordarle uno tras otro en vez de utilizar argumentos para desmontar sus conclusiones concretas en este asunto. Si tengo suerte mi ingenuo oponente se identificará con los otros (para él, que es un cenutrio, son los nuestros, y los nuestros son los otros, ¡qué barbaridad!), con lo que pasará a defender a su grupo en vez de a discutir el asunto en cuestión.
Naturalmente, la otra persona puede intentar hacer lo mismo conmigo: los otros son así de despreciables, y utilizan tácticas deshonestas de ese tipo. ¡Ya te dije que eran malos y/o ignorantes! Si así fuera le recordaré a mi adversario, por un lado, que no estamos hablando de esas otras cosas en las que mi tribu cometió errores o inmoralidades, sino de un asunto concreto. Al mismo tiempo le recordaré, porque se lo merece, que no esperaba menos de uno de los otros, dada la cantidad de cosas malas que han dicho o hecho antes: es un buen momento para recordárselas.
Finalmente, si no conseguimos alcanzar un acuerdo porque mi interlocutor es demasiado estúpido o inmoral para reconocer que la conclusión A es superior –y que yo soy, por supuesto, superior a él por haber llegado a ella y haber ganado– no me quedaré contento.
Más significativa aún de las raíces emocionales del problema es esto: si mi interlocutor me demuestra, sin lugar a dudas, que tiene razón y yo no, me sentará como una patada en los morros. Antes de hablar con él yo estaba equivocado mientras que ahora sé la verdad: mi situación es mejor que antes y ha sido gracias a él. Pero en vez de sentir agradecimiento y alivio siento resquemor, porque he perdido.
Esto se exacerba cuando quien tiene la opinión A no soy yo, sino que somos muchos, y especialmente si quien tiene la opinión B es una única persona, al menos, ellos son la minoría y nosotros la mayoría. Cuando esto sucede no nos extrañamos lo más mínimo: es lógico que seamos más que ellos porque sólo un burro o un inmoral pensaría como ellos.
Dicho de otro modo, lo que satisface a esta parte tribal y primitiva de nuestro cerebro es el consenso y la coherencia en el grupo, un instinto perfectamente comprensible evolutivamente hablando. Esto, llevado al extremo, hace que en los totalitarismos –creo que no hace falta poner ejemplos– se persiga a quienes discrepan: puede hacérselos callar de manera más o menos sutil, forzarlos a callarse o aceptar las ideas de la mayoría o, en el peor de los casos, encarcelarlos o matarlos.
Sí, ya, ya sé que estoy hablando de casos horribles y poco frecuentes. Sé que en las sociedades democráticas hay menos de esto – pero también lo hay, aunque más suave, cuando alguien sostiene una idea con la que casi todos estamos en desacuerdo, y casi todos somos cómplices de ello.
En términos de recompensa/castigo, tanto individualmente en el ejemplo de mi oponente –quiero decir, interlocutor– como socialmente, ¿qué tendemos a recompensar y a castigar? Creo que la respuesta es evidente y, si no estás de acuerdo conmigo, seguramente es porque careces de la inteligencia o categoría moral necesaria para darte cuenta: recompensamos el acuerdo y castigamos el desacuerdo.
En el caso de la discusión individual la multitud de refuerzos negativos que doy a mi interlocutor es apabullante: expreso irritación, a veces decepción, me frustro, si lo convenzo de que tengo razón se lo restriego en las narices, si me convence él demuestro aún más frustración y tal vez rencor… una auténtica lluvia de refuerzos emocionales negativos.
Eso sí, si mi interlocutor está de acuerdo conmigo desde el principio, lo inundo en refuerzo positivo –lo mismo que él a mí–: nos reímos de la estupidez de los partidarios de la idea B, nos recordamos el uno al otro lo que ya sabemos, es decir, las bondades de la idea A y, por encima de todo, establecemos un vínculo emocional: nos convertimos en un pequeño nosotros.
Algo parecido hacemos como grupo de manera muy natural. Si alguien sostiene una idea poco popular, el refuerzo negativo no sólo se lo proporciono yo: se lo proporciona cada partidario de la idea A. Dado que somos muchos, al defensor de la idea B le llueven refuerzos negativos por todas partes.
¿Cuál es el mensaje del grupo, aunque sea inconsciente? El mensaje es: sométete.
Dicho con otras palabras, la disensión es emocionalmente difícil de mantener.
Soy consciente de que esto es una perogrullada como un piano de cola, pero también creo que no pensamos lo suficiente sobre ello y, sobre todo, no pensamos que es posible cambiarlo. No hablo del refuerzo positivo, por supuesto, sino del negativo.
Y sí, es posible cambiarlo.
Pero antes de cambiarlo creo que debemos plantearnos qué tipo de comportamiento queremos promover: el sometimiento a las ideas populares en cada momento o la aparición de disensiones. Cuanto más difícil emocionalmente es discrepar de las ideas mayoritarias, evidentemente, menos disensiones habrá y más armonía entre nuestras ideas. ¿Es eso lo que queremos?
Si miramos a la Ciencia, con mayúsculas, la respuesta en ese entorno es bastante clara: no, no es lo que queremos. Nuestro conocimiento científico avanza por la disensión constante. Sin que alguien salga de vez en cuando para cuestionar lo que creíamos saber nuestro conocimiento no avanza. El discrepante es nuestro motor y sin él seguiríamos estancados en lo que pensábamos saber hace milenios.
¡Pero lo mismo pasa en todo lo demás! Antes de que la esclavitud fuera una noción aborrecible, masas de personas honestas e inteligentes la aceptaban sin el menor problema y quienes se oponían a ella eran los discrepantes. ¿Qué hicimos entonces, como sociedad, ante esa disensión? Tratar de machacar a los discrepantes, como solemos hacer – digo solemos no porque lo hiciéramos tú y yo, sino porque lo hicieron personas como tú y como yo, no sólo monstruos sin escrúpulos ni cerebro. Personas equivocadas, pero muchas de ellas juntas.
De modo que, en mi no tan humilde opinión, debemos atesorar la disensión como sociedad y como individuos. Esto no significa, por supuesto, que nos enfademos con quien está de acuerdo con nosotros ni que aplaudamos a los defensores de la esclavitud infantil, pero sí que pensemos en los pasos inconscientes de antes para corregirlos; y también que, siendo criaturas de emociones, incluso exageremos el lado opuesto de la emoción para compensar el innato.
Cuando hablas con alguien que tiene una opinión diametralmente opuesta a la tuya, sé consciente de que eres afortunado. La exposición a ideas diferentes te hace volver a analizar las tuyas: incluso si sigues pensando lo que pensabas antes, seguramente lo harás con más fundamento y habrás ordenado tus argumentos. Esta conversación es una oportunidad que tenéis cada uno gracias al otro.
Además de una oportunidad, discrepar es un privilegio: en muchas épocas y lugares –y en muchos lugares en la actualidad– la disensión no es ya castigada emocionalmente, sino prohibida. Poder entablar una discusión amigable con alguien sobre una idea en la que no estáis de acuerdo, utilizando argumentos y lógica, no debería parecernos algo mundano sino un logro de la especie humana –y mira que nos critico a menudo como especie–.
Voy a ir incluso más allá. En el caso más extremo, si discutes sobre algo realmente importante, algo en lo que el otro defiende lo que te parece una aberración, es infinitamente más importante y valioso el hecho de que podéis debatir tranquilamente sobre ello que quién pueda tener razón. Y cuanto menos popular sea la idea de uno de los dos, más valioso es el hecho de poder hablar sobre ello sin más.
En la discusión recuerda que quien gana no eres tú, ni es el otro: estáis realizando un proceso juntos. No sois dos bandos, sois un equipo tratando de alcanzar la conclusión correcta. Quien triunfa aquí es la razón, no los otros ni los nuestros. Para evitar eso no hay nada más fácil –ni más difícil emocionalmente– que no utilizar etiquetas gratuitamente, ni aglomerar ideas en paquetes monolíticos, ni recordar al otro que “vosotros” no decíais lo mismo cuando bla, bla… Si te encuentras a punto de actuar así, piensa en un simio golpeándose el pecho: tú eres el simio.
Igualmente, si los argumentos de tu interlocutor tienen tantos agujeros y tan superior es tu conclusión, no debería ser difícil hacerlo evidente sin recurrir a argucias, ataques ad hominem y cosas parecidas. Como ejemplo, imaginemos que cierta conclusión puede ser honesta y objetiva o el resultado de la parcialidad: entonces, parte de la base de que la posición del otro es honesta. ¿Por qué? Porque si no lo es debería ser aún más fácil desmontarla con argumentos objetivos que no cuestionen la integridad de la persona con la que hablas –con lo que no hace la menor falta recurrir a interpretaciones sobre su calidad moral– y, por otro lado, si la persona es realmente honesta al atacar los argumentos, y no a la persona, es posible seguir discutiendo de manera afable.
No está de más tampoco recordar, incluso explícitamente a tu interlocutor, que esto no es un conflicto entre personas sino un desacuerdo entre ideas: atacar una idea no es atacar a su defensor. Incluso si llegáis a un punto en el que no tiene sentido seguir, porque hay un desacuerdo que no puede resolverse, no pasa nada. ¡No pasa nada! El mundo es un lugar más rico, porque el resto de la gente tendrá fuentes de dos opiniones distintas en vez de ser alimentada con una única papilla incuestionada.
¿Quiere todo esto decir que no podemos considerar una idea absurda o sus consecuencias inmorales? ¡No, ni mucho menos! Las ideas, científicas o no, deben ser examinadas, diseccionadas, analizadas y sus puntos flacos encontrados y destripados sin la menor misericordia. Las ideas, no las personas que las defienden. Es posible que alguien sea malvado, deshonesto y estúpido, pero no sólo es posible sino que sucede todo el tiempo que personas inteligentes, honestas y sensibles defienden ideas terriblemente equivocadas que nos parecen inaceptables.
Pero ¿quiénes somos nosotros para arrogarnos el derecho y la certeza, sin discusión previa, a calificar una idea como inaceptable? ¿Es que, como sociedad, sólo vamos a permitir discutir tranquilamente unas ideas y no otras?
Si una idea es realmente así de aberrante debería ser incluso más fácil desmontarla. ¿Qué miedo tenemos entonces?
No debemos además olvidar que muchas ideas generalmente aceptadas ahora fueron en un tiempo inaceptables o moralmente repugnantes para la inmensa mayoría de la humanidad. ¿Y si lo que ahora consideramos aberrante resulta ser cierto?
Ah, no, pensamos, envueltos en nuestro perenne sentimiento de superioridad. Eso pasó antes, cuando la humanidad no había alcanzado el nivel moral e intelectual de la actualidad. Ahora sí hemos llegado a la verdad y las cosas que consideramos inaceptables lo son sin lugar a dudas, con absoluta certeza.
Exactamente la misma certeza que hubieran mostrado un geocentrista, un defensor de la esclavitud o de la sumisión de la mujer al hombre hace unos cuantos siglos. La misma superioridad intelectual o moral. Pero claro, ellos estaban equivocados y nosotros no.
Sí, sí, ya termino con el sermón… creo que seremos una sociedad más rica, más sabia y más moral si atesoramos la disensión; si la agradecemos y la recompensamos. De ese modo tendremos muchísimas más ideas para encontrar las mejores y, por encima de todo, nos aseguraremos un suministro permanente de ideas nuevas de las que alimentarnos.
Gracias por leer hasta aquí. Es posible, por supuesto, que no estés de acuerdo conmigo, pero si es así no me sorprende: tú y los tuyos siempre habéis hecho lo mismo, despreciar la verdad y tergiversar las cosas. Sois todos iguales. Pero ya os llegará la hora, ya.