Nuestro lento pero seguro camino por la tabla periódica continúa hoy en la serie Conoce tus elementos. En esta serie, por si no la conoces, tratamos de desmenuzar un elemento químico cada vez, hablando sobre sus propiedades más interesantes, cómo fue descubierto, dónde puedes encontrarlo en la vida cotidiana (si es que puedes, claro), cuáles son sus peligros y utilidades, etc. Aunque parezca mentira, hemos hablado ya de veinte de ellos; el último fue, naturalmente, el elemento de veinte protones, el calcio. El de hoy, como no podría ser de otra manera, será el de veintiún protones, un elemento mucho menos conocido que el anterior, por ser mucho menos común: hablaremos del escandio.
Como ha sucedido alguna vez más en la serie, este artículo no será largo; francamente, no tengo mucho que decir sobre el escandio, y no quiero alargar las cosas simplemente por no dejar la entrada con una longitud menor que la de otras. Lo que sí espero es que, al menos, te quedes con un par de ideas interesantes acerca de este raro metal.
Lo más interesante acerca del escandio, con diferencia, es el papel que desempeñó en la aceptación de la tabla periódica del ruso Dmitri Ivanovich Mendeleev (más comúnmente escrito Mendeleyev) en la segunda mitad del siglo XIX. Como tal vez sepas, Mendeleev elaboró una tabla en la que clasificaba los elementos conocidos de acuerdo con algunas reglas simples, como otros habían intentado antes que él; generalmente, se tendía a ordenar los elementos de acuerdo con su masa atómica, del más ligero (el hidrógeno) hacia arriba. Pero las cosas no funcionaban.
Claro está, por entonces no se conocían los protones ni las capas electrónicas, con lo que clasificar las docenas de elementos químicos conocidos no era fácil. Cuando se ordenaban los elementos de ligero a pesado, por ejemplo, las propiedades no seguían reglas fijas ni predecibles. Parecía que, a veces, las propiedades se repetían cada ocho elementos (y algunos, como Newlands, habían tratado de crear “octavas” de elementos, como en música)… pero esto no siempre sucedía así. El genial Mendeleev –en la foto de la derecha–, que aparte de inteligente debía de tener una enorme seguridad en sí mismo, fue un paso más allá, sugiriendo un par de cambios por los que al principio sería ridiculizado.
En primer lugar, cuando dos elementos A y B deberían estar colocados en un orden por sus masas (por ejemplo, A el más ligero y B el más pesado), pero si se situaban al revés encajaban mucho mejor con la periodicidad de las propiedades, Mendeleev los colocaba en el orden opuesto: B y luego A, de modo que las “octavas” se siguieran cumpliendo, aun a costa de saltarse de vez en cuando el orden de las masas. Hoy en día sabemos, claro, que lo que importa no es la masa de los átomos, sino su número de protones… normalmente, los átomos con más protones pesan más que los que tienen menos, pero a veces (dependiendo del número de neutrones de los isótopos estables) el orden de protones no se corresponde con el de masa. De modo que Mendeleev, aunque no conociera los neutrones, dio importancia a lo esencial (las propiedades químicas) y se la restó a lo accesorio (la masa atómica).
Pero más valiente aún fue la segunda suposición del ruso. A veces, los elementos dejaban de repetir sus propiedades tras ocho lugares, sino tras siete lugares. Intercambiar dos de ellos como antes no solucionaría nada, porque el orden de esas propiedades era correcto; el problema no era el orden, sino que el número de lugares para repetir propiedades no encajaba. Mendeleev sugirió lo siguiente: los elementos sí repetían sus propiedades cada ocho lugares. El problema no estaba en los elementos, sino en nuestra arrogancia: no parecían encajar porque faltaban elementos por descubrir. Si dejábamos esos lugares en los que debería haber un elemento vacíos, y desplazábamos todos los posteriores un lugar hacia delante, las propiedades se repetían como debían… excepto para los huecos, claro.
Mendeleev, con una aparente arrogancia que enfadó a muchos de sus contemporáneos, no sólo predijo dónde estaban los huecos: dependiendo de su lugar, predijo qué propiedades debían tener los elementos (aún desconocidos) que allí se encontrasen. Por ejemplo, debajo del boro, el ruso dejó un hueco, y afirmó que en ese hueco encajaría algún día un elemento aún no descubierto, al que llamó ekaboro (eka es “uno” en sánscrito, es decir, el elemento era algo así como boro-uno). A partir de las propiedades de los elementos circundantes en su tabla, Mendeleev predijo en 1869 las del ekaboro, desde sus puntos de fusión y ebullición hasta la masa atómica que debería tener. ¡Toma castaña!
Como digo, al principio esta actitud de Mendeleev enfureció a algunos… pero afortunadamente para él –porque en otras ocasiones, pioneros de la Ciencia como él mueren antes de que sus predicciones se cumplan– en pocos años empezaron a descubrirse elementos nuevos que encajaban como en un guante en los huecos que había dejado el bueno de Dmitri. Sólo diez años tras la publicación de las supuestas propiedades del ekaboro, en 1879, el sueco Lars Fredrik Nilson descubría un nuevo elemento en dos minerales escandinavos, la euxenita y la gadolinita. Nilson consiguió obtener dos gramos del óxido de ese elemento nuevo y, con ellos, determinó las propiedades fundamentales del que llamó escandio, por el nombre latino de Escandinavia, Scandia. Cuando otro químico sueco, Per Teodor Cleve –del que hablaremos dentro de un par de semanas en la serie sobre los Premios Nobel–, revisó las propiedades del escandio, descubrió que coincidían casi exactamente con las del ekaboro de Mendeleev. ¡Se había rellenado el hueco! Y no sería el único, como veremos más adelante en la serie…
Tanto la apariencia del nuevo elemento como sus propiedades eran claramente metálicas (y así lo había predicho Mendeleev, que era más chulo que un ocho). Como tantos otros metales, el escandio se oxida con bastante facilidad, con lo que no es posible verlo puro en la Tierra salvo que lo aislemos artificialmente de minerales como los que he mencionado antes, con lo que probablemente no lo hayas visto, pero si lo haces te encontrarás con algo como esto:
Escandio puro (Gibe / Licencia CC Attribution Sharealike 3.0).
El escandio sería considerado, durante muchos años, una de las tierras raras, junto con otros elementos de más protones de los que hablaremos más adelante. Esta nomenclatura está ya obsoleta, porque ni usamos el término tierra en Química, ni muchos de los elementos llamados tierras raras son tan raros como su nombre pudiera sugerir. Hoy en día, el escandio está clasificado dentro de los metales de transición, el gran grupo de elementos que se encuentran en la “parte media” de la tabla periódica.
Lo que sí es cierto es que el escandio es difícil de conseguir. Hasta 1960 no se logró el primer medio kilo de escandio metálico con un 99% de pureza. Parte del problema es que este metal no es demasiado abundante en nuestro planeta: ocupa el lugar número 50 en abundancia en la Tierra, y el 35 en la corteza terrestre. Sin embargo, como estoy seguro de que te imaginas, ser el elemento número 35 en abundancia no debería hacerlo tan raro; la segunda parte del problema es que está muy disperso. Muchísimos minerales diferentes contienen escandio, pero en concentraciones ínfimas, tan pequeñas que, en la práctica, no es factible extraerlo de ellos –al menos, no para ganar dinero con ello–. Sólo unas poquísimas rocas contienen escandio en altas concentraciones, con lo que apenas disponemos de él.
Para que te hagas una idea, la producción mundial de escandio metálico no es de millones de toneladas, ni de miles de toneladas. Ni siquiera es de cientos de kilogramos: al año se producen unos 10 kg de escandio puro. Sólo hay un puñado de minas en el mundo que lo extraigan, y no son minas de escandio propiamente dichas, sino que extraen óxido de escandio de rocas procesadas para obtener otros minerales, y luego lo venden para recibir un beneficio de algo que, de otro modo, tirarían.
Sí, tampoco estamos hablando de un metal muy escaso pero valiosísimo. El escandio es útil, pero no es extraordinario en ninguna de sus propiedades, con lo que su importancia en nuestra industria y economía es muy pequeña (y, si desapareciese, probablemente nos arreglaríamos perfectamente). De ahí una de las razones de que este artículo no sea extenso: no es un metal especial por sus propiedades, ni es tan común que esté por todas partes. Ni siquiera tenemos muchos estudios toxicológicos detallados, por lo poco que hay y la escasa relevancia de los resultados; ¿quién va a estar expuesto a grandes cantidades de escandio en la vida cotidiana?
MiG-29 de la Luftwaffe (imagen de dominio público).
La inmensa mayoría del escandio que se emplea en el mundo se utiliza para alearlo con aluminio. Las aleaciones de aluminio-escandio, en las que hay ínfimas cantidades del segundo –del orden del 0,3%–, se comportan mejor ante la soldadura y son más resistentes que el aluminio solo, pero tienen la ligereza del aluminio. Sin embargo, como he dicho antes, ni siquiera aquí el escandio es tan especial: otros metales se emplean con funciones similares aleados con aluminio, como el titanio, más baratos y abundantes que el escandio. En cualquier caso, los ejemplos más famosos de máquinas construidas con aleaciones de aluminio-escandio fueron los aviones soviéticos MiG-21 y MiG-29.
Y, hablando del Rey de Roma… en la próxima entrada nos dedicaremos al rival del escandio en las aleaciones de aluminio, un metal bastante más conocido. Hablaremos del elemento de 22 protones: el titanio.
Para saber más: