Pasito a pasito, en la serie sobre los Premios Nobel vamos recorriendo la historia de estos galardones, en la Física y la Química, desde sus origenes hasta la actualidad. De este modo le damos un repaso a muchos asuntos interesantes en Ciencia, pero de un modo poco habitual: desde una perspectiva histórica, tratando de recrear la maravilla de descubrir los secretos de la Naturaleza poco a poco. Llevamos ya un buen puñado de premios, desde los inicios en 1901 hasta el último, el de Química de 1908 con el que nos divertimos juntos –o eso espero– en la última entrega de la serie. La verdad es que es una de las series que más disfruto escribiendo, porque me encanta leer los textos de la época, por anticuados que suenen hoy, y vislumbrar las emociones que cosas que hoy damos por sentadas despertaban entonces. Para muestra, un botón del discurso de presentación del premio de hoy:
En 1897 era aún posible únicamente realizar una transmisión inalámbrica hasta una distancia de 14-20 km. Hoy en día, las ondas electromagnéticas se envían entre el Viejo y el Nuevo Mundo, todos los barcos de vapor transoceánicos de gran tamaño tienen su propio equipo telegráfico sin hilos a bordo, y toda Armada de importancia utiliza la telegrafía sin hilos.
¡Qué modernidad! ¡Todos los barcos de gran tamaño tienen su propio equipo telegráfico sin hilos! Las ciencias adelantan que es una barbaridad…
En fin, que me pierdo. El Premio de hoy es el Nobel de Física de 1909, otorgado al italiano Guglielmo Marconi y al alemán Karl Ferdinand Braun, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento a sus contribuciones al desarrollo de la telegrafía sin hilos.
Hoy en día, claro está, no hablaríamos de telegrafía sin hilos sino de radio, pero ese término no empezó a utilizarse de manera extendida hasta 1920 o así y, al principio, realmente se trataba de algo tan simple como la telegrafía, no la transmisión de voz posterior.
En cualquier caso, el premio de hoy es peculiar. Desde luego, no pretendo conocer los pensamientos de los miembros de la Real Academia por entonces, pero por importantes que sean los avances logrados por Braun, Marconi y otros que no fueron recompensados con un Nobel, se trata de avances prácticos basados en un descubrimiento fundamental, el descubrimiento, que es el que debería haber recibido el Nobel.
Karl Ferdinand Braun (izquierda) y Guglielmo Marconi (derecha).
El problema es que los físicos que establecieron las bases teóricas y experimentales para el nacimiento de la “telegrafía sin hilos” y con ella de las comunicaciones inalámbricas en general estaban ya muertos antes de que se otorgase el primer Premio Nobel en 1901. Esto significa que, por revolucionarios que fueran aquellos descubrimientos, sus autores nunca podrían ser galardonados por ellos… con lo que sospecho, aunque se trate de una opinión personal, que la Academia trató de reconocer a Maxwell, Faraday o Hertz a través de Braun y Marconi y la realización práctica de las ideas y experimentos de aquellos genios.
De modo que tengo que pedirte, como muchas otras veces, comprensión: no voy a hablar mucho ni de Braun ni de Marconi, –aunque desde luego que describiremos brevemente sus contribuciones a este asunto–. No, esta serie es para disfrutar, no para recorrer mecánicamente los premios, y lo que es realmente para disfrutar, científicamente hablando, es lo que pasó antes de Marconi, Tesla o Braun, de modo que a eso nos dedicaremos fundamentalmente. Es posible que algún día dediquemos una entrega de inventos ingeniosos a la radio y será allí donde abordemos los asuntos más controvertidos y escabrosos del desarrollo de ese invento, pero hoy nos recrearemos en la ciencia pura relacionada con el nacimiento de la radio.
Debemos retroceder, por lo tanto, a mediados del XIX, cuando la electricidad y el magnetismo estaban aún en pañales. Ya hablamos brevemente de este asunto en el artículo dedicado al telégrafo eléctrico, pero en 1820 el danés Hans Christian Ørsted comprueba que una corriente eléctrica es capaz de mover una aguja imantada. La importancia fundamental de este experimento, sin duda, es el descubrimiento de la conexión existente entre electricidad y magnetismo, dos fenómenos que hasta entonces se habían considerado completamente separados, pero hay una segunda lectura más relevante en lo que al artículo de hoy se refiere: la aguja imantada no tocaba el cable por el que circulaba corriente, y sin embargo era afectada por él. Dicho con otras palabras, la corriente eléctrica ejercía un efecto sobre un objeto distante a través del espacio que los separaba. La electricidad afectaba al espacio circundante, aunque no se supiera aún cómo ni por qué.
James Clerk Maxwell (1831-1879).
Otros científicos, como Faraday y Henry, realizan avances experimentales considerables en el estudio de la electricidad y el magnetismo, demostrando y utilizando las conexiones entre ambos, pero hace falta un marco teórico que abarque ambos campos con coherencia y solidez: una auténtica teoría electromagnética. Si llevas gorra o sombrero, por favor, tengo que pedirte que te lo quites como muestra de respeto antes de seguir leyendo, ya que el responsable de crearla es un genio como ha habido pocos en la historia de la ciencia: el escocés James Clerk Maxwell. Como vimos en el artículo dedicado a Lorentz y Zeeman, Maxwell toma el conocimiento teórico anterior, los experimentos de Faraday y compañía, y elabora una teoría del electromagnetismo que explica con una elegancia pasmosa las observaciones anteriores relacionadas con la electricidad y el magnetismo. Sus cuatro ecuaciones –que eran más de cuatro y más complejas hasta que Oliver Heaviside las convirtiese en las que usamos hoy, aunque sigan llevando el nombre de Maxwell– son, sin duda, algunas de las más bellas de la Física, pero en lo que a nosotros respecta en este artículo, tienen una importancia adicional.
El caso es que, entre las diversas predicciones que Maxwell pudo obtener de sus ecuaciones, una de ellas era realmente intrigante: cualquier perturbación eléctrica o magnética no se transmitía instantáneamente por el espacio, sino que tardaba cierto tiempo en alcanzar puntos distantes. El escocés, por tanto, calculó a qué velocidad se transmitían esas perturbaciones y obtuvo un valor casi idéntico al de la velocidad de la luz –dentro de la precisión de la época, por supuesto–. Pero la cosa fue más lejos; la maravilla de las ecuaciones de Maxwell es que, aunque su propósito fuera describir fenómenos ya conocidos, de ellas se deducían conclusiones sorprendentes sobre la electricidad y el magnetismo, fenómenos nuevos y nunca identificados.
Ay, que se me saltan las lágrimas… las ecuaciones de Maxwell, a las que un hemos dedicado una mini-serie entera.
El más sorprendente de todos, y evidente al manipular las ecuaciones, era el hecho de que el campo magnético y el eléctrico, al variar en el tiempo y el espacio, debían ser capaces de producir ondas que se propagasen por el espacio: ondas electromagnéticas, en las que la oscilación era la propia variación del campo eléctrico y el magnético; en términos de la época, ondas eléctricas. Y la velocidad de propagación de esas ondas por el espacio era, curiosamente, la de la luz. Claro, las coincidencias pueden suceder, pero a Maxwell le pareció extremadamente sospechosa la combinación de dos factores: por un lado, la coincidencia casi exacta de la velocidad de la luz con la de sus “ondas eléctricas”, y por otro lado el hecho de que, siendo tan evidente la existencia de esas ondas a partir de sus ecuaciones, nadie nunca las hubiera visto. En palabras del propio Maxwell,
Esta coincidencia de resultados parece mostrar que la luz y el magnetismo son efectos de la misma sustancia, y que la luz es una perturbación electromagnética que se propaga a través del campo de acuerdo con las leyes del electromagnetismo.
Esa sustancia de la que habla Maxwell no era otra que el famoso éter luminífero, que traería de cabeza a los físicos durante unas cuantas décadas, pero no es eso lo que nos interesa ahora mismo. La teoría de Maxwell no sólo combinó electricidad, magnetismo y luz, sino que además –y de ahí su importancia en esta entrada– predecía la posibilidad de crear señales ondulatorias utilizando la electricidad que viajasen por el espacio y pudiesen ser detectadas en otros lugares. Desde luego, Maxwell era un teórico puro y no realizó experimentos al respecto, pero sin su base teórica no hubieran sido posibles los avances posteriores. En mi opinión, el primero de los dos genios del artículo de hoy es, sin duda, el escocés, que no recibió el Nobel porque murió bastante tiempo antes de que existieran esos premios.
Pero, como casi siempre pasa en Ciencia, las respuestas de Maxwell generaban preguntas nuevas; la más importante de todas en este caso era casi inmediata tras conocer la propuesta de Maxwell para la luz: si las perturbaciones eléctricas producen, básicamente, luz, ¿por qué no las vemos como tales? ¿Por qué al encender una corriente eléctrica, o apagarla, o modificarla, no vemos nada? ¿No será que la luz es otra cosa que no tiene nada que ver con la electricidad o el magnetismo? ¿No será que no hay ninguna “onda eléctrica” viajando por el espacio, si nadie las ha visto nunca, y que las ecuaciones de Maxwell no son más que pamplinas? Dicho de un modo más formal, la propuesta de Maxwell era una hipótesis, la hipótesis electromagnética de la luz; como toda hipótesis, hacía falta demostrarla. Y, como tantas otras veces, al genio teórico –en este caso Maxwell– le hacía falta una contrapartida, un genio experimental. Ese genio no fue otro que el alemán Heinrich Rudolf Hertz, que ya hizo su aparición en esta misma serie como mentor de Philipp Lenard.
Heinrich Rudolf Hertz (1857-1894).
Como muchos otros, Hertz era consciente de que la luz era posiblemente sólo una parte de todas las ondas electromagnéticas; nuestros ojos eran sensibles sólo a ciertas frecuencias de oscilación, y no todas. Las “ondas eléctricas” de Maxwell, al ser generadas con variaciones de corriente eléctrica ordinarias, eran invisibles al ojo humano. Pero el problema entonces era difícil de resolver: ¿cómo demostrar que existe una onda que nadie puede ver? La solución estaba en las propias ecuaciones de Maxwell, es decir, en las relaciones entre electricidad y magnetismo. El ojo humano podía no ser sensible a muchas ondas electromagnéticas, pero debía ser posible construir algún tipo de circuito eléctrico que sí lo fuese.
Para demostrar que Maxwell tenía razón, por lo tanto, hacían falta varias cosas: era necesario producir ondas utilizando únicamente la electricidad y el magnetismo, y además detectar esas ondas de un modo reproducible en otros laboratorios. Era también necesario determinar sus propiedades, y comprobar que coincidían con las de la luz – velocidad, comportamiento ante la refracción, reflexión, etc. De modo que el objetivo de Hertz no era precisamente sencillo. El físico alemán lo logró en una serie de experimentos que marcan un antes y un después en el estudio de la electricidad y el magnetismo, a pesar de que él mismo, como veremos luego, no les dio la importancia práctica que tienen. Estos experimentos son de tal importancia que, en el propio discurso del Premio Nobel de hoy –que no fue otorgado a Hertz por las razones que hemos descrito antes– se los califica como “los más importantes en el último medio siglo”.
Es muy posible, por cierto, que leas por ahí sobre otros científicos que consiguieron transmitir ondas electromagnéticas generadas por circuitos eléctricos, algunos antes que Hertz, pero ninguno lo hizo con la claridad que el alemán, ni lo hizo de un modo sistemático que demostrase la propuesta de Maxwell, ni obtuvo tantos resultados sobre las propiedades de las “ondas eléctricas” como Hertz; como decía antes, un auténtico genio de la física experimental, tanto como Maxwell lo era de la teórica.
Hertz conocía bien, por supuesto, la teoría electromagnética. Su idea era la siguiente: producir una variación del campo electromagnético en un punto determinado, cuanto más brusca, mejor, y construir un detector lo más sensible que pudiese, de modo que si el emisor producía una perturbación electromagnética que, efectivamente, se propagase por el espacio como predecía Maxwell, el detector fuera capaz de notar su presencia. Dicho mal y pronto, la idea era pegar un buen “latigazo eléctrico” en un punto del espacio, que generase por tanto una onda electromagnética de gran amplitud a su alrededor. A su vez, esta onda debería ser capaz de meter otro “latigazo” en un lugar razonablemente alejado, y midiendo el movimiento de las cargas en el destino, debería ser posible detectar la “onda eléctrica”. No sé si suena simple, pero no lo era en absoluto; además, el experimento debía ser capaz de medir las propiedades de las ondas emitidas, como su frecuencia o amplitud, además de su velocidad, para ver si esa velocidad y esas propiedades coincidían con la de la luz.
El alemán construyó un emisor de “ondas eléctricas” que básicamente producía chispas. Para ello, unió una bobina de inducción que producía una corriente eléctrica oscilante de gran voltaje a una estructura metálica. En la estructura había dos partes, que terminaban en sendas esferitas metálicas que estaban casi en contacto pero que no se tocaban, y cada una de las dos partes estaba unida a un polo de la bobina. La idea era que, según circulaba corriente, uno de los dos lados de la estructura metálica –que hoy llamaríamos una antena– se iría cargando positivamente y el otro negativamente, hasta que la diferencia de potencial entre las dos esferitas metálicas fuera la suficiente para que saltase una chispa entre ellas (en cada lado había, además de la pequeña esfera, otra más grande que actuaba de condensador y almacenaba una buena cantidad de carga cada vez). A continuación, el sentido de la corriente procedente de la bobina cambiaba, y las dos partes de la “antena” se cargaban al revés que antes, más y más hasta que saltaba, otra vez, la chispa entre ambas bolitas, y así una y otra vez.
Réplica del experimento de Hertz (Sparkmuseum, publicado con permiso del autor).
La chispa generada era audible, como cualquier chispa eléctrica, y también era posible verla, pero si Maxwell tenía razón, debía ser posible además detectar una “onda eléctrica” invisible procedente de este emisor. Para detectarla, Hertz construyó algo muy parecido: un pequeño circuito sin ningún tipo de fuente de alimentación, con dos esferitas metálicas muy cercanas la una a la otra. Si, una vez más, Maxwell tenía razón, la perturbación eléctrica generada en el emisor viajaría por el espacio en todas direcciones; al alcanzar este segundo circuito, induciría en él una corriente variable de la misma frecuencia de oscilación que la original, que por lo tanto sería capaz de producir pequeñas chispas entre las esferitas metálicas del detector: chispas eléctricas sin que hubiese ninguna fuente de electricidad en el detector.
Claro, las chispas en el detector no serían tan brutales como en el emisor; si se estaban emitiendo ondas allí, según esas ondas se expandían por el espacio se irían atenuando, con lo que al llegar al receptor serían más débiles, tanto más cuanto más lejos estuvieran el emisor y el receptor, pero deberían ser visibles en la oscuridad: para asegurarse de verlas, el científico metió el receptor en una caja cerrada, de modo que fuera posible mirar dentro de la caja sin ser deslumbrado por la chispa original y ver la “chispa secundaria”. Y, cuando Hertz puso en marcha el emisor, se observaron pequeñas chispas repetidas en el receptor. ¡En un receptor sin fuente de energía eléctrica! Hertz había empleado una corriente eléctrica variable para transmitir señales eléctricas por el espacio sin emplear cables. ¡Éste, éste es el experimento que merece no sólo un Nobel, sino un beso en los morros de Herr Hertz!
Desde luego, la cosa no se quedó ahí: estamos hablando de un científico de primera. El físico comprobó y documentó la variación en la intensidad al modificar la distancia entre emisor y receptor; puso diferentes medios entre uno y otro para comprobar si la onda atravesaba distintos materiales o no, y para medir posibles cambios de dirección al cambiar de medio. Hizo reflejarse la onda sobre una lámina metálica para generar una especie de “eco”, mediante el que era posible medir aún más propiedades de la onda generada, y comprobó la velocidad de las perturbaciones. Vamos, que diseccionó estas “ondas eléctricas” para comprobar todas las propiedades, cualitativas y numéricas, que era posible comprobar, y se pasó cuatro años haciendo experimentos al respecto, entre 1885 y 1889.
Los resultados fueron publicados en Annalen der Physik y luego en un libro, Untersuchungen Ueber Die Ausbreitung Der Elektrischen Kraft (Investigaciones sobre la propagación de la energía eléctrica): las ondas eléctricas de Maxwell se comportaban exactamente igual que la luz en todos los aspectos, se reflejaban como ella, se refractaban como ella, se propagaban a la misma velocidad que ella… las diferencias eran minúsculas y se debían a la diferencia entre las frecuencias de una y otra. Por ejemplo, al igual que la propagación de la luz era detenida por materiales como un trozo de madera, las “ondas eléctricas” de mucha menor frecuencia generadas por el aparato de Hertz eran capaces de atravesarla, y el ojo humano era sensible a unas sí y no a otras.
Los resultados de Hertz eran tan claros, los experimentos tan metódicos, las explicaciones tan meridianas y las coincidencias tan exactas que a prácticamente nadie le quedó ninguna duda: la hipótesis electromagnética de la luz de Maxwell era cierta. Se trata de uno de los experimentos más importantes de todo el siglo XIX, pero no sólo por su importancia teórica: Hertz había enviado una señal eléctrica entre dos puntos a través del aire. ¿Te das cuenta del potencial inmenso del experimento y sus aplicaciones prácticas?
Bueno, no sé si tú te das cuenta o no, pero puedo decirte que el propio Heinrich Hertz no se daba cuenta en absoluto. Era plenamente consciente, naturalmente, de la importancia teórica de sus experimentos –muy tonto hubiera tenido que ser para pasar cuatro años haciendo experimentos inútiles–, pero completamente ciego a la importancia práctica de lo que había logrado. ¿Cuáles eran las posibles ramificaciones y utilidades de lo que acababa de conseguir? En sus propias palabras:
No tiene utilidad alguna […] es sólo un experimento que demuestra que el Maestro Maxwell tenía razón - simplemente tenemos estas misteriosas ondas electromagnéticas que no podemos ver a simple vista. Pero están ahí.
En otra frase digna de un autor de ciencia-ficción clarividente, el bueno de Hertz sentenció la cuestión:
No creo que las ondas que he descubierto tengan ninguna aplicación práctica.
Afortunadamente para nosotros, otros no estaban de acuerdo con él, y en poquísimos años existían ya una infinidad de aplicaciones prácticas de las “ondas inútiles” de Hertz. De hecho, como he dicho al principio, en mi humilde opinión los dos héroes de toda esta historia son Maxwell y Hertz, y los demás simplemente limaron detalles. Era inevitable, aunque Hertz no lo viera, aplicar estos conceptos a la práctica, y una auténtica jauría de científicos e ingenieros se lanzaron a la faena con voracidad.
Tal fue el número de personas que se dedicaron a este empeño tras la publicación de los resultados de Hertz, y especialmente de 1891 en adelante, que no está nada claro quién hizo qué primero, y depende de qué fuentes consultes te aparecen unos nombres u otros: Bose, Braun, Popov, Tesla, Branly, Marconi… tengo bastante claro que los dos galardonados con el Nobel de 1909 –Braun y Marconi– no merecen ser distinguidos de este modo dejando a los demás olvidados. Sí es cierto que los sistemas de Braun y especialmente Marconi, por unas razones u otras, tuvieron un éxito comercial que los hizo más famosos, pero ése no debería ser un factor determinante en la entrega de un Nobel. En fin.
Karl Ferdinand Braun (el del medio) en la estación de telegrafía sin hilos de Helgoland, el 24 de septiembre de 1900.
Braun se unió a la vorágine alrededor de 1897, y logró avances, como la adición de un diodo rectificador en el receptor, que se convirtieron en múltiples patentes. Las mejoras del alemán aumentaron el alcance práctico de las señales de radio en varios órdenes de magnitud, y permitieron conseguir que lo que en 1888 había sido una comunicación entre un emisor y un receptor separados unos metros pudiera convertirse en algo muchísimo más útil. Hacia 1900, el sistema de Braun se empleaba ya para comunicar, mediante la telegrafía sin hilos, la costa alemana con la isla de Helgoland; la distancia entre estaciones era de unos 60 km, lo cual no está nada mal teniendo en cuenta que sólo habían pasado doce años desde los experimentos de Hertz.
El otro galardonado, el italiano Guglielmo Marconi, empezó a trabajar en el asunto unos años antes que Braun, en 1894, como consecuencia indirecta de la muerte de Heinrich Hertz: el fallecimiento del alemán provocó un renovado interés en varias de sus publicaciones, y uno de los recién interesados entonces fue Marconi. El italiano, tras comprobar que en su tierra natal no recibía la atención y los fondos necesarios, se mudó a Gran Bretaña, y allí fue mejorando poco a poco los sistemas de transmisión sin hilos. A diferencia de Hertz o Maxwell, Marconi no era ningún genio –en mi opinión, por supuesto–, y su principal mérito fue, además del tesón, la adopción de multitud de pequeñas mejoras, algunas desarrolladas por otros (por ejemplo, por Braun o Tesla) para conseguir resultados prácticos brillantes.
Uno de los prototipos de Marconi, 1896.
El 13 de mayo de 1897, tres años antes de que Braun lo consiguiese desde Helgoland, Marconi realizó la primera transmisión de radio sobre el mar, entre Lavernock Point y Flat Holm Island; eso sí, en ausencia todavía de las mejoras de Braun, la distancia lograda por Marconi fue sólo de unos 6 km, mucho menos impresionante que los 60 del otro. Sin embargo, Marconi obtuvo la suficiente atención y supo gestionar contactos y finanzas de modo que fue mejorando su sistema más y más, sin inventar nada revolucionario por sí mismo.
Sé que no sueno muy entusiasmado con los avances de Guglielmo, pero no puedo ocultarlo y creo que es mejor dejarte claro lo que es opinión y lo que son hechos: no me despierta demasiada simpatía. En esta serie hemos visto genios como Röntgen o los Curie, que desentrañaban los secretos del Universo por curiosidad científica y, en muchos casos, donaban al público sus descubrimientos para que todos pudieran beneficiarse de ellos. Marconi y muchos de sus compañeros de la “jauría” (que no he llamado así al azar) tenían un propósito clarísimo: obtener patentes antes que los demás, establecer empresas que reemplazasen a las de telegrafía por hilos y monopolizasen las comunicaciones a larga distancia y ganar ingentes cantidades de dinero con ello. Y todo ello, además, sin realizar avances científicos de una verdadera entidad y, en muchas ocasiones, robándose las ideas unos a otros. Tener como objetivo ganar dinero es perfectamente razonable, pero el modo en el que muchos lo hicieron no lo fue tanto.
Marconi y sus colaboradores elevando una antena sobre una cometa en Terranova, 1901.
En 1901, la empresa de Marconi anunció que había logrado una comunicación inalámbrica transoceánica: utilizando una antena montada sobre una cometa, habían enviado señales telegráficas entre Poldhu, en Cornualles, y Signal Hill, en Terranova. Sin embargo, sólo tenemos la palabra de Marconi y su empresa para probarlo, y muchos no se creen que realmente lo lograse entonces –y muchos tampoco se lo creían en 1901–. Además, el sistema empleado por Marconi utilizaba tantos diseños creados por otros que el mérito es muy relativo. Por otro lado, en años posteriores Marconi sí realizó comunicaciones transatlánticas comprobadas de forma regular. Claro, para realizar transmisiones a tan larga distancia, las estaciones emisoras debían ser de gran potencia, lo cual significaba que para construirlas hacían falta grandes inversiones… y nos alejamos, con todo esto, del espíritu de esta serie, de modo que permite que lo deje aquí.
De hecho, si algo recuerdas de este artículo en unos meses, que sean la perspicacia de James Clerk Maxwell en su predicción de la naturaleza electromagnética de la luz y la astucia experimental de Heinrich Hertz para demostrarlo, además de la ceguera del segundo respecto a las posibles aplicaciones prácticas de sus experimentos, y no tanto los avances posteriores, por más que fueran ésos los que obtuviesen el Nobel. Sin embargo, no puedo evitar dejar, como siempre, el discurso pronunciado por el Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, H. Hildebrand, el día 10 de diciembre de 1909:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
La investigación en la rama de la Física nos ha proporcionado muchas sorpresas. Descubrimientos que al principio parecían tener únicamente un interés teórico han llevado a menudo a inventos de la máxima importancia para el avance de la humanidad. Y si esto es cierto para la Física en general, lo es aún más en el caso de la investigación en el campo de la electricidad.
Los descubrimientos e invenciones a los que la Real Academia de las Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Física de este año tienen también su origen en trabajos y estudios puramente teóricos. Sin embargo, por más importantes que éstos fueron en sus campos respectivos, nadie podría haber imaginado al principio que llevarían a las aplicaciones prácticas que surgieron más tarde.
Aunque esta noche estamos otorgando el Premio Nobel a dos de los hombres que más han contribuido al desarrollo de la telegrafía sin cables, debemos antes manifestar nuestra admiración por aquellos grandes investigadores –ya fallecidos– quienes, a través de su trabajo brillante y talentoso en los campos de la Física experimental y matemática abrieron el camino a grandes aplicaciones prácticas. Fue Faraday, con su afilada mente, quien primero sospechó una conexión íntima entre los fenómenos de la luz y la electricidad, y fue Maxwell quien tradujo sus atrevidos conceptos e ideas al lenguaje matemático y, finalmente, fue Hertz quien, a través de sus experimentos ya clásicos, mostró que las nuevas ideas sobre la naturaleza de la electricidad y la luz tenían una base real en los hechos.
Es cierto que era ya conocido antes de Hertz que un condensador cargado con electricidad puede, bajo determinadas circunstancias, descargarse de modo oscilatorio, es decir, con corrientes eléctricas que van a uno y otro lado. Sin embargo, Hertz fue el primero en demostrar que los efectos de estas corrientes se propagan por el espacio a la velocidad de la luz, produciendo así un movimiento ondulatorio con todas las características de la luz. Este descubrimiento –probablemente el más importante en el campo de la Física en el último medio siglo–. fue realizado en 1888. Constituye el fundamente, no sólo de la ciencia moderna de la Electricidad, sino también de la telegrafía sin hilos. Pero hacía falta todavía un gran salto desde las pruebas en miniatura en un laboratorio, donde las ondas eléctricas podían seguirse una pequeña distancia, hasta la transmisión de señales a través de grandes distancias. Hacía falta un hombre capaz de comprender el potencial de este empeño, y de superar todas las dificultades que se interponían en el camino de llevar la idea a la práctica. Esta gran tarea estaba reservada a Guglielmo Marconi.
Incluso teniendo en cuenta intentos anteriores en este sentido, y el hecho de que las condiciones y prerrequisitos para la realización de este empeño ya estaban establecidos, el honor de las primeras pruebas recae, en su mayor parte, en Marconi, y debemos reconocer que el primer éxito en esta empresa fue obtenido como resultado de su habilidad para convertir la idea general en un sistema práctico y útil, además de la energía inflexible con la que persiguió el objetivo que él mismo se había marcado.
El primer experimento de Marconi de transmisión de una señal a través de las ondas hertzianas se llevó a cabo en 1895. A lo largo de los 14 años que han pasado desde entonces, la telegrafía sin hilos ha progresado sin pausa, hasta alcanzar la enorme importancia que tiene hoy en día. En 1897 era aún posible únicamente realizar una transmisión inalámbrica hasta una distancia de 14-20 km. Hoy en día, las ondas electromagnéticas se envían entre el Viejo y el Nuevo Mundo, todos los barcos de vapor transoceánicos de gran tamaño tienen su propio equipo telegráfico sin hilos a bordo, y toda Armada de importancia utiliza la telegrafía sin hilos.
El desarrollo de un gran invento pocas veces se produce a manos de un solo hombre, y muchas fuerzas han contribuido a los resultados notables que se han alcanzado. El sistema original de Marconi tenía sus puntos débiles. Las oscilaciones eléctricas enviadas desde la estación emisora eran relativamente débiles, y consistían de series de ondas que se seguían unas a otras y cuya amplitud caía rápidamente en las denominadas “oscilaciones atenuadas”. El resultado era que las ondas tenían un efecto muy débil en la estación receptora, con la consecuencia de que las ondas procedentes de otras estaciones emisoras interferían fácilmente con ellas, dificultando la recepción en la estación de destino. Este insatisfactorio estado de cosas se ha superado, por encima de cualquier otra cosa, gracias al trabajo inspirado del Profesor Ferdinand Braun.
Braun realizó una modificación al diseño del circuito de emisión de ondas eléctricas, de modo que fuese posible producir ondas intensas con muy poca atenuación. Es gracias a este sistema que la denominada “telegrafía de largo alcance” ha sido posible, en la que las oscilaciones de la estación emisora, como resultado de la resonancia, pueden ejercer el máximo efecto sobre la estación receptora. Una ventaja adicional se debe al hecho de que, en general, sólo las ondas de la frecuencia utilizada por la estación emisora tienen efecto sobre la estación receptora. A través de la introducción de estas mejoras, y sólo gracias a ellas, se han obtenido los magníficos resultados recientes en la telegrafía sin hilos.
Investigadores e ingenieros trabajan incesantemente en el desarrollo de la telegrafía inalámbrica. Hasta dónde puede llegar este desarrollo, no lo sabemos. Sin embargo, con los resultados ya obtenidos, la telegrafía se ha expandido del modo más afortunado. Libres de caminos fijos e independientes del espacio, podemos ahora producir conexiones entre lugares distantes, a través de enormes masas de agua y desiertos. ¡Éste es el magnífico resultado práctico que ha florecido a partir de uno de los más brillantes descubrimientos científicos de nuestro tiempo!
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Química de 1909.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):