El libro de La vida privada de las estrellas ya está en el horno. Todos los capítulos están terminados y todos excepto uno revisados, Geli está terminando la portada y el último capítulo está en proceso de corrección, así que no creo que tarde mucho tiempo en publicarse la versión en PDF (luego me pondré con la versión física a ver si es posible hacerlo bien). Mientras tanto, como he añadido un capítulo más que los artículos que ya existían, aquí lo tenéis como artículo adicional de la serie.
El último artículo hasta hace unos días, Agujeros negros, fue publicado hace catorce años, y hace siete años que publiqué la última entrada con contenido en El Tamiz. Como os dije hace unas semanas, no quiero prometer nada que no esté seguro de cumplir pero espero que este sea el primero de más artículos nuevos. Confío en que no tengáis que esperar años otra vez; mi intención es al menos publicar cada par de meses, no quiero ser más ambicioso por ahora.
En cualquier caso, como decíamos ayer…
En el resto de esta serie (que recomiendo que leas desde el principio antes de seguir) escudriñamos los secretos de las estrellas: sus tipos, su naturaleza, los procesos que tienen lugar en su interior y los objetos exóticos en los que algunas se convierten al final de su vida. Hoy hablaremos no ya sobre estrellas individuales, sino sobre cómo se agrupan en el espacio y pasaremos de la escala estelar a la cosmológica. Hablaremos sobre galaxias.
Si tienes la suerte de mirar hacia el cielo nocturno en una noche sin luna lejos de ciudades y otras fuentes de luz artificial, podrás disfrutar de una vista que ha maravillado al ser humano desde que tenemos registros históricos: la Vía Láctea. Es una banda de luz tenue, irregular, que dependiendo de la latitud y la época del año forma un ángulo diferente con la horizontal. Su belleza es tal que casi todas las culturas han asignado una leyenda a su origen pero hasta una época recientísima no teníamos ni la menor idea de qué era esa banda luminosa.
El Nacimiento de la Vía Láctea, de Pedro Pablo Rubens (c. 1637). Versión grande.
El nombre en castellano viene del griego clásico galaxías kýklos, círculo de leche, y seguimos hablando de la Galaxia con mayúscula para referirnos a ella. De acuerdo con la leyenda griega, Zeus puso a su hijo Heracles –que había tenido con una mujer mortal en una de sus constantes aventuras amorosas– sobre el pecho de Hera para que mamase mientras ella dormía. Al despertar, Hera se dio cuenta de que estaba dando de mamar a un bebé desconocido y lo empujó de su pecho; un chorro de leche salió despedido violentamente en el proceso, llegó hasta el firmamento y dejó un reguero que sigue allí hasta hoy. Los griegos eran así.
Varios filósofos y científicos se plantearon explicaciones racionales sobre su naturaleza e incluso algunos llegaron a acercarse muchísmo a la realidad. El astrónomo persa Naṣīr al-Dīn al-Ṭūsī, en su Memoria de la Ciencia de la Astronomía, postuló en el siglo XIII la idea de que la Vía Láctea era un conjunto innumerable de estrellas tan minúsculas que es imposible distinguir unas de otras y por eso la vemos como una luz blanca difuminada. Se equivocaba en lo de que son estrellas minúsculas –hoy en día sabemos que lo que sucede es que están muy lejos– pero en ausencia de telescopios me parece una hipótesis extraordinaria.
La Vía Láctea vista desde la Tierra (Steve Jurvetson/CC BY 2.0). Versión grande
Hubo que esperar cuatro siglos más para saber la verdad. Eso sucedió cuando otro genio, el italiano Galileo Galilei, dirigió su telescopio hacia el firmamento y fue testigo de maravillas que el ojo humano no había visto jamás como los cráteres lunares o los satélites de Júpiter. Al mirar con su telescopio –que en comparación con los modernos era un simple catalejo– hacia la Galaxia, vio cientos de miles de minúsculas estrellas individuales.
La pregunta evidente que se hicieron muchos científicos casi inmediatamente, era: ¿Por qué? ¿Por qué el resto del cielo nocturno tiene estrellas más o menos dispersas y sin embargo en esa banda hay una cantidad innumerable de ellas? ¿Qué hace especial a esa región del firmamento comparada con el resto?
En 1750 el inglés Thomas Wright propuso una explicación inteligentísima y básicamente acertada: el Sol es parte de un conjunto de muchísimas estrellas agrupadas en forma de disco que es la Galaxia. Al mirar en la dirección del canto del disco vemos una banda de estrellas, mientras que si miramos fuera del disco vemos muchas menos. Esta idea era revolucionaria: las estrellas, según Wright, no formaban una cúpula alrededor de nosotros ni estaban todas a la misma distancia ni mucho menos, ni tampoco llenaban uniformemente el firmamento. Para explicar por qué estas estrellas no caían hacia su centro común por la fuerza gravitatoria, el inglés planteó una explicación perfecta: las estrellas giran alrededor de su centro del mismo modo que los planetas lo hacen en el Sistema Solar.
Pero Wright fue más allá. Es posible, si las condiciones de visibilidad son idóneas, ver en algunas partes del cielo nocturno nubes de luz muy tenue, que denominamos nebulosas, sin necesidad de telescopio: Andrómeda y las Nubes de Magallanes, por ejemplo. Y el inglés postuló la hipótesis de que esas nubes de luz podrían ser agrupaciones de estrellas como la que nos rodea a nosotros pero muchísimo más lejanas. En otras palabras: nuestra Vía Láctea era una agrupación de muchas otras. Había otras galaxias además de la nuestra. Las ideas de Wright influyeron a su vez en el alemán Immanuel Kant, que cinco años después popularizó el concepto de las galaxias llamándolas universos isla, al estar separadas por distancias inconmensurables.
En 1785 William Herschel, utilizando los catálogos de estrellas existentes y sus posiciones en el firmamento, intentó estimar la forma de la Galaxia e hizo el primer diagrama racional de la Vía Láctea. Herschel puso el Sol más o menos en su centro: hoy en día sabemos que esto no es ni mucho menos cierto pero la apariencia de la Vía Láctea en el cielo lo hacía plausible ya que su brillo no cambia demasiado en niguna dirección. Si el Sol estuviera cerca del borde del disco, pensó Herschel, al mirar hacia el centro veríamos muchísimas más estrellas que si mirásemos hacia fuera, y eso no pasaba.
Diagrama de la Vía Láctea de William Herschel (1785).
El problema era tecnológico: nuestros telescopios tenían que avanzar muchísimo. Pero en los siguientes dos siglos eso fue exactamente lo que sucedió. Década tras década fuimos descubriendo cosas nuevas: más y más nebulosas –miles de ellas–, algunas en forma de molinillo o espiral, otras circulares, otras elípticas…
Observamos el hecho de que las novas (cuya naturaleza no conocíamos aún) observadas en esas nebulosas eran, en promedio, mucho menos brillantes que las descubiertas en la banda de la Vía Láctea. Algunos astrónomos sospechaban, por tanto, que Wright y Kant tenían razón y existían otros universos isla como el nuestro. Eso sí, la naturaleza de nuestra Galaxia y su relación con las nebulosas no estaba nada clara.
El ser humano es, por naturaleza, egocéntrico. Nuestra visión del Universo había sido geocéntrica durante milenios y nos costó aceptar el modelo heliocéntrico. El descubrimiento de la miríada de estrellas que nos rodean y de la Vía Láctea no cambió casi nada: la idea más generalizada (la de Wright era minoritaria) era que el Sol estaba, naturalmente, en el centro de la Vía Láctea, que era básicamente todo el Universo. Las nebulosas no eran más que pequeñas agrupaciones de estrellas en la periferia de la Vía Láctea –en los confines del Universo–.
¿Cómo saber la realidad? ¿Eran esas tenues nubes luminosas pequeñas y relativamente cercanas, o enormes como nuestra propia Vía Láctea pero mucho más lejanas? Era posible medir la distancia a estrellas muy cercanas al Sol pero no teníamos ni la menor idea de cómo hacerlo con otras mucho más lejanas.
Todo cambió para siempre con Henrietta Swan Leavitt.
Las cefeidas variables
En el siglo XVIII descubrimos una estrella, Delta Cephei, en la constelación de Cefeo, que pulsaba: su brillo aumentaba y disminuía con un período bastante preciso de unos 5,4 días. Por entonces no sabíamos siquiera qué proporcionaba el brillo a las estrellas, de modo que esto fue catalogado sin más. Pero con el tiempo fuimos descubriendo otras estrellas que también pulsaban como Delta Cephei y a todas esas estrellas las denominamos cefeidas.
RS Puppis, una de las cefeidas más brillantes de la Vía Láctea (NASA). Versión grande.
Hoy en día sabemos por qué se comportan como lo hacen, claro, y a estas alturas de la serie lo entenderás perfectamente. Las cefeidas son estrellas no demasiado jóvenes, con una cantidad considerable ya de helio. Este helio, como todos los gases, es más opaco cuanto más ionizado está. Cuando un gas se ioniza –es decir, se separan los núcleos de los electrones– la sopa de electrones que se agitan libremente es eficacísima absorbiendo luz, mientras que los electrones unidos a los átomos no lo son tanto.
Esto significa que una masa de helio formada por átomos sin ionizar –cada uno con sus dos electrones– es muy transparente. El helio sin un electrón –parcialmente ionizado– es más opaco, y más aún el totalmente ionizado, sin electrones.
Lo que sucede en las cefeidas es que el helio de las capas externas, en cierto momento, está totalmente ionizado y por lo tanto es muy opaco. Al serlo absorbe muy bien la radiación emitida por la estrella: el brillo queda atenuado y la vemos más apagada. Pero como el responsable es el helio ionizado, al absorber esa radiación se calienta y se expande.
Al expandirse, naturalmente, se enfría: y eso hace que los electrones empiecen a caer a los átomos y se unan a ellos, desionizando el plasma de helio. ¡Pero, al perder electrones libres, el plasma se vuelve más transparente! En consecuencia más luz escapa y la estrella aumenta su brillo.
A principios del siglo XX conocíamos miles de cefeidas: unas más brillantes que otras, unas con períodos de brillo-atenuación más largos, otras más cortos, unas rojas, otras blancas… De todo. Pero en 1908, mientras analizaba miles de cefeidas en la Gran Nube de Magallanes, Henrietta Swan Leavitt descubrió que existía una relación entre su brillo y su período.
No nos habíamos dado cuenta antes porque, al mirar cefeidas dentro de la Vía Láctea, sus distancias a nosotros afectan muchísimo al brillo. Pero, como las Nubes de Magallanes están a una distancia tan gigantesca de nosotros –aunque no supiésemos cuánta por entonces– todas las estrellas en su interior están más o menos igual de lejos del Sol, con lo que el brillo relativo depende únicamente de la luminosidad inherente de cada estrella y no de su distancia a nuestros ojos.
Henrietta Swan Leavitt (1868-1921).
Leavitt determinó que el período de pulsación de las cefeidas aumentaba de manera predecible con su brillo absoluto (es decir, sin tener en cuenta la distancia). La publicación de este descubrimiento lo cambió todo: imagina que vemos una cefeida a una distancia gigantesca, tan grande que no disponemos de artificio para determinarla… pero medimos su período de pulsación. Sabiendo ese período, podemos determinar su brillo inherente y comparando el brillo que vemos con el inherente es posible estimar con mucha precisión la distancia.
Una vez descubierta esta propiedad de las cefeidas, medir la distancia a cualquier nebulosa era muy fácil: bastaba con identificar una cefeida en ella, medir su período, utilizar las curvas luminosidad-período y hacer un cálculo para establecer la distancia sabiendo la diferencia entre el brillo aparente y el absoluto. Coser y cantar. Y eso es exactamente lo que hicimos.
Relación pulsación-luminosidad de las estrellas cefeidas (Vedran V/CC 0).
En 1923 un jovencísimo Edwin Hubble miró a través del Telescopio Hooker, cerca de Los Ángeles, hacia la Nebulosa de Andrómeda. Se trataba del telescopio más potente del planeta y lo sería hasta 1949, y Hubble descubrió dos cosas demoledoras sobre la naturaleza de la nebulosa. Fue capaz de observar estrellas individuales en ella, lo cual demostraba que no era una nube sino un conjunto de infinidad de estrellas (y, por lo tanto, lejanísima). Pero mucho más importante aún, midió el brillo aparente y el período de pulsación de varias cefeidas.
Esta observación, combinada con las gráficas de pulsación-luminosidad de Leavitt, permitió a Hubble hacer una estimación bastante exacta de la distancia a la Nebulosa de Andrómeda. El resultado fue apabullante: unos 900 000 años luz, una distancia gigantesca que hacía imposible que Andrómeda fuese ni parte de nuestra Galaxia, ni un pequeño satélite cercano. Hoy en día tenemos medidas mucho más precisas que las de Hubble sobre esa distancia que es aún mayor que la que estimó él. La Galaxia de Andrómeda (ya que es una galaxia, por supuesto) se encuentra a dos millones y medio de años luz de nosotros. Al mirarla, estamos viendo la luz que salió de esas estrellas mucho antes de que el primer ser humano pisara la Tierra.
Hubble en el Telescopio Hooker (1922). Versión grande.
Desde 1923 no hubo duda alguna y nuestra concepción del Universo cambió otra vez. En el pasado habíamos abandonado el modelo geocéntrico y ampliado el tamaño del Universo hasta englobar el Sistema Solar, y luego la Galaxia. Habíamos mantenido al menos la concepción heliocéntrica (es como si no pudiésemos resignarnos a no ser de alguna manera el centro de todo) pero finalmente hubo que admitir con humildad que ni siquiera eso era cierto.
La Vía Láctea es una galaxia como muchas otras y lo único que la hace especial es que nosotros estamos dentro de ella. Las nebulosas que tan tenuemente brillaban en el cielo nocturno son gigantescas agrupaciones de estrellas a distancias descomunales y el Universo es muchísimos órdenes de magnitud más grande de lo que habíamos sospechado nunca. Y la cosa no había hecho más que empezar: no había una, dos ni cien galaxias además de la nuestra. Somos una mota de polvo en el ojo del Universo.
Galaxia del Sombrero (NGC 4594) quince veces más lejana que Andrómeda (NASA). Versión grande.
La Vía Láctea
De igual manera que al estudiar las entrañas de una estrella lo hicimos fijándonos en nuestro propio Sol, haremos lo mismo ahora para escudriñar la estructura y naturaleza de las galaxias. La Vía Láctea es una galaxia bastante típica, y conocerla es un buen punto de partida para aprender más sobre las galaxias en general.
Incluso en el conocimiento de nuestra Galaxia estábamos equivocados: recordarás que Herschel había hecho un diagrama en el que el Sol estaba situado más o menos en el centro de la Vía Láctea por la simetría de estrellas en todas direcciones del disco, ¿verdad? Pues eso tampoco era cierto. Sí lo es el hecho experimental: se ve más o menos el mismo número de estrellas en toda la banda de la Vía Láctea. El error no estaba en lo que se veía, sino en lo que no.
Como bien sabes y como vimos según nuestros medios tecnológicos fueron avanzando, en el Universo no solo hay estrellas. Ya hemos visto a lo largo de la serie que existen gigantescas nubes de polvo y gas en muchas regiones del espacio interestelar. Y existen nubes de ese tipo entre el Sol y el centro de la Galaxia, con lo que al mirar hacia allí no vemos toda la luz que deberíamos ver (que sería muchísima ya que hay una cantidad ingente de estrellas).
La Galaxia de Andrómeda (David Dayag/CC BY-SA 4.0). Versión grande.
Dicho de otro modo, la aparente semejanza al mirar hacia “dentro” y “fuera” del disco galáctico es una ilusión, causada por esas cortinas parcialmente opacas que nos bloquean la visión del núcleo galáctico. El Sol está realmente muy lejos del centro de la Galaxia (lo cual es muy afortunado como veremos en un momento).
Algo que es importante entender también es que las estrellas del firmamento que no están sobre esa banda no son necesariamente externas a nuestra Galaxia: la banda es la agrupación más densa de estrellas y se ve cuando miramos en el plano del disco. Pero hay muchas otras estrellas fuera de la banda que son muy cercanas a nuestro Sol y, por tanto, están también en nuestra propia Galaxia.
Recuerda que Hubble necesitó el telescopio más potente de la época para detectar estrellas individuales en Andrómeda (que es la galaxia más cercana a la nuestra). Todas las estrellas con nombre propio que hemos visto a lo largo de la serie están en nuestra Vía Láctea, y la mayor parte de ellas a distancias minúsculas –astronómicamente hablando– de nuestros ojos. Nunca jamás has visto una estrella individual que no estuviera en nuestra Galaxia (excepto tal vez una supernova si has sido muy afortunado).
La galaxia espiral barrada NGC 1300 fotografiada por el Hubble (NASA). Versión grande.
La cartografía –o, más exactamente, la astrografía– de la Vía Láctea no es fácil precisamente por el hecho de que estamos dentro de ella. Alguna vez habrás visto “fotos” de la Galaxia vista desde fuera que obviamente no son tales porque para hacerlas habría que mirar la Galaxia desde fuera y, como vimos hace bastante, los objetos tecnológicos que más lejos han llegado son las dos sondas Voyager, que acaban de abandonar meramente los confines de nuestro Sistema Solar. Es mucho más fácil saber la forma y tamaño exactos de otras galaxias, como Andrómeda, que sí podemos fotografiar de verdad.
Sin embargo, a lo largo del tiempo hemos hecho observaciones muy cuidadosas de infinidad de estrellas de nuestra galaxia y hemos comparado sus posiciones, brillos y velocidades relativas con los de estrellas situadas en otras galaxias diferentes. De ese modo nos hemos hecho, aunque sea de manera indirecta, una idea bastante buena de la estructura, comportamiento y dimensiones de la Vía Láctea.
Nuestra galaxia está formada por un número tan enorme de astros que nos es imposible saber cuántos con exactitud, pero son entre cien y cuatrocientos mil millones de estrellas. Es un número imposible de concebir para mí y una de las muchas razones por las que la astronomía me hace sentir muy, muy pequeño. Por otro lado, aunque me apabulle, también me produce una sensación de maravilla y disfrute muy difícil de explicar pero que, a estas alturas de la serie, espero que compartas si no lo hacías ya. Estimamos que hay unos diez mil millones de enanas blancas en ella, mil millones de estrellas de neutrones y cien millones de agujeros negros estelares.
Sus dimensiones son también escalofriantes. Como bien había hipotetizado Wright, se trata de una especie de disco más o menos circular con un grosor de dos mil años luz y un diámetro de unos 260 000 años luz, que gira majestuosamente alrededor de su centro –en esto también tenía razón Wright– con un período de cientos de millones de años. No doy una cifra exacta porque, como veremos, depende del lugar de la Galaxia del que estemos hablando; nuestro Sol tarda unos 240 millones de años en dar una vuelta completa. En su vida como estrella ha dado unas veinte vueltas y desde la aparición del ser humano ha dado 1/1250 de vuelta.
Naturalmente, no todas las estrellas están en ese disco, ni el propio disco tiene una frontera definida. Hay un halo que rodea el disco central y en él la densidad de gas, polvo y estrellas es mucho menor, además de disminuir con la distancia. Además, hay pequeñas agrupaciones de miles o millones de estrellas, como si fueran mini-galaxias, que rodean la Vía Láctea fuera del disco. Estas rémoras galácticas reciben el nombre de cúmulos globulares y existen en la mayor parte de las galaxias.
Es importante recordar que las estrellas, incluidas las de los cúmulos globulares, orbitan alrededor del núcleo galáctico, no de un eje común: no sucede como en el caso de la Tierra, en la que cada punto gira alrededor de un eje de rotación. Las galaxias no tienen tal eje de rotación, sino un punto central. Esto significa que las órbitas no están sobre un mismo plano, aunque la mayor parte de ellas (al estar muchas estrellas aproximadamente en el plano galáctico) ocupen planos casi paralelos. Un cúmulo globular razonablemente alejado del disco, por el contrario, tendrá una órbita muy inclinada sobre él.
El cúmulo globular Omega Centauri visto por el telescopio ESO (ESO/CC BY 4.0). Versión grande.
La Vía Láctea es una galaxia espiral barrada. Veremos más adelante que suele clasificarse a las galaxias, ya que así lo hizo Hubble, dependiendo de su forma. La Vía Láctea no es un disco poblado uniformemente de estrellas sino que tiene un núcleo muy densamente poblado y brazos espirales que salen de él (por eso es una galaxia espiral). Pero el núcleo no es esférico sino que tiene forma alargada, como de barra, y los brazos salen de los extremos de la barra (por eso es barrada).
La estrella G2V alrededor de la cual gira el planeta sobre cuya superficie estás aposentado ahora mismo viaja alrededor del núcleo galáctico en uno de estos brazos espirales, el Brazo de Orión, a una distancia de unos 27 000 años luz del centro de la Galaxia y a unos 50 años luz del plano galáctico (el plano central del disco).
Mapa de la Vía Láctea (modificado de este de la ESA). Versión grande.
El núcleo contiene una densidad descomunal de estrellas, de gas y de polvo. Allí el disco se engrosa ya que el núcleo no es esférico pero sí es más abultado que el resto del disco. En un radio de unos tres años luz del centro estimamos que hay unos diez millones de estrellas. Se trata de una densidad estelar tan elevada que la vida tal como la conocemos sería imposible allí.
Un planeta que orbite cualquier estrella del núcleo galáctico estaría sometido a procesos demasiado violentos con una frecuencia bastante grande. Piensa en todo lo que hemos hablado aquí: novas, supernovas, chorros de radiación, convulsiones estelares…
La superficie de ese planeta estaría barrida por partículas cargadas, neutrones energéticos o radiación ionizante muy a menudo. Es posible, naturalmente, que otras formas de vida muy diferentes de las que conocemos pudieran evolucionar allí, pero se trata de un entorno extremadamente hostil.
En el centro del núcleo galáctico la densidad de estrellas se hace tan grande que muchas de estas estrellas se fusionaron hace muchísimo tiempo para formar un solo objeto: por supuesto, un agujero negro. Pero no se trata de un agujero negro con una masa de unas decenas ni unos cientos de Soles. Es un agujero negro supermasivo con la masa de unos cuatro millones de Soles y un radio de 46 millones de kilómetros.
Sagitario A* visto por el telescopio Event Horizon (NASA). Versión grande.
Dado que el núcleo galáctico, visto desde la Tierra, está en la dirección de la constelación de Sagitario (cerca de su frontera con Escorpio), a este agujero negro se lo denomina Sagitario A*: es la fuente de radioondas más intensa de la constelación de Sagitario. El asterisco indica que se trata de una fuente de radioondas especial (¡y tanto!).
Por supuesto no podemos verlo, pero en 2017 obtuvimos la primera imagen en la que se observa la sombra del horizonte de sucesos y el gigantesco disco de acreción que lo rodea. Sabemos con bastante seguridad que agujeros negros supermasivos similares, con millones de masas estelares, se encuentran en el núcleo de casi todas las galaxias. Es algo inevitable dada la densidad estelar en esas regiones y la tendencia de las estrellas a fagocitar a otras cercanas.
Materia oscura
Las estrellas de la Vía Láctea, como sucede en cualquier galaxia, no giran alrededor del centro con el mismo período: las galaxias no se comportan como objetos rígidos en rotación sino que cada estrella viaja a una velocidad diferente, como sucede en los planetas del Sistema Solar. En el caso de los planetas conocemos perfectamente la relación entre radio orbital y período, ya que la describió con una precisión pasmosa Johannes Kepler: el período orbital al cuadrado es proporcional al radio orbital medio al cubo.
Esta ley matemática descubierta por Kepler se denomina Tercera Ley de Kepler del movimiento planetario (hay otras dos que no nos importan ahora mismo). Newton la explicó de un modo muy sencillo a partir de su teoría de gravitación, y es uno de los pilares de la planetología y la cosmología; es fácil de deducir a partir de las bases de la teoría gravitatoria. Pero pronto nos dimos cuenta de que las estrellas que giran en las galaxias no siguen la ley de Kepler.
Las estrellas muy lejanas al núcleo galáctico deberían moverse muy despacio, tanto más cuanto más lejos estén. Pero a partir de cierta distancia esta disminución de velocidad no se observa sino que hay un patrón más o menos aleatorio pero con una media constante… e incluso a veces hay velocidades bastante mayores para estrellas muy lejanas. Todo esto parece absurdo y viola una de las leyes que más claras teníamos hasta observar este extraño fenómeno. Existen dos posibles razones: la primera es teórica y la segunda experimental.
La teórica es bien fácil de entender: es posible que nuestras teorías sobre la gravitación sean erróneas, que tanto Newton como Einstein estuvieran equivocados y que la tercera ley de Kepler no sea más que una aproximación que se rompe a escalas muy grandes. Haría falta modificar nuestras teorías para englobar tanto el movimiento planetario de pequeña escala como el estelar de gran escala.
La segunda posible explicación a esta anomalía es que la teoría es perfecta pero estamos usando datos erróneos porque hay materia que no vemos. Sería posible explicar el comportamiento empírico de las estrellas si suponemos que hay enormes cantidades de masa esparcidas por la Galaxia (no en el núcleo únicamente) que alteran la velocidad de las estrellas más lejanas. Pero para explicar la anomalía en el comportamiento estelar la Vía Láctea debería tener una masa unas 10 veces mayor que la que vemos… esto significa que, de ser cierta esta explicación, el 90% de la masa de la Galaxia es invisible para nosotros y todas las estrellas, polvo y gas que observamos es solamente el 10%.
Al ser materia que no detectamos de ninguna manera (no es polvo ni gas, ya que ambos son detectables en distintas longitudes de onda por nuestros telescopios) se la denomina hipotéticamente materia oscura. Se trata, aunque pueda parecer sorprendente, de la explicación más aceptada hoy en día, aunque como digo no es una certeza, sino una mera hipótesis.
De existir, la materia oscura galáctica es realmente peculiar. No es invisible por ser simplemente oscura como lo es el carbón: un trozo de carbón puede ser muy oscuro pero refleja algo de luz y, sobre todo, emite radiación infrarroja dependiendo de la temperatura. Podríamos no verlo con los ojos, pero sí con un instrumento óptico sensible a esas longitudes de onda. Ahora bien, ninguno de nuestros telescopios que escudriñan el espacio en infrarrojos, radioondas, microondas, rayos X o ultravioleta ha detectado ni un ápice de materia oscura. Eso significa que no interacciona de ninguna manera con el campo electromagnético: de hecho, pensamos que si existe su única interacción con el resto del Universo es la fuerza gravitatoria.
Como comprenderás, decir que no sabemos si existe o no algo que constituye el 90% de nuestra Galaxia (y de todas las demás en mayor o menor medida, porque las velocidades estelares tienen un comportamiento parecido en todas partes) es algo brutal. Pero la razón de que esta hipótesis sea la más aceptada es que la velocidad de rotación galáctica no es el único aspecto en el que las cosas no encajan pero sí lo harían de existir la materia oscura.
Efecto de lente gravitatoria producido por un cúmulo de galaxias (ESA/Hubble/CC BY 4.0).
Recordarás que cuando hablamos sobre agujeros negros lo hicimos sobre el efecto de lente gravitacional que podían producir esos objetos tan masivos. Lo mismo sucede con las galaxias: al mirar objetos al otro lado de ellas, la inmensa masa de las galaxias distorsiona la imagen de lo que hay detrás. Como el efecto es mayor cuanta más masa tiene la galaxia, es posible estimar su masa midiendo cómo de grande es el efecto de lente gravitatoria que produce. Y al hacerlo obtenemos masas unas cinco veces superiores a las que podemos ver con nuestros telescopios. La existencia de materia oscura explicaría la diferencia.
También es cierto que ambos fenómenos tienen que ver con nuestras predicciones realizadas con la teoría gravitatoria de Newton-Einstein, luego una modificación de esta teoría podría explicar las dos anomalías. En cualquier caso, no tengo la menor duda de que la resolución de este conflicto supondrá varios Premios Nobel en las próximas décadas.
Universos Isla
Nuestra Vía Láctea no es más que una de los muchos universos isla kantianos que conocemos hoy. Del mismo modo que me parece imposible asimilar el número de estrellas que hay en nuestra Galaxia me parece imposible hacerlo con el número de galaxias que hemos observado en el Universo. No tenemos un número exacto ya que nuestros telescopios mejoran constantemente, pero la estimación actual es de unos doscientos mil millones de galaxias: un número comparable al de estrellas en nuestra Galaxia. Si multiplicas un número por el otro (número de galaxias por número de estrellas en nuestra galaxia, suponiendo que es una cantidad típica) el resultado es apabullante. Hay más estrellas en el Universo que granos de arena en todas las playas de la Tierra.
Son tantísimas que solamente las más cercanas y las más interesantes tienen nombre propio: Andrómeda, las Nubes de Magallanes, la del Molinillo, la del Sombrero… El resto siguen códigos de clasificación diversos y tienen por tanto nombres crípticos. La del Sombrero, por ejemplo, es M104 (el objeto 104 en el catálogo de Messier), pero también es NGC4594 (el número 4594 del Nuevo Catálogo General, PGC42407 (la galaxia 42407 del Catálogo Principal de Galaxias), etc.
Aunque hay muy diversos tipos de ellas, las diferencias fundamentales entre unas galaxias y otras son su tamaño (ya que, aunque inmensas, no todas contienen el mismo número de estrellas) y su forma. En 1926 Edwin Hubble estableció una clasificación galáctica morfológica (basada en la forma) que seguimos usando hoy en una versión extendida y definió cuatro tipos fundamentales: elípticas, lenticulares, espirales e irregulares.
Morfología galáctica de Hubble (Ville Koistinen/CC BY 3.0).
Las galaxias elípticas se llaman así porque tienen forma de esferoide o elipsoide. Suele asignárseles un número que indica la excentricidad, es decir, lo alargadas que son: una E0 es esférica, mientras que una E3 es más alargada. Más allá de esto, las galaxias elípticas no tienen mucha estructura sino que las estrellas giran alrededor del centro en órbitas más o menos aleatorias, con lo que no son muy interesantes al observarlas con el telescopio.
Hubble pensaba que se trataba de galaxias muy jóvenes que luego evolucionaban a otras formas más enrevesadas, pero hoy en día sabemos que no es así. Hay pocas galaxias elípticas y la mayoría están localizadas en cúmulos de bastantes galaxias relativamente cercanas, con lo que pensamos que son el resultado de la colisión y fusión de galaxias originalmente independientes.
La galaxia E1 IC-2006 a 62 millones de años luz (NASA/ESA/Hubble). Versión grande.
Las galaxias espirales como la Vía Láctea se llaman así por la razón obvia y son las más comunes. Todas tienen un núcleo más grueso y compacto y brazos espirales, y algunas (como la nuestra) no tienen un núcleo esférico sino que de él salen dos brazos cortos y gruesos, de modo que el núcleo parece una barra y en ese caso se llaman espirales barradas. Se les suele asignar una letra para indicar el tamaño relativo del núcleo y los brazos: una Sa tiene un núcleo grande y brazos difuminados, con lo que parece casi un disco. Una Sb tiene brazos más definidos sin nada entre ellos, y una Sc más aún, con un núcleo bastante más pequeño. La Vía Láctea parece ser (porque no está claro, ya que estamos dentro) una espiral barrada Sb.
NGC2008, una galaxia espiral (ESA/Hubble/NASA/A. Bellini/CC BY 4.0). Versión grande.
Las galaxias lenticulares son una especie de híbrido entre los dos tipos anteriores: están aplanadas en forma de disco como las espirales, pero son simétricas alrededor de un eje y no tienen estructura, como las elípticas. Son una especie de elípticas aplanadas sin brazos y su código es S0 (algo así como “galaxia espiral sin brazos”).
Finalmente, las galaxias irregulares son un cajón de sastre donde se agrupan todas las que no pertenecen a los otros tipos. Suelen ser pequeñas y en su mayor parte, por lo que sabemos, pertenecían a alguno de los otros tres tipos pero fueron deformadas por la gravedad al pasar cerca de otras galaxias cercanas.
Las galaxias que observamos no tienen posiciones aleatorias en el espacio: solo un 5% de las galaxias que conocemos están completamente aisladas. De hecho es relativamente común que dos galaxias que se mueven una hacia la otra interaccionen entre sí: que se unan para formar una galaxia mayor, se roben estrellas y materia no estelar la una a la otra, etc. Son procesos bellísimos al mirarlos con un telescopio, pero verdaderos cataclismos para la estructura de esas galaxias.
NGC 4038 y 4039, las Galaxias de la Antena, en colisión (NASA). Versión grande.
La mayor parte de las galaxias forman grupos separados de otros por distancias mucho mayores. Estos conjuntos de galaxias reciben el nombre formal de grupos si son de pequeño tamaño (menos de 50 galaxias) y cúmulos si se trata de muchas (entre 50 y 1000 galaxias).
Nuestra propia Galaxia forma parte de un grupo, el Grupo Local, formado por dos galaxias principales (Andrómeda y la Vía Láctea) y un par de docenas de galaxias menores, satélites de las otras dos. Es como si el Grupo Local fuera una pareja de adultos, cada uno con un buen puñado de niños que revolotean a sus pies. Las Nubes de Magallanes son algunos de estos “niños”.
A diferencia de las propias galaxias, que tienen un núcleo densísimo y las estrellas giran alrededor de él (es decir, de un lugar fácilmente identificable), los cúmulos y agrupaciones superiores funcionan de un modo diferente. Las galaxias orbitan alrededor del centro de masa del cúmulo, que puede no estar siquiera en ninguna de ellas sino en el vacío intergaláctico dependiendo de la estructura del cúmulo. En el caso del Sistema Solar, por cierto, el centro de masa del sistema está cerca del centro del Sol pero no siempre en el interior de la estrella, de modo que nuestro sistema planetario tampoco es tan diferente.
Uno de los cúmulos más cercanos al nuestro es el Cúmulo de Virgo (así llamado por su posición en el cielo nocturno). Este cúmulo es bastante grande, contiene unas 1 500 galaxias y se encuentra a unos 50 millones de años luz de nosotros. Si recuerdas el tamaño de la Vía Láctea (un cuarto de millón de años luz) y la distancia a Andrómeda (unos dos millones de años luz) con esto ya tienes una referencia para hacerte una idea de las distancias intergalácticas.
Cúmulo galáctico Abell 2744 a 4 000 millones de años luz del Sol (NASA). Versión grande.
Nuestro Grupo Local y el Cúmulo de Virgo forman parte a su vez de un supercúmulo formado por estos dos conjuntos de estrellas y otro centenar de grupos y cúmulos similares. Este Supercúmulo de Virgo se encuentra también en la dirección de esa constelación y de ahí el nombre. Sí, lo has adivinado: igual que la Tierra no estaba en el centro del Sistema Solar ni este en el centro de la Galaxia, nuestra Vía Láctea está en la región exterior de nuestro supercúmulo que tiene unos 110 millones de años luz de diámetro.
Pero claro, nuestro Supercúmulo de Virgo es un simple lóbulo de un súper-supercúmulo denominado Laniakea, hogar de unas cien mil galaxias cercanas, con un diámetro de unos 520 millones de años luz. Si te ves superado por todo esto, ¡bienvenido al club! Pero la cosa, por supuesto, no acaba ahí aunque ya estamos llegando al final.
Los supercúmulos forman a su vez las estructuras más grandes del Universo: los filamentos galácticos. El que alberga nuestra Galaxia es el llamado Complejo de Supercúmulos de Pisces-Cetus cuyo centro está, como su nombre indica, entre las constelaciones de los Peces y la Ballena. Este filamento galáctico tiene un grosor de unos 150 millones de años luz y una longitud de unos 1 000 millones de años luz y hemos observado otros sesenta más. Estos filamentos galácticos son las estructuras de mayor escala que existen.
Así de inconmensurable es el Universo. Un poco más abajo puedes ver una imagen en infrarrojo tomada por el James Webb Space Telescope –el heredero del maravilloso Hubble– y comprobarás que no exagero al llamarlo inconmensurable.
Los objetos de los que salen rayos simétricos son estrellas de nuestra propia Galaxia que están en primer plano (esos rayos son un efecto de distorsión por la lente del telescopio) y todas las demás cosas que ves son galaxias: todas las manchas, los puntos de luz y los objetos con forma definida. Puedes fijarte en que algunas están deformadas por el efecto de lente gravitacional que mencioné antes y otras son tan lejanas que parecen simples puntos.
Algunas de esas galaxias se encuentran a 13 100 millones de años luz de nosotros: su luz salió tan solo 600 millones de años tras el nacimiento del Universo y muchísimo antes de que nuestro Sol iniciase la fusión. No son galaxias como la nuestra en este caso, claro, ya que las vemos cuando eran jovencísimas y su estructura no está tan definida como la de galaxias maduras con muchas estrellas ya formadas. Por otro lado, reconocerás la forma de otras galaxias más cercanas y maduras, similares a la nuestra.
Imagen de fondo en infrarrojos del James Webb (NASA/James Webb/CC BY 2.0). Versión grande.
¿Podrías ser siquiera capaz de contar las galaxias que aparecen en la foto? ¿No es increíble? Pues imagina que tomas un minúsculo grano de arena de la playa y, con el brazo extendido, lo pones contra el cielo. Esta foto cubre la región del firmamento tapada por el grano de arena.
Y todo esto me hace sentir un pequeño simio, mirando al cielo mientras se rasca la barbilla. Pero, ¿se puede ser más afortunado, hermano simio?