Nuestra exploración del Sistema Solar continúa. A lo largo de nuestro viaje desde el Sol hacia las regiones más exteriores del sistema hemos estudiado cuerpos celestes, como Venus o Europa, y también conceptos más abstractos, como el Período de Intenso Bombardeo Tardío o los posibles sistemas de propulsión interplanetaria; éste será más bien de los segundos.
En los últimos artículos de la serie hemos conocido con bastante detalle el sistema planetario formado por Júpiter y sus anillos, lunas interiores, lunas galileanas y, en el último artículo de la serie, lunas exteriores. Estamos ya casi listos para alejarnos aún más del Sol y alcanzar Saturno, pero nos queda por conocer un grupo de cuerpos muchas veces olvidados, como héroes de una guerra pasada y muy lejana: los asteroides troyanos. Aunque no forman estrictamente parte del sistema joviano, su presencia sigue estando determinada por la influencia gravitatoria del gigante Zeus, y se trata además de cuerpos muy interesantes porque su descubrimiento es justo al revés de lo común.
Lo más normal ha sido, a lo largo de la historia, que se observe un nuevo cuerpo –o un conjunto de cuerpos– en el Sistema Solar, a veces en lugares sorprendentes o con características extrañas. A continuación, buscamos una explicación para la existencia de esos cuerpos, a veces incluso descubriendo nueva ciencia en el proceso. Sin embargo, aquí sucedió justamente lo contrario: un genio teórico llegó a la conclusión de que podríamos encontrar ciertos cuerpos en determinados lugares y, cuando miramos allí, no encontramos absolutamente nada, pero entonces… Ah, pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Vamos por partes.
Alrededor del año 1770, el matemático y astrónomo italo-francés Giuseppe Lodovico Lagrangia, más conocido por su nombre “afrancesado” de Joseph-Louis Lagrange (a la derecha), se encontraba absorto en la resolución de un problema de una enorme dificultad: el problema de los tres cuerpos, es decir, el reto de poder predecir el movimiento de un sistema formado por tres masas en el espacio sometidas a la acción de la gravedad.
El problema equivalente con dos cuerpos había sido resuelto por el padre de la dinámica y la gravitación, Sir Isaac Newton: dos cuerpos sometidos únicamente a la interacción gravitatoria realizan órbitas alrededor del centro de masa de ambos cuerpos. Conocida la posición y la velocidad de ambos en un momento determinado, es posible saber exactamente qué haran en el futuro con una precisión absoluta. Por ejemplo, el sistema Sol-Júpiter (si ignoramos la acción de todos los demás cuerpos) se comporta de una manera fácilmente predecible.
Sin embargo, si se añade un tercer cuerpo, la cosa se convierte en un infierno: el cuerpo A afecta al movimiento de B, pero al cambiar la posición de B, se afecta a la de C, que a su vez modifica la de A y B, con lo que entonces A se mueve, y entonces… bueno, puedes imaginarte el resto. El problema es de una dificultad endiablada, y a pesar de que Lagrange era un auténtico genio, no consiguió resolverlo completamente. De hecho, a finales del siglo XIX, el rey Óscar II de Suecia estableció un premio para el primero en conseguir resolver el problema de los n cuerpos (la generalización de tres cuerpos a un número arbitrario de ellos) o, en su defecto, a explicaciones incompletas que supusieran avances de importancia en el conocimiento científico. El ganador del premio aparecerá en breve aquí mismo, por cierto, mostrando una vez más como todo está relacionado de una manera u otra.
El caso es que, a pesar de que Joseph-Louis Lagrange no pudo resolver el problema de los tres cuerpos, al pelearse con él consiguió cosas enormes, como desarrollar una formulación alternativa de la mecánica newtoniana, la formulación lagrangiana de la mecánica clásica, cuya elegancia y eficacia son apabullantes. Pero en lo que a nosotros respecta en este artículo, lo realmente importante no es eso; en un momento dado, Lagrange se dio cuenta de que no podía resolver el problema de los tres cuerpos con sus interacciones gravitatorias mutuas. Pero, como buen científico, se planteó una posibilidad alternativa: tal vez no podía resolverlo exactamente, pero ¿no sería posible realizar alguna aproximación que lo convirtiese en algo más comestible y que fuera útil en determinadas circunstancias? (o, como suelen decir los físicos, “supongamos que la vaca es una esfera…”).
De manera que Lagrange se planteó lo siguiente: supongamos que, de los tres cuerpos, dos (A y B) son muchísimo más grandes que el tercero (C). Podríamos entonces considerar que A y B se afectan mutuamente y a su vez afectan a C, pero que la posición de C es irrelevante para A y B, ya que la masa de C es tan pequeña que los otros dos ni se enteran de su atracción gravitatoria. Sería entonces una situación parecida al problema de los dos cuerpos –ya resuelto por Newton– pero con un tercer invitado que sufre la acción de los dos cuerpos.
Claro, esto no es el problema original, pero sería muy útil en muchos casos del mundo real (y seguimos utilizando las soluciones de Lagrange a este problema modificado hoy en día constantemente). Por ejemplo, si pensamos en el sistema Sol-Tierra-WMAP formado por nuestra estrella, el planeta Tierra y el satélite WMAP que lanzamos en 2001, el Sol y la Tierra tienen masas tan gigantescas comparadas con la de la pequeña sonda que podemos ignorar la influencia del pequeño satélite artificial sobre cualquiera de los otros dos cuerpos.
El caso es que Lagrange resolvió esta versión alternativa, y obtuvo algunas conclusiones muy interesantes. Por ejemplo, existían determinados puntos en los que el objeto C más pequeño podía mantenerse en una posición fija relativa a los otros dos cuerpos, ya que la fuerza total sobre él debida a los tirones gravitatorios de los dos cuerpos más grandes era exactamente la necesaria para moverse a la vez que ellos. Creo que un caso concreto y un dibujo pueden ayudarte a ver esto con relativa facilidad.
Imagina el sistema Sol-Tierra, y supongamos que la Tierra realiza una órbita más o menos circular alrededor del Sol. Un objeto más cercano al Sol que la Tierra giraría alrededor de la estrella más deprisa que nuestro planeta, con lo que poco a poco se iría adelantando a la órbita de la Tierra. Pero, si lo pusiéramos exactamente en la línea Tierra-Sol y lo suficientemente cerca de la Tierra, el tirón gravitatorio de la Tierra “hacia fuera” compensaría en parte el del Sol. Sería, en cierto sentido, como si el Sol tuviera una masa algo más pequeña, con lo que la fuerza neta fuese menor y el objeto tardase un poco más en orbitar alrededor de la estrella.
Es posible elegir el sitio para que ese efecto haga que el “retraso” en la órbita sea exactamente el necesario para que el objeto tarde en dar una vuelta al Sol lo mismo que la Tierra, de modo que el objeto girase acompañándolo en su trayectoria alrededor del Sol:
Primer punto de Lagrange. Se han representado las atracciones gravitatorias del Sol y la Tierra. Nada está a escala.
Ese punto se denomina primer punto de Lagrange o L1. Un objeto allí situado que empiece con la misma velocidad orbital que la Tierra se moverá a la vez que el planeta alrededor del Sol, lo que significa que, si lo miramos desde la Tierra, siempre estará exactamente en el mismo sitio, en la dirección del Sol y a la misma distancia de nuestro planeta todo el tiempo. Por cierto, este punto de Lagrange nos es muy útil porque al poner allí un satélite artificial mirando hacia el Sol, nunca jamás se verá tapado por la Tierra, con lo que puede mirar a la estrella todo el tiempo. El satélite SOHO (Solar and Heliospheric Observatory) se encuentra precisamente ahí.
Sin embargo, si has comprendido este efecto de compensación, llegarás a la misma conclusión de Joseph-Louis Lagrange: hay otro punto al otro lado de la Tierra en el que sucede algo parecido. Un objeto en órbita alrededor del Sol más alejado que la Tierra tendrá un período orbital más largo, con lo que al cabo del tiempo irá quedando “retrasado” respecto a la Tierra, como le sucede a Marte, por ejemplo. Pero si lo ponemos suficientemente cerca de la Tierra a lo largo de la línea Tierra-Sol, entonces ambos tirones gravitatorios irán “hacia dentro”, con lo que la situación es parecida a la que sería si el Sol tuviera un poco más de masa. El objeto girará entonces un poco más deprisa alrededor de la estrella: si lo ponemos en un punto determinado, tendrá exactamente el mismo período orbital que la Tierra y nunca se moverá respecto a ella:
Segundo punto de Lagrange.
Se trata del segundo punto de Lagrange o L2. En el caso del Sol y la Tierra, L2 es también muy útil para nosotros por las razones contrarias a L1: un objeto situado en L2 nunca jamás verá el Sol. Siempre será “de noche” para él, pues nuestro planeta siempre estará entre el Sol y ese objeto; al estar bastante cerca de la Tierra, el tamaño aparente del planeta es lo suficientemente grande como para encontrarse en una especie de eclipse solar permanente. Por eso, allí colocamos objetos como la sonda WMAP que hemos mencionado antes o el futuro telescopio espacial James Webb (el que reemplazará al Hubble, que no está en este punto sino en órbita alrededor de la Tierra, por cierto). De este modo, sus ojos tecnológicos pueden mirar siempre las estrellas sin que el Sol los ciegue.
¡Pero hay más! Un objeto situado al otro lado del Sol haría algo similar. En este caso, si suponemos que la Tierra orbita alrededor del centro del Sol y que éste se encuentra inmóvil, el punto en cuestión estará al otro lado del Sol y un poco más lejos que la Tierra cuando el planeta pasa por allí. Al tener en cuenta que la Tierra y el Sol orbitan alrededor del centro de masas de ambos, que no es exactamente el centro del Sol, resulta que este tercer punto está un poco más cerca del Sol al otro lado que la Tierra a este lado, pero eso nos da igual ahora mismo, lo importante es que está al otro lado:
Tercer punto de Lagrange.
Este tercer punto de Lagrange o L3 no es tan útil como otros, principalmente porque no es demasiado estable en la realidad: el efecto de otros planetas, como Venus, es suficientemente grande como para que esta aproximación de tres cuerpos ignorando el resto del Sistema Solar no sea demasiado precisa. En general, de hecho, es difícil mantener un cuerpo en cualquiera de estos tres puntos de Lagrange, ya que se trata siempre de equilibrios inestables – una perturbación pequeña puede mandar al cuerpo a freír espárragos según se separa del punto de Lagrange de que se trate. ¡Pero es que todavía hay más puntos de este tipo!
Un objeto que esté orbitando a la misma distancia del Sol que la Tierra pero “por delante” o “por detrás” de ella tendría, en principio, el mismo período orbital que el planeta, con lo que se mantendría allí si no le afectara más que la atracción del Sol como le sucede a nuestro planeta… pero es que el planeta también tira del objeto. Por eso, aunque empiece a la misma distancia y con el mismo período orbital que la Tierra, nuestro planeta modificará la órbita y sacará a ese objeto de la órbita terrestre, ya sea acercándolo al Sol o alejándolo de él, dependiendo de dónde esté.
Por ejemplo, el cuerpo de la figura empieza orbitando alrededor del Sol un poco detrás de la Tierra, pero si te fijas en las dos fuerzas que actúan sobre él, en poco tiempo se acercará más al Sol que la Tierra, con lo que su órbita se modificará y ya no viajará junto a la Tierra. La fuerza total que sufre nuestro cuerpo ya no se dirige hacia el centro de giro, sino “hacia delante” en el movimiento del objeto porque la Tierra tira de él en el sentido de su movimiento, alterando su velocidad:
Aunque no voy a mostrarte la figura contraria, dependiendo de dónde esté el objeto es posible también que la suma de ambas fuerzas, en vez de dirigirse “hacia delante” respecto al centro de rotación, lo haga “hacia atrás”, frenando el objeto y sacándolo también de su órbita. De modo que orbitar por delante o por detrás de la Tierra a la misma distancia del Sol es muy difícil… excepto en dos casos en particular.
Si un objeto se encuentra exactamente a la misma distancia de la Tierra que del Sol y sobre la órbita de la Tierra, la suma de ambas fuerzas se dirigirá exactamente hacia el centro de masa del sistema, es decir, el centro de giro (que no es exactamente el centro del Sol, sino un poco más cerca de la Tierra que ese punto), con lo que sí podrá mantenerse orbitando a lo largo de la órbita terrestre a la vez que la Tierra.
Aunque una explicación rigurosa sería mucho más larga y difícil, la razón de que esto sea así es la siguiente, dicho mal y pronto: si sólo lo atrajese el cuerpo grande (en este caso, el Sol), nuestro pequeño cuerpo sufriría una fuerza dirigida hacia el centro de ese cuerpo. Sin embargo, al añadir el cuerpo B (la Tierra), la fuerza total sobre nuestro cuerpo se desvía un poquitín hacia la Tierra – lo justo para que la fuerza total se dirija, no hacia el centro del Sol, sino hacia el centro de masa Sol-Tierra, ligeramente desplazado hacia la Tierra.
La razón de que la fuerza se dirija justo hacia ahí es que, puesto que nuestro cuerpo está a la misma distancia del Sol y la Tierra, la proporción entre las dos fuerzas que sufrirá será la misma proporción que la de las dos masas más grandes entre sí. Pero las distancias respectivas del Sol y la Tierra al centro de masas están también en proporción a sus masas, con lo que la fuerza total se dirige exactamente hacia el centro de masas y el objeto orbita alrededor de él.
Por lo tanto, el cuerpo pequeño acaba realizando un movimiento circular idéntico al de la Tierra y con el mismo período orbital, con lo que siempre girará alrededor del Sol “adelantado” respecto a la Tierra la misma distancia; al mirarlo desde nuestro planeta siempre lo encontraríamos en el mismo lugar. Para encontrar ese punto no tenemos más que dibujar un triángulo equilátero cuyos vértices sean el centro del Sol, el centro de la Tierra y el centro de nuestro objeto, de modo que el objeto esté sobre la órbita terrestre y a la misma distancia del Sol que de la Tierra:
Cuarto punto de Lagrange.
Se trata del cuarto punto de Lagrange o L4. Puesto que el triángulo es equilátero, cada uno de sus tres ángulos es de 60º, con lo que L4 siempre estará orbitando 60º “por delante” de la Tierra. Naturalmente, existe otro punto que cumple exactamente las mismas características –misma distancia punto-Sol que punto-Tierra y sobre la órbita terrestre–, pero al otro lado, es decir, “por detrás” de donde se encuentra nuestro planeta, y ese punto no es otro que el quinto y último punto de Lagrange, L5:
Quinto punto de Lagrange.
Los puntos L4 y L5 se denominan a veces puntos triangulares de Lagrange por razones obvias, o puntos troyanos por razones que veremos en unos párrafos. Aquí tienes los cinco puntos de Lagrange juntos en todo su esplendor:
Los cinco puntos de Lagrange (¡nada está a escala!).
En la realidad, naturalmente, hay desviaciones de este comportamiento ideal; no sólo existe la influencia de otros cuerpos además de los tres que estamos estudiando, sino que además las órbitas no son circulares sino elípticas, con lo que las cosas son ligeramente más complicadas. Eso sí, los conceptos básicos se mantienen, con lo que si has entendido a grandes rasgos esta explicación, puedes comprender lo que vendría después.
Lo que hace especiales a L4 y L5 es que se trata de puntos de equilibrio estable: un objeto que empiece en uno de ellos y sufra una pequeña perturbación no se alejará indefinidamente de ese punto, sino que realizará una especie de órbita alrededor del punto de Lagrange, ya que al separarlo de él el desequilibrio se compensa a sí mismo y lo devuelve a la región cercana a ese punto.
Por tanto, la conclusión de Joseph-Louis fue que sería posible encontrar pequeños cuerpos celestes en las órbitas de cuerpos más grandes, ya fuera adelantados 60º a la posición del cuerpo mayor o retrasados 60º respecto a él. Sin embargo, esto no sería igualmente fácil para todos los cuerpos celestes: para empezar, los puntos de Lagrange tienen sentido cuando la masa del cuerpo más pequeño es mucho menor que las de los otros dos. Además, la influencia de cuerpos ajenos al sistema de tres cuerpos será tanto menor cuanto más grandes sean los dos cuerpos mayores.
¿Dónde sería lógico entonces encontrar objetos en los puntos de Lagrange al mirar el Sistema Solar? En este caso, la masa más grande es el Sol, pero las masas B y C pueden variar, con lo que deberíamos tener en cuenta los siguientes factores:
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Cuanto mayor sea la masa intermedia B, menor será la influencia de otros cuerpos del Sistema Solar además del Sol y B, luego habría que buscar en las órbitas de planetas grandes.
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Ya que el tercer cuerpo debe ser muy pequeño comparado con el segundo, cuanto mayor sea B más grande puede ser C y seguir manteniéndose la aproximación de Lagrange luego, una vez más, habría que buscar en las órbitas de planetas masivos.
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Puesto que L1, L2 y L3 no son puntos de equilibrio estable pero L4 y L5 sí lo son, habría que observar las inmediaciones de los dos puntos triangulares.
No hace falta pensar durante mucho tiempo para decidir hacia dónde apuntar los telescopios, ¿verdad? Tras la predicción de Lagrange, numerosos astrónomos dirigieron su mirada a las regiones 60º por delante y 60º por detrás de los planetas gigantes conocidos por entonces, especialmente el mayor de todos, Júpiter.
Y no vieron absolutamente nada.
Según los telescopios se iban haciendo más y más potentes, los astrónomos siguieron echando vistazos a las inmediaciones de L4 y L5 de la órbita joviana: eran conscientes de que tal vez Lagrange tuviera toda la razón pero que los cuerpos allí situados fueran demasiado pequeños y estuvieran demasiado lejos como para haberlos visto antes.
Y siguieron sin ver absolutamente nada durante más de un siglo; el pobre Lagrange, desde luego, nunca vio su hipótesis confirmada. Sin embargo, el 22 de febrero de 1906 el astrónomo alemán Maximilian Wolf descubrió, ¡por fin!, un asteroide en L4, al que denominó Aquiles por el héroe griego de la Ilíada –hoy en día recibe el nombre de 588 Aquiles por ser el cuerpo número 588 de pequeño tamaño descubierto por el ser humano–.
Pero claro, esto no significaba nada: al fin y al cabo, hay muchos objetos de pequeño tamaño por todas partes en el Sistema Solar. ¿Y si se trataba simplemente de una coincidencia? Pero los astrónomos del XIX tenían razón: lo único que había evitado descubrir todos los cuerpos “escondidos” en L4 y L5 de Júpiter había sido la limitación en los telescopios de la época. El descubrimiento de Wolf no había sido una casualidad, sino un signo de que los telescopios de principios del siglo XX habían superado el límite necesario.
En octubre de 1906, unos meses después de la observación de Wolf, otro astrónomo alemán, August Kopf, descubrió otro asteroide en la órbita joviana, pero no en L4 como Aquiles, sino en L5, al que llamó Patroclo, otro de los griegos de la Guerra de Troya. En febrero de 1907, el propio Kopff descubrió otro asteroide en L4, Héctor (en este caso un troyano, uno de los hijos de Príamo), y en poco tiempo se fueron descubriendo más: al principio en pequeño número, luego a docenas y luego a cientos.
Hoy en día sabemos que existen dos auténticos enjambres de asteroides alrededor de L4 y L5. Cada año se descubren muchos nuevos, de modo que es difícil decir exactamente cuántos hay, pero pensamos que alrededor de cada uno de los dos puntos triangulares de Lagrange se arremolinan unos 500 000 asteroides de tamaño superior a 1 km y unos 100 000 más grandes de 2 km. En total, un millón de asteroides de 1 km o más y varios millones más pequeños. Lagrange estaría orgulloso.
Para continuar la tradición establecida por Wolf y Kopff, se fue nombrando a todos los asteroides descubiertos en L4 y L5 haciendo referencia a personajes de la Guerra de Troya narrada por Homero en la Ilíada. En conjunto se los denomina, por lo tanto, asteroides troyanos. Sin embargo, puesto que posteriormente se han descubierto asteroides cerca de los puntos triangulares de otros planetas del Sistema Solar (incluyendo la Tierra, cuyo primer troyano se descubrió en 2010, aunque es un minúsculo asteroide de unos 300 metros de largo), a veces se especifica un poco más diciendo asteroides troyanos de Júpiter.
Sin embargo, hay una distinción más. Puesto que los asteroides en L4 y los de L5, aunque comparten órbita, nunca jamás se encuentran, pues un grupo está adelantado 60º a Júpiter y el otro retrasado 60º, como si fueran “enemigos”, a los asteroides de L4 se los denominó el “campamento griego” y a los de L5, el “campamento troyano”.
Así, a lo largo de los años hemos ido dando nombres de héroes griegos de la Ilíada a los asteroides de L4 (Aquiles, Agamenón, Patroclo, etc.), y nombres de héroes troyanos a los de L5 (Eneas, Príamo, Antenor, etc.). Sin embargo, puesto que esta tradición de separarlos en dos campamentos no existía al principio, hay dos excepciones a ella: Héctor está en L4 pero es troyano, y Patroclo está en L5 pero es griego. Salvo estos dos “infiltrados”, los demás pertenecen al bando correspondiente.
Aquí tienes una imagen en la que se han representado las posiciones de muchos de los asteroides troyanos de Júpiter:
Asteroides troyanos de Júpiter (dominio público).
Pero hay una animación que me parece mucho más clarificadora y fascinante. En ella se ven las suficientes cosas interesantes que quiero explicarla antes de que te quedes embobado mirándola. Aparte de los planetas interiores (Mercurio, Venus, la Tierra y Marte) y el gigante Júpiter, se muestran dos grupos de asteroides; no aparece el Cinturón Principal porque haría la imagen muy confusa.
En verde podrás ver los campamentos griego y troyano, pero no estáticos, sino moviéndose al son de Júpiter en su órbita, como bien había predicho el genial Joseph-Louis Lagrange. Además, en rojo puede verse una familia de asteroides que mencionamos al hablar del Cinturón Principal, las Hildas. En aquel artículo mostramos esta gráfica de familias de asteroides con la relación distancia al Sol-inclinación sobre la eclíptica:
Gráfica distancia-inclinación. Las Hildas están en torno a 4 AU y los troyanos en torno a 5,2 AU, la órbita de Jùpiter (Piotr Deuar/CC 3.0 Attribution-Sharealike License)
Como dijimos entonces, las Hildas son una familia peculiar: se encuentran realizando órbitas “arriesgadas”, siempre en peligro de caer hacia Júpiter según pasan cerca. Como verás en la animación, las Hildas realizan una órbita resonante con la de Júpiter: dan tres vueltas al Sol por cada dos del gigante. En cada una de estas vueltas realizan una visita al campamento griego, otra al troyano y otra al punto opuesto a la posición de Júpiter respecto al Sol, siempre sin quedarse en ninguno de ellos puesto que se mueven demasiado rápido (los troyanos son más tranquilos y permanecen en posiciones fijas relativas a Júpiter, claro).
¿Cómo es posible tal casualidad, y que justo tengan la posición y velocidad adecuadas?, te puedes estar preguntando. La respuesta, naturalmente, es que no es casualidad: todos los asteroides con órbitas similares pero sin la velocidad o la distancia al Sol adecuadas han sucumbido a la atracción de Zeus, han terminado en uno de los dos “campamentos” o han salido despedidos a otras regiones del Sistema Solar. Las Hildas son las afortunadas que tenían los parámetros orbitales adecuados para permanecer haciendo algo tan bello, al menos durante unos millones de años.
Pero lo mejor es que deje de contarte rollos y te permita disfrutar de la animación con los troyanos y las Hildas:
Animación de las Hildas y los satélites troyanos de Júpiter (Petr Scheirich, reproducida con permiso explícito del autor).
Lo que no puedo mostrarte son fotos impresionantes de ninguno de los troyanos, puesto que su distancia a la Tierra y su pequeño tamaño lo hacen imposible salvo que enviemos alguna misión específica cerca de uno de ellos, y nunca hemos hecho eso. El más grande de todos es Héctor: tiene forma de cilindro de 200 km de diámetro en la base y unos 370 km de largo, y una masa de unos 1,4·1019 kg. Sin embargo, la mayor parte de ellos tienen unos pocos kilómetros de tamaño y masas mucho menores.
624 Héctor (Kevin Heider/CC 3.0 Attribution-Sharealike License).
Al realizar el análisis espectroscópico de los asteroides troyanos para tratar de determinar su naturaleza y composición, nos dimos cuenta de que no se parecen demasiado a la inmensa mayoría de los asteroides del Cinturón Principal. Prácticamente todos los troyanos son asteroides de tipo D: de un color rojizo oscuro, con un albedo muy bajo, compuestos de silicatos y carbonatos y con algo de hielo de agua. De hecho, en general se parecen bastante más a los asteroides del Sistema Solar exterior –al que no hemos llegado aún, pero llegaremos algún día– que a los objetos más interiores.
Por lo tanto, una de las hipótesis del origen de los troyanos es precisamente ésa: que provienen de las regiones más externas, de los confines helados y oscuros del Sistema Solar mucho más allá de Júpiter. Naturalmente, esta hipótesis debe explicar por qué estos objetos han acabado tan cerca del Sol –relativamente hablando, claro– si provienen de lugares tan lejanos. Pero en esta misma serie hemos explicado un modelo de la juventud del Sistema Solar en el que pasaba justamente eso, y si lo recuerdas aún me harías inmensamente feliz.
Una de las posibles explicaciones del origen del Período de Intenso Bombardeo Tardío que mencionamos entonces postulaba que los objetos exteriores podrían haber “tirado” de Júpiter y Saturno hacia fuera, alejándolos del Sol y provocando una resonancia 1:2 entre ellos. Esa resonancia, de ser cierta esta hipótesis, lanzó multitud de objetos en diferentes direcciones: algunos de los asteroides del Cinturón Principal hacia el interior del Sistema, como vimos en aquel artículo, y tal vez otros más externos, como objetos procedentes del Cinturón de Kuiper, hacia regiones más cercanas como la órbita de Júpiter.
Indudablemente, muchos de esos objetos acabaron impactando contra algo, o en órbitas muy elípticas o irregulares, pero si realmente sucedió esa migración masiva, multitud de asteroides tendrían las características orbitales necesarias para permanecer en las inmediaciones de L4 y L5, o con esas órbitas peligrosas pero relativamente estables como las de las Hildas.
Otra posible explicación es que los troyanos sean los restos de planetesimales que no llegaron a agregarse a la masa de Júpiter: cuando el gigante creció, la mayor parte de los planetesimales cercanos fueron absorbidos por su gravedad creciente, pero algunos pueden haber escapado por la “fortuna” de encontrarse cerca de los puntos triangulares, con lo que orbitaban al son de Júpiter y no se acercaban a él. El problema de esta hipótesis es que los modelos asociados predicen un número mucho menor de troyanos de los que hay, y también la presencia de un número considerable de asteroides troyanos de Saturno, algo que no se ha encontrado.
Sea cual sea su origen, puedes imaginar la escena: un enjambre de asteroides de tamaños muy diversos, en muchos casos meros fragmentos minúsculos de roca oscura; en otros, cuerpos más grandes, compuestos de trozos de roca y polvo sujetos únicamente por el hielo, sin el que se desmoronarían como un muñeco de nieve sucia, todos orbitando el Sol cada doce años y, además, realizando pequeñas órbitas alrededor de L4 y L5: soldados de una guerra pasada que siguen realizando una patrulla perenne e inútil. ¡Ay, que me pongo cursi!
No existen misiones planeadas a los troyanos de Júpiter –al menos, que yo conozca, por supuesto–. Sin embargo, a largo plazo puede ser interesante tenerlos en cuenta; por un lado, están en una región intermedia del Sistema Solar, un poco más allá de 5 UA del Sol. Por otro, se trata de un lugar mucho más pacífico y seguro que las inmediaciones de Júpiter. Como seguro que recuerdas de las múltiples entradas dedicadas al gigante, sus alrededores son terriblemente peligrosos. Además, aunque la mayor parte de estos asteroides no sean demasiado grandes, muchos de ellos tienen enormes cantidades de hielo de agua: nuestras estimaciones de la densidad de 617 Patroclo, menor que la del agua, sugieren que contiene una fracción considerable de hielo.
Una base “de paso” en los troyanos podría servir de siguiente parada en un viaje a las regiones exteriores tras detenerse en otra base similar en el Cinturón Principal. Y, tras esta parada, podríamos seguir trepando lentamente por la pared del pozo gravitatorio del Sol y alejarnos más y más, hasta alcanzar la siguiente estación: Saturno.
Para saber más (esp/ing cuando procede):