Vais a matarme, pero sí: una nueva serie. Como no tengo tiempo de seguir las que tengo abiertas, esto es perfectamente razonable, ¿verdad? En fin… los niños somos así.
Quienes lleváis mucho tiempo aquí conocéis mi enorme admiración por Galileo Galilei. Por más que tuviese defectos personales, su genio y su relevancia para el auge de la Ciencia moderna –sí, con mayúscula– son indiscutibles. Pero, además de su importancia como científico, Galileo fue un divulgador excepcional: escribió libros que cualquier persona de cierta inteligencia podía leer, comprender y pensar sobre ellos.
Galileo Galilei (1564-1642).
De hecho su intención era precisamente ésa: Galileo escribió sus dos obras principales, Dialogo dei due massimi sistemi del mondo (Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo) y Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno a due nuove scienze (Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias), en italiano y no en latín –y luego serían traducidas a muchas otras lenguas vernáculas–. En ellas utiliza los diálogos, a la manera de los filósofos griegos, para exponer sus ideas.
El objetivo es que el lector se identifique con uno de los personajes –que suele ser alguien inteligente pero que desconoce lo que va a describirse en el libro–, y así aprenda como ese personaje, de manera natural, lo que el libro explica. Por supuesto, otro de los personajes es el propio autor, que imparte sabiduría, y en el caso de las obras de Galileo hay un tercer personaje que en ocasiones es quien postula ideas erróneas para que el autor las corrija.
De esta manera, el lector recibe algunas ideas nuevas que probablemente le hagan plantearse dudas. Galileo pretende entonces que el alter ego del lector pregunte esas dudas en el libro –si hace bien su trabajo, serán las mismas dudas que se planteó el lector– y de este modo el aprendizaje es lo más parecido posible a un diálogo real entre el lector y el autor.
El caso es que esto hace de obras escritas hace trescientos ochenta años algo sorprendentemente dinámico y fresco, agradable de leer incluso hoy en día – y lo que yo pretendo demostrar aquí es precisamente eso. Que las obras de Galileo siguen siendo relevantes y agradabilísimas de leer; que siguen siendo espuelas para hacer pensar al lector, promueven la discusión inteligente y son una delicia que, desgraciadamente, apenas se lee ya.
Mi otro objetivo –y siento estar a la defensiva– es luchar contra algo que me parece erróneo. Seguimos leyendo en el colegio obras de Quevedo, Shakespeare o Cervantes, pero no a Galileo. Y leer a Galileo también es cultura – no menos que leer a Cervantes, aunque esto suene un poco blasfemo.
Es cierto que la ciencia de Galileo ha sido superada, pero eso es lo de menos. Puedo asegurarte, querido y pacientísimo lector, que leyendo a Galileo desde el siglo XXI seguirás aprendiendo ciencia. Más allá de eso, leer al pisano hace pensar, sobre cosas que nunca habíamos pensado, sobre cosas que creíamos que sabíamos… incluso cuando se trata de cosas en las que Galileo se equivoca, leerlo hoy supone razonar sobre ellas para convencernos de que él está equivocado y nosotros no. Y eso también enriquece.
Pero, más allá de la importancia de la obra de Galileo y el olvido relativo al que la hemos relegado, la clave de la cuestión para mí sigue siendo la misma: leer a Galileo me produce un placer intelectual escalofriante. Mucho mayor que el de leer a Cervantes, si soy completamente sincero.
De las dos obras fundamentales de Galileo, voy a traducir y comentar una: los Discorsi. La razón es que se trata de una obra más honesta –no voy a repetir aquí por qué, puedes leer el artículo de Galileo para conocerlo–, más madura, más variada y, sobre todo, mucho menos conocida. Es una auténtica delicia, como espero demostrarte poco a poco.
Portada de los Discorsi de 1638.
Unos cuantos avisos que tal vez hagan a más de uno saltarse estos artículos:
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La traducción no pretende ser rigurosa, sino fácil de leer. En la dedicatoria he mantenido formas más o menos arcaicas de hablar para resaltar la relación entre Galileo y el conde de Noailles, pero en el resto del libro mi intención es expresar los razonamientos de la forma más clara posible, no de la forma más fiel posible al texto original.
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No es una traducción sin más, sino una traducción comentada, y de un modo extenso. Aunque la obra es deliciosa, lo es aún más con cierto contexto y con comentarios desde la perspectiva actual, y como no sé callarme no paro de hablar durante todo el tiempo. Si esto te molesta siempre puedes leer alguna versión sin comentar que haya por ahí, que seguro que hay muchas.
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El comienzo tiene una dedicatoria y una presentación al lector en las que aún no hay ciencia. Hace falta un poco de paciencia hasta llegar a ella, pero me parece importante disfrutar también de la introducción para ponerse en la piel de un lector de la época y comprender el contexto en el que se publicó y la intención que tenía.
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Algún día pretendo publicar esto en forma de libro, y podéis ayudarme si me decís cosas que no están claras, traducciones poco naturales, puntos que necesitan algún comentario adicional, etc. Cuando no esté seguro de cómo escribir algo incluiré un comentario resaltado de algún modo para que podáis decirme lo que opináis.
Para ir entrando en materia, leamos juntos la dedicatoria al conde de Noailles y la presentación del libro por parte del editor, probablemente escrita por Lodewijk Elzevir. Como digo, ninguna contiene ciencia, pero son interesantes por sí mismas, sobre todo al pensar en la época en que fueron escritas y por quién. ¿Preparado?
Dedicatoria
Al ilustrísimo señor conde de Noailles.
Consejero de Su Cristiana Majestad, Caballero de la Orden del Espíritu Santo, Mariscal de Campo y Comandante, Senescal y Gobernador de Rouergue y Teniente de Su Majestad en Auvernia, mi señor y reverenciado protector.
La dedicatoria puede sonar servil, porque lo es, pero el agradecimiento casi rastrero de Galileo tiene una razón de ser, ya que François de Noailles realmente fue uno de sus protectores más leales en la época más dura para el pisano, como veremos en un momento. El conde había sido alumno de Galileo en la Universidad de Padua treinta años antes, admiraba profundamente al italiano y parece haber habido un afecto sincero entre ambos, aunque el servilismo en la dedicatoria de Galileo no deje de serlo.
Ilustrísimo señor:
En el placer que obtenéis de la posesión de este trabajo mío reconozco vuestra magnanimidad. Conocéis la decepción y el descorazonamiento que he sentido por el desafortunado destino de mis otros libros. De hecho, había decidido no publicar ninguno más de mis trabajos. Y sin embargo, para salvarlo del completo olvido, me pareció sabio el guardar una copia manuscrita en alguna parte donde estuviese disponible al menos para quienes siguen de manera inteligente los asuntos que he tratado.
Galileo se refiere a su Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo), la obra en la que sostenía que el Sol, y no la Tierra, es el centro del Universo. El libro fue publicado en 1632, seis años antes que éste, y fue prohibido por la Inquisición al año siguiente. Además, la Inquisición prohibió la publicación de cualquier otra obra de Galileo, anterior o posterior. De ahí el interés del italiano en hacer llegar su obra a países donde esta prohibición tuviese menos peso.
Por lo tanto, decidí en primer lugar poner mi trabajo en manos de vuestra Eminencia [Vostra Signoria Illustrissima, ¿eminencia? ¿ilustrísima? ¿señor? ¿señoría?], no pudiendo pedir un depositario más digno, y creyendo que, por el afecto que sentís por mí, tendríais en vuestro corazón el interés por la conservación de mis estudios y obras. Así, cuando pasasteis por aquí en el camino de vuelta tras vuestra misión a Roma, quise mostrar mis respetos en persona del mismo modo que había hecho antes en muchas ocasiones por carta. En este encuentro le presenté a vuestra Eminencia una copia de estos dos trabajos, que ya tenía lista por entonces. El agrado con el que la recibisteis me proporcionó la tranquilidad de saber segura su conservación.
En su visita a Roma, François de Noailles había intercedido por Galileo. La opinión general en Francia sobre la prohibición de sus obras y su arresto domiciliario era tremendamente negativa, y multitud de científicos franceses lo habían expresado públicamente: Descartes, Gassendi, Fermat… Noailles no consiguió ningún perdón para el italiano, pero sí logró reunirse con él en Poggibonsi a su vuelta hacia Francia, la única vez en la que Galileo abandonó su arresto domiciliario.
El hecho de que las llevaseis con vos a Francia y se las mostraseis a aquellas de vuestras amistades que tienen conocimientos de estas ciencias me proporcionó la prueba de que mi silencio no sería interpretado como ociosidad. Poco después, cuando estaba a punto de enviar otras copias a Alemania, Flandes, Inglaterra, España y posiblemente a otros lugares de Italia, los Elzevires me avisaron de que tenían estas obras en la imprenta y que pensaban que debería escribir una dedicatoria y enviarla de vuelta inmediatamente.
Los Elzevires se refiere a una familia holandesa, de apellido Elzevir, que tenían una editorial e imprenta en Leiden. El interlocutor de Galileo en esa carta probablemente era Lodewijk Elzevir, el impresor de los Discorsi. Dado que en Holanda la influencia de la Inquisición era nula, la familia Elzevir no tenía el menor problema en publicar las obras de Galileo. La editorial sigue existiendo hoy bajo el nombre Elsevier.
Esta noticia repentina e inesperada me llevó a pensar que había sido el interés de vuestra Eminencia en revivir y difundir mi nombre, enviando estas obras a amistades diversas, lo que había hecho llegar mi trabajo a manos de estos editores, quienes, habiendo publicado ya otras obras mías, deseaban ahora honrarme con una edición bellísima de este trabajo. Pero estos escritos deben de haber recibido un valor añadido por la crítica de un juez tan excelente como vuestra Eminencia, quien se ha ganado la admiración de todos por la unión de muchas virtudes. Vuestro deseo de engrandecer el renombre de mi obra muestra vuestra generosidad inigualable, así como vuestro celo por el bienestar público, que de este modo es promovido.
Dadas estas circunstancias, es perfectamente apropiado que yo reconozca agradecidamente, de un modo clarísimo, esta generosidad por parte de vuestra Eminencia, que ha dado alas a mi fama que la han llevado a regiones más distantes de lo que hubiese podido atreverme a soñar. Por lo tanto, es de rigor que dedique a vuestra Eminencia esta criatura de mi mente. Estoy obligado a ello no sólo por el peso del favor que me habéis hecho, sino además, si puedo decirlo, por el interés que tengo en asegurarme a vuestra Eminencia como el defensor de mi reputación contra adversarios que puedan atacarla mientras permanezco bajo su protección.
Aquí Galileo lo deja claro explícitamente: no es sólo cuestión de agradecimiento. El italiano se encuentra bastante solo, a pesar de que en Europa hay un gran apoyo a sus ideas, y pide específicamente la protección de alguien poderoso como el conde de Noailles para defenderlo de quienes lo atacan o intentan desacreditar su obra. El pisano puede ser servil, pero al menos es honesto en este caso.
Y ahora, continuando bajo su estandarte y protección, le deseo humildemente que sea recompensado por su bondad mediante el logro de la máxima grandeza y felicidad.
François moriría siete años más tarde, en 1645, tan sólo tres años después que el propio Galileo, de modo que no disfrutaría de una larga felicidad. Sin embargo, su hijo Anne sería el primer duque de Noailles –el título fue creado para él– y uno de los pares de Francia. Así que, en cierto modo, el deseo de grandeza por parte de Galileo se hizo realidad.
Arcetri, 6 de marzo de 1638.
El más devoto servidor de vuestra Eminencia,
Galileo Galilei.
Arcetri es la zona al sur de Florencia donde Galileo tenía su casa, la Villa il Gioello (La Joya) donde vivió bajo arresto domiciliario hasta su muerte. Allí escribió los Discorsi y realizó multitud de experimentos, asistido por ayudantes de la talla de Evangelista Torricelli y Vincenzo Viviani, y recibió visitas de multitud de científicos, nobles y artistas de toda Europa.
Del editor al lector
Tras la dedicatoria del libro hay una pequeña presentación escrita por el editor (la casa Elzevir). Probablemente el autor sería Lodewijk Elzevir, que pretende por un lado presentar al autor –que en 1638 apenas necesitaba presentación, pero bueno– y por otro describir qué va a encontrarse el lector en este libro.
Aunque esta presentación es bastante aduladora hacia Galileo –algo poco sorprendente, claro–, es interesante por cómo revela la mentalidad de la época, tan diferente de la de un par de siglos antes.
Puesto que la sociedad se mantiene unida por los servicios mutuos que unos hombres proporcionan a otros, y dado que las artes y las ciencias han contribuido enormemente a esto, las investigaciones en estos campos siempre han sido tenidas en la más alta estima, y han sido enormemente apreciadas por nuestros sabios antepasados. Cuanto mayor la utilidad y la excelencia de la creación, mayor el honor y la alabanza recibidos por el creador. De hecho, a veces los hombres han deificado a los creadores y se han unido con el propósito de perpetuar la memoria de sus benefactores, otorgándoles este honor supremo.
También son merecidos la alabanza y admiración a aquellas mentes privilegiadas que, limitando su atención a las cosas conocidas, han descubierto y corregido ideas erróneas en muchas afirmaciones realizadas por hombres de renombre y aceptadas durante mucho tiempo como verdaderas. Aunque estos hombres hayan simplemente señalado la falsedad y no la hayan reemplazado con la verdad, siguen siendo dignos de nuestro encomio cuando consideramos la dificultad de encontrar la verdad, un hecho que ha llevado al príncipe de los oradores a exclamar: Utinam tam facile possem vera reperire, quam falsa convincere.
La cita latina es de Marco Tulio Cicerón, de su obra De Natura Deorum (Sobre la naturaleza de los dioses): “Ojalá fuese tan fácil descubrir la verdad como revelar la mentira”. Lo interesante del párrafo es la referencia a las afirmaciones consideradas mucho tiempo verdaderas. Nos encontramos bien entrado el siglo XVII, y la ciencia ha avanzado lo suficiente como para que no sólo tratemos de redescubrir la sabiduría de los antiguos griegos, sino que varios científicos –Galileo entre ellos, por supuesto– ya han demostrado que muchas ideas consideradas verdaderas durante milenios no lo eran, y que es posible ir más allá de ellas.
Y, de hecho, estos últimos siglos merecen estas alabanzas, ya que ha sido entonces cuando las artes y las ciencias, descubiertas por los antiguos, han sido llevadas a una perfección enorme y continuamente mejorada a través de las investigaciones y experimentos de mentes clarividentes. Este desarrollo es particularmente evidente en las ciencias exactas. Aquí, sin mencionar a tantos hombres que han logrado el éxito, debemos asignar el primer lugar sin duda y con la aprobación unánime de los estudiosos a Galileo Galilei, miembro de la Accademia dei Lincei.
Esta Academia de los Linces había sido fundada en Roma en 1603 por un noble llamado Federico Cesi, y ocho años más tarde Galileo había entrado a formar parte de ella (sería su miembro más famoso con mucha diferencia). El nombre hacía referencia a la visión aguda del lince, y el lema de la Accademia era Minima cura si maxima vis, Cuida de las cosas pequeñas si quieres alcanzar las grandes, en referencia a la meticulosidad en los detalles.
Desgraciadamente la Accademia desapareció poco después de la muerte de Cesi, pero Galileo estaba realmente orgulloso de su pertenencia a ella, ya que durante su existencia fue uno de los principales centros intelectuales italianos. Tanto es así que Galileo firmaba como Galileo Galilei Linceo (“El Lince”) en referencia a ella. Como verás en los Discorsi, a menudo los personajes se refieren a Galileo sin mencionar su nombre como “nuestro académico”, una vez más en referencia a la Accademia de Cesi.
Merece este honor no sólo porque ha puesto de manifiesto errores en muchas de nuestras conclusiones actuales, como se muestra ampliamente en sus obras publicadas, sino también porque a través del telescopio –inventado en este país, pero perfeccionado enormemente por él– ha descubierto los cuatro satélites de Júpiter, nos ha mostrado la verdadera naturaleza de la Vía Láctea, y nos ha mostrado las manchas solares, las partes rugosas y nebulosas de la superficie lunar, la naturaleza triple de Saturno, las fases de Venus y la naturaleza física de los cometas. Estos asuntos eran completamente desconocidos a los antiguos astrónomos y filósofos; de modo que podemos decir que ha devuelto al mundo la ciencia de la Astronomía, y la ha presentado con una nueva luz.
Observa cómo el editor escribe desde Holanda, lugar de invención del telescopio. No hace falta que explique todas las referencias a los descubrimientos astronómicos de Galileo, pero sí quiero aclarar un par de puntos:
Desde la perspectiva actual, Galileo no mostró la “verdadera naturaleza” de la Vía Láctea. Elzevir se refiere al hecho de que, con el telescopio, Galileo mostró que lo que a simple vista parece una región del firmamento blanquecina –de ahí la leyenda griega sobre Heracles y la leche de Hera que dio lugar al nombre de la Vía Láctea– realmente es una miríada de estrellas. El italiano no supo nunca que existen otras galaxias, ni que el Sol está en el interior de la Vía Láctea… pero es que su editor tampoco lo sabía.
Respecto a la “naturaleza triple de Saturno”, si has leído el artículo sobre él puede que recuerdes a lo que se refiere. En 1610 Galileo vio Saturno a través de su telescopio primitivo y observó lo que parecían dos objetos adicionales a los lados, y en sus primeras publicaciones sobre el asunto se refirió a ellas como dos cuerpos adicionales. Aunque Elzevir no lo sabía ni Galileo tampoco, se trataba realmente de los anillos de Saturno, y Christiaan Huygens revelaría su verdadera naturaleza unos años más tarde, desgraciadamente tras la muerte del divino italiano.
Recordando que la sabiduría, el poder y la bondad del Creador no se muestran en ninguna otra parte con tanta claridad como en el firmamento y los cuerpos celestiales, podemos reconocer fácilmente el mérito de aquel que ha traído estos cuerpos a nuestro conocimiento y que, a pesar de su distancia casi infinita, los ha hecho claramente visibles. Y es que, de acuerdo con el dicho popular, una imagen puede enseñar más y con mayor certeza en un día que las palabras repetidas mil veces; o, como afirma otro dicho, el conocimiento intuitivo mantiene el paso de la definición rigurosa.
Pero los dones naturales y divinos de este hombre se muestran con la mayor claridad en esta obra, donde se revela cómo ha descubierto, aunque no sin mucho trabajo y largas vigilias, dos ciencias completamente nuevas, y donde las demuestra de un modo rígido, es decir, geométrico. Y lo más notable de esta obra es el hecho de que una de las dos ciencias versa sobre algo de interés perenne, tal vez lo más importante de la Naturaleza, que ha intrigado a las mentes de los grandes filósofos y sobre lo que se han escrito innumerables libros. Me refiero al movimiento local, un fenómeno que presenta muchas propiedades maravillosas, ninguna de las cuales había sido hasta el momento descubierta o demostrada por nadie.
La ciencia del movimiento local, una de las dos que dan nombre al libro, es lo que hoy en día llamamos cinemática, es decir, el estudio del movimiento. Pero mientras que Isaac Newton utilizaría el cálculo infinitesimal para describir el movimiento, Galileo –que no disponía de unas matemáticas tan avanzadas como el inglés, ni tampoco del talento para desarrollarlas como hizo Newton– se vio limitado a la geometría para describir cuantitativamente sus descubrimientos, como veremos a lo largo del libro.
La otra ciencia que el autor también ha desarrollado a partir de sus fundamentos trata sobre la resistencia que los cuerpos sólidos presentan a la fractura por fuerzas externas, algo de suma utilidad, especialmente en las artes y ciencias mecánicas, y que también abunda en propiedades y teoremas nunca antes descubiertos.
Aunque esta mezcla de varias disciplinas modernas, como la física de materiales y el estudio de las tensiones, es mencionada como segunda ciencia, es con la que empiezan los diálogos del libro. Se trata de algo mucho menos influyente que la cinemática: con aquélla, Galileo se convirtió en el precursor de Newton, mientras que muchos otros científicos podrían haber desarrollado la segunda.
En este libro se encuentra el primer tratamiento de estas dos ciencias, lleno de proposiciones a las que, según pase el tiempo, otros hábiles pensadores añadirán otras muchas. Además, a través de un gran número de demostraciones clarísimas, el autor señala el camino hacia muchos otros teoremas que serán fácilmente entendidos por todos los lectores inteligentes.
Me parece especialmente interesante la concepción notablemente moderna de la ciencia que tiene el editor: lejos de verse deslumbrado por la sabiduría de Galileo y considerar su obra la última palabra, habla de otros pensadores añadiendo muchas otras proposiciones. Estamos ya ante la ciencia como proceso, no como verdades estáticas.
También es gracioso el final: básicamente, según Elzevir, si no entiendes la obra es que no eres inteligente. Un desafío, ¿eh? ¡Pues se va a enterar el holandés! Pero no hoy, sino cuando nos zambullamos en el primer día de estos Diálogos, dentro de una semana o así. ¡Hasta entonces!