Hablando de… es la serie caótico-histórica de El Tamiz. En ella hablamos más o menos de cualquier cosa de manera caprichosa y enlazamos cada artículo con el siguiente para poner de manifiesto que todo está conectado de una manera u otra; los primeros 32 artículos de la serie están disponibles, además de en la web, en forma de dos libros, pero esto tiene pinta de no terminarse pronto (al menos, mientras vosotros y yo nos sigamos divirtiendo).
En los últimos artículos hemos hablado del café, bebida protagonista de la Cantata del café de Johann Sebastian Bach, cuya aproximación intelectual y científica a la música fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei, quien a su vez fue padre de la paradoja de Galileo en la que se pone de manifiesto lo extraño del concepto de infinito, cuyo tratamiento matemático sufrió duras críticas por parte de Henri Poincaré, el precursor de la teoría del caos, uno de cuyos padres, Sir Robert May, fue Presidente de la Royal Society de Londres, sociedad formada a imagen de la Casa de Salomón descrita en el Nova Atlantis de Francis Bacon cuando científicos de las siguientes generaciones leyeron sus escritos, como le sucedió a Robert Boyle, cuyo trabajo en óptica fue bienintencionado pero muy inferior al de otros estudiosos de la naturaleza de la luz, cuyo carácter de onda electromagnética nunca hubiéramos descubierto sin la ayuda de Michael Faraday.
Pero hablando de Michael Faraday…
Como siempre me pasa en este tipo de artículos, mi intención no es convertirte en un experto en Michael Faraday, sino dar una idea de su genio y por qué me parece admirable, qué lo hace especial y valiosísimo para nosotros y, si es posible, despertar en ti el interés necesario para que luego leas textos más doctos sobre él, que los hay por todas partes. Desde luego en esta entrada voy a mezclar constantemente hechos y opinión, de modo que si quieres una biografía aséptica sobre alguien a quien admiro profundamente, ¡hasta luego y buena suerte! El ladrillo que vas a leer es baboso hasta decir basta –y es un ladrillo tal que he tenido que partirlo en trozos, para variar–.
Y es que Faraday puede servir de inspiración para casi todo el mundo: como ejemplo de persona íntegra, de superación de uno mismo, de tesón y disciplina, inteligencia, intuición, capacidad de divulgación, apertura de mente, superación de dificultades… sí, así de objetivo va a ser este artículo.
Michael Faraday nació en 1791 en Newington Butts, que era entonces un pueblecito pero ahora es parte de Londres. Su familia era muy humilde: su padre, James Faraday, era herrero. La familia se había mudado a Newington Butts poco antes del nacimiento de Michael desde Outhgill, en Cumbria, al norte de Inglaterra, y no tenían un duro. Hago énfasis en esto para mostrar lo casi inevitable: estamos hablando de la Inglaterra de ocho años antes de que Napoleón tomara el poder en Francia. La movilidad de clases era casi inexistente y las expectativas del pequeño Michael eran exactamente las mismas que las de su padre: convertirse en aprendiz (James lo había sido del herrero de Outhgill), tomar un oficio y criar hijos que se convirtieran en aprendices a su vez. Todos pobres como ratas, por supuesto.
Michael Faraday (1791-1867).
Y así es como empezó la vida de Faraday. Al menos tuvo la suerte de ir al colegio unos años y aprender así a leer y escribir, además de rudimentos de las matemáticas, pero con tan sólo trece años empezó a trabajar de chico de los recados. Faraday llevaba cosas para unos y otros, pero uno de sus clientes –aunque aún no lo supieran ni el uno ni el otro– cambiaría su vida para siempre.
Faraday repartía periódicos para un librero, George Ribeau, que necesitaba un aprendiz de encuadernador. Dado que el joven Faraday parecía un chaval espabilado, Ribeau decidió tomarlo como aprendiz, y con él permanecería unos siete años. Fue aquí donde todo cambiaría para él. Aunque ya había demostrado curiosidad e inteligencia antes, bajo la tutela de Ribeau descubrió algo que lo dejó maravillado: los libros.
Se suponía que el niño se limitaba a encuadernar libros y, sobre todo, reparar la encuadernación de libros usados, pero ¿cómo no iba a echarles un ojo mientras hacía su trabajo? Desde luego, muchos de esos libros eran aburridos para un preadolescente, pero algunos de ellos le abrieron los ojos a una realidad nueva. Afortunadamente para él George Ribeau resultó ser no sólo comprensivo con él –muchos otros no le hubieran dejado perder el tiempo leyendo los libros y copiando los fragmentos que más le gustaban– sino una parte activa en su crecimiento intelectual.
En la librería de Ribeau Faraday leyó la Enciclopiedia Britannica, la Lógica de Isaac Watts y su adendo, El desarrollo de la mente, que lo llevaron a admirar el potencial del intelecto humano y el poder de la razón. Lo fascinaron los artículos sobre electricidad y química de la Britannica, lo mismo que Conversaciones de Química, de Jane Marcet, que era un texto divulgativo sobre Química. Marcet era una mujer, lo cual convierte su libro en algo muy inusual para la época y tal vez explique sucesos posteriores en la vida de Faraday; te pido paciencia, porque ya llegaremos a ellos, pero no olvides este comienzo en el que un libro científico escrito por una mujer lo inspiró en su adolescencia.
Jane Marcet (1769-1858).
El libro de Marcet estaba basado en lo que había aprendido en las charlas sobre química impartidas por Sir Humphry Davy. Éste era un divulgador de primera y no sólo contaba cosas, sino que realizaba experimentos en vivo y en directo frente a su público –muy nutrido de mujeres, como Marcet– y gracias a él mucha gente que nunca iría a la universidad pudo aprender mucha Química. A su vez Marcet hizo llegar el conocimiento de Davy a mucha más gente, como el jovencísimo Michael Faraday, gracias a su libro de 1805, que se hizo muy popular.
Faraday quedó tan fascinado con la química y la electricidad –que parecen haber sido los dos campos que más lo sedujeron– que se gastaba casi todo lo que ganaba, que no era mucho, en materiales para replicar experimentos descritos en los libros e intentar otros nuevos. Poco a poco, según se desarrollaba su aprendizaje, el joven lo tuvo más y más claro: no quería ser encuadernador, sino científico. Pero claro, había un problema – su extracción social hacía imposible ese sueño.
Afortunadamente para él, Michael Faraday estuvo rodeado durante su juventud de diferentes personas que reconocieron su potencial y lo ayudaron de manera absolutamente altruista. Un joyero y científico londinense, John Tatum, había iniciado en 1808 una serie de clases magistrales que impartía desde su propia casa para la City Philosophical Society, y el joven Faraday se moría por asistir. Había, sin embargo, dos problemas: por un lado George Ribeau debía darle permiso para ir a esas clases, y por otro costaban un chelín cada una (un chelín que Faraday no tenía). Ribeau le dio permiso, y el hermano de Michael, George Faraday –que era herrero como su padre–, le pagó varias de esas clases.
De boca de Tatum Faraday conoció a Newton, Nicol, Magrath y muchos otros. No exagero al decir que lo más importante que hizo Tatum por la ciencia en toda su vida fue dar estas clases al jovencísimo Michael. Además, dado el amor de Faraday por los libros, el joven se dedicó a tomar notas con ilustraciones de todas esas clases, además de todo tipo de cosas que iba aprendiendo y sobre las que leía en la librería. Tenía por entonces diecinueve años y su período de aprendiz bajo Ribeau estaba a punto de terminar: ¿qué haría entonces?
La bondad y el interés de quienes lo rodeaban le dio la respuesta el mismo año que terminaba su aprendizaje bajo Ribeau, 1812. Uno de los clientes de Ribeau era un músico londinense llamado William Dance, que sentía simpatía por el joven –pues Faraday tenía ya 21 años y ya no era un adolescente– y por su hambre de conocimiento científico. Por lo tanto Dance le regaló algo que Faraday jamás hubiera podido pagar: cuatro entradas para asistir a charlas del divulgador magistral que había inspirado a Jane Marcet, ¡nada menos que Sir Humphry Davy!
Sir Humphry Davy (1778-1829).
Faraday quedó absolutamente subyugado por Davy, que debe de haber sido un profesor de primera categoría. Recopiló todo lo aprendido en esas clases en más de trescientas páginas de notas e ilustraciones y, con una audacia producto de su enorme ingenuidad, escribió a Davy con sus notas y explicándole sus preocupaciones, sus anhelos, sus dudas sobre continuar como aprendiz de encuadernador y su amor por la ciencia.
Y Sir Humphry Davy le contestó.
Gracias a su primer mentor, Ribeau, a Marcet, a su hermano George y a Dance, se había cerrado el círculo y Faraday entró en contacto personal con su auténtico padre científico. Davy –que era más listo que el hambre– se había dado cuenta de la aguda inteligencia del muchacho, por más que careciese de educación formal, e imagino además que le tocaría la fibra sensible la transparencia e ingenuidad absoluta de Michael.
En 1813, mientras realizaba experimentos con tricloruro de nitrógeno (NCl3), Sir Humphry sufrió un accidente que lo dejó temporalmente ciego. Dado que no quería dejar su trabajo de experimentación por esa razón, se le ocurrió que tal vez podría contratar a un asistente. Más o menos al mismo tiempo la Royal Institution de la que Davy era miembro fundador –también era fellow de la Royal Society, por supuesto– despidió a uno de los ayudantes de laboratorio y dejó el puesto vacante… más claro, agua: Sir Humphry le mandó una carta a Michael para concertar una entrevista y ofrecerle el puesto. Era como si los astros se hubieran confabulado para que el joven dejase la encuadernación y se dedicase a la ciencia, si no como científico de primera clase al menos como ayudante.
Eso sí, Davy no prometía un camino de rosas. En palabras del propio Michael Faraday, en una de las cartas de Davy el científico, aunque ofreciéndole el puesto,
[…] me aconsejó no descartar las otras posibilidades frente a mi, diciéndome que la Ciencia era una amante cruel y que, desde un punto de vista pecuniario, la recompensa para quienes la servían era escasa. Le hizo gracia mi idea de la moral superior de los hombres de conocimiento y dijo que dejaría que la experiencia de unos cuantos años me enseñara la verdad sobre ese asunto.
Es decir, que Davy demostró ser –como Ribeau o Dance antes que él– una persona de principios. Tenía gran interés en contratar a Faraday, pero siempre se mostró sincero con él. La Royal Institution aceptó la sugerencia de Davy y, a riesgo de aburrirte como una mona, no puedo dejar de compartir el primer texto “oficial” de la historia en el que aparece una mención a quien se convertiría en uno de los mayores genios científicos de todos los tiempos. Se trata del acta de la reunión de la Royal Institution el 1 de marzo de 1813:
Sir Humphry Davy tiene el honor de informar a la dirección de que ha encontrado una persona deseosa de ocupar el puesto dejado en la Institución por William Payne. Su nombre es Michael Faraday. Es un joven de veintidós años de edad. Hasta donde Sir H. Davy ha podido observar y discernir parece bien preparado para el puesto. Sus hábitos parecen saludables, su disposición activa y alegre, su comportamiento inteligente. Está dispuesto a aceptar las mismas condiciones que las que disfrutaba el Sr. Payne cuando abandonó la Institución.
Resuelto – Michael Faraday será contratado para ocupar el puesto ocupado hasta ahora por el Sr. Payne en sus mismas condiciones.
Sir Humphry Davy, como he dicho ya, era un genio de la divulgación, y un experimentador de primera clase. Hemos hablado de él muchas veces en El Tamiz por ser el descubridor del sodio y el magnesio además de muchas otras cosas. Sin embargo creo que en 1813 hizo su mayor aportación a la ciencia. Un tiempo después otro científico, Henry Paul Harvey, dijo de este asunto:
El mayor descubrimiento de Sir Humphry Davy fue Michael Faraday.
Pero Davy no sólo lo descubrió: lo protegió, lo educó, lo puso en contacto con los científicos más importantes de la época y lo convirtió –lo digo sin exagerar, aunque puede que me equivoque– en el pilar de la Ciencia que sería después.
Para empezar, Sir Humphry se llevó a Faraday en un viaje por Europa –un lugar muy tormentoso por entonces–. Había logrado un salvoconducto de la Francia de Napoleón para sí mismo, su mujer y dos sirvientes, una doncella para Lady Jane Davy y un valet para él. Pero, dado que a Sir Humphry lo que realmente le interesaba era la investigación científica y el viaje iba a durar más de un año, hizo una trampichuela, afirmó que su sirviente habitual se había puesto enfermo y se llevó a Faraday como mayordomo –oficialmente, claro–.
Digo trampichuela porque aquí no parece que Sir Humphry fuera muy honesto con nadie. Por un lado engañó a Francia, porque Faraday no era ningún sirviente. Por otro engañó a Lady Jane de la misma manera –ella esperaba llevar dos personas de servicio pero Sir Humphry empleaba a Faraday como ayudante casi todo el tiempo–. Finalmente sospecho que también engañó a Faraday, porque a Michael esto de ir de sirviente no le hacía mucha gracia y Davy le aseguró que en cuanto llegasen a Francia contrataría un sirviente francés para liberarlo a él… pero tardó meses en hacerlo. No sé los detalles así que me es difícil juzgar, pero sí tengo una cosa clara: Sir Humphry Davy se salió con la suya en todo.
Para más desgracias, Lady Jane parece haber sido una petarda. Ni siquiera su marido se llevaba muy bien con ella, y Faraday tenía verdaderos problemas porque ella era bastante clasista y consideraba que Faraday era su sirviente (algo que oficialmente era, claro). En alguna carta a casa, Michael Faraday dice que si el viaje lo hubieran hecho Davy y él solos hubiera sido fantástico, pero que Lady Jane era un tostón –no con estas palabras, por supuesto–.
Antes de que sientas pena por el pobre Michael, arrastrado a un viaje por Europa como sirviente de Davy y la plasta de su mujer, espera. A lo largo del viaje Faraday aprendió lo que no está escrito de Davy, que no sólo lo empleaba como ayudante sino que lo iba educando poco a poco. En Francia Davy –con Faraday a su lado– se reunió con André-Marie Ampère y asistió a una conferencia de Joseph-Louis Gay-Lussac. En Italia conversaron con Alessandro Volta y Davy demostró empíricamente ante el Gran Duque de la Toscana que el diamante está compuesto de carbono. En cada ciudad que visitaban se reunían con los químicos más importantes de lugar, que llevaban a Davy muestras para que él, utilizando su laboratorio portátil, intentara determinar su composición.
Trío de ases: André-Marie Ampère, Joseph-Louis Gay-Lussac y Alessandro Volta.
Faraday no sería el mismo después de este viaje de dieciocho meses. En las muchas cartas que escribió a su madre durante el viaje –y a las que enlazaré al final– hay una constante: la conciencia de su propia ignorancia. Imagino que en parte esto se debió a ver mundo, y no cualquier parte del mundo, sino lo más erudito de toda Europa. Y en parte porque Davy era un genio, y sus entrevistas y reuniones con otros genios, y cuanto más veía, escuchaba y leía el joven Faraday, más se daba cuenta de lo poco que sabía – en gran medida porque, aunque me repita, todos los otros eran nobles y ricos y tenían una educación universitaria y él no:
Aquí, querida madre, todo está bien. Tengo buena salud y estoy satisfecho con todo excepto con mi propia ignorancia, que se me hace cada día más visible, aunque hago todo lo posible por remediarlo.
Fue también durante el viaje, conociendo mucha gente y viendo a qué fines destinaban el conocimiento científico, que Faraday perdió parte de su ingenuidad. Antes de que te deprimas, no quiero decir que perdiera su integridad – a lo largo de toda su vida mantuvo una honradez ímproba. Pero se dio cuenta, para su horror, de que para mucha gente el conocimiento sólo tiene sentido como medio para obtener un fin, y que a menudo ese conocimiento se convierte en herramienta para el mal:
Conocimiento. Sí, conocimiento; ¿pero qué conocimiento? Conocimiento del mundo, de los hombres, de las costumbres, de los libros y de los idiomas – cosas en sí mismas valiosas más allá de toda medida, pero que veo cada día prostituídas con los más bajos propósitos.
El largo viaje terminó cuando Napoleón escapó de su exilio en la isla de Elba: Davy tenía miedo de que la reanudación de la guerra los pusiera en peligro (la verdad es que ya se había arriesgado bastante antes), de modo que decidió volver a casa. En abril de 1815 Michael Faraday estaba de vuelta en Londres y era mucho más sabio –no sólo por la instrucción de Davy, sino por los libros que había leído y las conversaciones que había disfrutado–, menos ingenuo y exactamente igual de decidido a dedicar su vida a la ciencia.
Como digo, Sir Humphry Davy fue la mayor influencia sobre él, y tras el viaje por Europa la admiración del joven por su maestro –a quien había visto destrozar argumentos de científicos famosos y demostrar que tenía razón en multitud de cosas utilizando la experimentación– era enorme. Sin embargo, Faraday tenía las cualidades de un buen científico experimental: entre ellas, una extraordinaria capacidad de observación y análisis. Era igualmente consciente de los puntos débiles de su mentor, como su desorden y falta de método, y estaba decidido a no caer en los mismos errores que él.
Su otra gran influencia científica, a través de sus escritos –pues los dos nunca se encontraron– fue Joseph Priestley (de quien hablamos recientemente por sus investigaciones sobre la fotosíntesis). Lo que Faraday admiraba de Priestley más que ninguna otra cosa es algo que podemos seguir aplicándonos hoy sin cambiar una coma:
El Dr. Priestley tenía esa libertad de mente y esa independencia del dogma y las ideas preconcebidas que tan a menudo apresan a los hombres y los llevan de una falacia a otra, sin dejar que sus ojos se abran y vean que se trata de falacias. Tengo gran interés en exhortaros a todos –pues confío en que sois seguidores de la ciencia– a que prestéis atención a esto. Y es que el Dr. Priestley realizó sus grandes descubrimientos en gran parte por tener una mente que podía abandonar fácilmente lo que había sostenido antes, y recibir nuevos pensamientos e ideas; y me aventuraré a decir que todos sus descubrimientos se produjeron a partir de la facilidad con la que era capaz de abandonar sus ideas preconcebidas.
Joseph Priestley (1733-1804).
Durante estos primeros años en Londres a la vuelta del viaje, Faraday asentó su conocimiento científico –aunque nunca tendría la preparación formal de sus colegas, y muchos tardaron un tiempo en considerarlo un igual–. Aunque seguía siendo ayudante de laboratorio daba clases, realizaba experimentos ante la Royal Institution, publicaba artículos con lo que descubría y se iba ganando una reputación.
Por esta época, en gran medida por la influencia de Sir Humphry Davy, su trabajo experimental se centró en la química: elementos y compuestos, difusión de gases y electroquímica –algo que estaba naciendo por entonces, y el propio Davy había utilizado para realizar algunos de sus descubrimientos de elementos químicos–. Obtuvo un ascenso en el laboratorio y se casó con Sarah Barnard en 1821.
Barnard pertenecía a una congregación cristiana que había sido fundada en Escocia por John Glas a medidados del siglo XVIII (y que, por cierto, ya no existe). Su yerno Robert Sandeman la extendió por el resto de Gran Bretaña e incluso en el continente americano, y por eso a menudo sus seguidores eran llamados sandemanianos fuera de Escocia y glasitas en Escocia. Se trataba de una variante del cristianismo que intentaba ir a las raíces primitivas de la religión y, francamente, no tiene mucho interés que entremos en detalles ahora. Sólo lo menciono porque la familia de Faraday era sandemaniana, como la de Sarah Barnard, y fue a través de la iglesia que ambas familias se conocían. El propio Michael, por cierto, fue sandemaniano hasta su muerte y de esto hablaremos en un rato.
Faraday junto a su mujer, Sarah.
La vida de Faraday, sin embargo, cambió en 1821 por algo completamente distinto de su matrimonio, y el cambio sería a la vez para bien y para mal. Hasta este momento Faraday había tenido fortuna en todo: su inteligencia y su integridad le habían ganado amigos en todas partes, y tenía el cariño e incluso la admiración de todos quienes lo rodeaban. Gracias a sus primeros mentores había caído bajo el ala de Sir Humphry, que se había portado con él como merecía el carácter admirable del joven. Pero ahora, en 1821, iba a enfrentarse a lo que probablemente sería el episodio más desagradable de su vida.
Pero la semilla de este desagradable trance había sido plantada un año antes en Copenhague.
El 21 de abril de 1820 el físico y químico danés Hans Christian Ørsted estaba dando una charla sobre magnetismo cuando se encendió un circuito eléctrico cerca de una aguja imantada y Ørsted observó que la aguja se movía. A partir de ese momento se dedicó a realizar experimentos sobre la relación entre electricidad y magnetismo y llegó a la conclusión clara y meridiana de que existía una conexión entre ambos fenómenos: una corriente eléctrica afectaba a los imanes situados cerca de ella y era capaz de moverlos.
Hans Christian Ørsted (1777-1851).
La publicación de las conclusiones de Ørsted, como no podría ser de otra manera, creó un interés enorme en muchísimos científicos de todo el mundo. Existían aspectos teóricos fascinantes relacionados con el descubrimiento del danés, pero también aspectos prácticos. Por ejemplo, si un circuito eléctrico podía hacer girar un imán, ¿no podrían entonces utilizarse corrientes eléctricas para producir un giro constante en imanes? ¿no sería esto entonces un motor pero sin combustión de ninguna clase? ¡Un motor eléctrico!
Un químico y físico inglés, William Hyde Wollaston, decidió atacar el problema. Para construir su idea buscó la ayuda de Sir Humphry Davy: se proponía construir un dispositivo que produjera un giro constante a partir de una corriente eléctrica. Pero, a pesar del genio de los dos hombres y la ayuda de Faraday, el experimento fracasó (Wollaston no entendía aún el comportamiento de electricidad y magnetismo y su idea no podía funcionar). Tanto Wollaston como Davy se dedicaron a otras cosas, pero Faraday no dejó el asunto en paz y siguió trabajando en ello.
Pero de lo que consiguió entonces y sus consecuencias, buenas y malas, hablaremos en la segunda entrega de este artículo si aún te quedan ganas, dentro de una semana. ¡Hasta entonces!