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En la última entrega de la serie de los Premios Nobel, hace ocho años, hablamos del Nobel de Física de 1919, entregado al alemán Johannes Stark por su descubrimiento del efecto Doppler en los rayos canales y el desdoblamiento de líneas espectrales en el interior de campos eléctricos.
Lo lógico sería que hoy nos dedicásemos al Nobel de Química del mismo año, pero no hubo galardonados, de modo que hoy hablaremos sobre el Premio Nobel de Física de 1920, otorgado al suizo Charles-Édouard Guillaume, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento al servicio que ha prestado a las medidas de precisión en Física gracias a su descubrimiento las propiedades de las aleaciones de acero-níquel.
Si comparamos el logro de Guillaume con el de otros cuyos premios llegarían pronto, como el de Einstein el año siguiente, resulta muy poco impresionante. Los cambios de paradigma, los descubrimientos sorprendentes o las hipótesis revolucionarias son siempre más seductores y, para qué engañarnos, no dedicaremos a este premio la misma extensión que a otros mucho más fascinantes: la metrología no tiene el encanto de la cuántica por mucho que me esfuerce en sacarle jugo.
Pero el trabajo ingrato, meticuloso y pragmático de científicos como Charles-Édouard Guillaume es el que establece la base rigurosa que permite que otros construyan sobre ella teorías maravillosas. Sin maneras de medir las cosas con precisión es imposible realizar experimentos fiables, y sin ellos sería imposible confirmar o descartar las hipótesis de Planck, Einstein o Hawking.
Así que dedicaremos el artículo de hoy a la metrología en general, al estudio de las longitudes en particular, y muy especialmente a la aportación de Guillaume a la precisión en las medidas de longitudes. ¿Preparado?
Charles-Édouard Guillaume (1861-1938).